La cuarta revolución industrial

En el año 1835 Andrew Ure, un químico escocés convertido en el primer consultor industrial en Gran Bretaña y probablemente en el mundo, publicó el libro ‘La filosofía de los manufactureros’ para describir las transformaciones de la industria textil de Manchester. Impresionado por la introducción de la máquina de hilar automática por parte de la empresa Sharp, Roberts and Co. cinco años antes, Ure predijo que, considerando que «toda mejora en maquinaria tiene como objetivo y tendencia constantes el sustituir el trabajo humano», la fábrica moderna acabaría por expulsar todo tipo de trabajo artesanal en una fase inicial y, a largo plazo, todo tipo de trabajadores, cualificados o no.

Unos años después, Karl Marx utilizaría el libro de Ure, a quien celebró como «el Píndaro de la industria automática», para reflexionar sobre el impacto del capitalismo en salarios y empleos industriales. Con el tono kitsch que a menudo usaba el fundador del socialismo científico, Marx definió la fábrica como «un sistema organizado de máquinas movidas, a través de un mecanismo de transmisión, por un autómata central […], un monstruo mecánico con un cuerpo que llena edificios enteros y con un poder diabólico que, inicialmente escondido detrás el movimiento lento y medido de sus extremidades gigantes, acaba por estallar en el torbellino rápido y furioso de sus incontables órganos», y advirtió que la mecanización inexorable de la industria acabaría por reducir la economía a dos tipos de individuos: propietarios del capital, por un lado, y trabajadores no cualificados, por el otro. En medio quedarían ingenieros y mecánicos, necesarios para reparar la maquinaria existente pero numéricamente marginales. Además, a medida que las máquinas ganaran en eficiencia, los trabajadores deberían venderse por una fracción de su salario inicial. «Cuando las máquinas conquistan una industria progresivamente», leemos en El capital, «producen una miseria crónica entre los operadores que tienen que competir en ella».

Marx se equivocó. Cuando, hace 102 años, Ford creó en Detroit el máximo exponente de la fábrica como monstruo mecánico, la cadena de producción, los efectos fueron los contrarios de los predichos por el economista alemán. La producción por hora trabajada se multiplicó por cuatro entre 1913 y 1973. Sin embargo, el empleo y los salarios crecieron también. Los salarios medios en la industria automovilística se duplicaron entre 1914 y 1924. En la economía estadounidense en general, los salarios aumentaron un 215 por ciento entre 1937 y 1975.

Marx, sin embargo, vuelve a estar de moda. No tanto por el crecimiento de la desigualdad en las últimas décadas sino por los efectos tecnológicos y laborales de lo que en el Foro Económico Mundial de Davos de este año ha sido debatido como la cuarta revolución industrial: la posibilidad de que la aplicación sistemática de la inteligencia artificial y de la robótica permita liquidar definitivamente el componente humano de la actividad productiva. En Manchester y en Detroit las máquinas desplazaron los trabajos más mecánicos -las tareas que se pueden descomponer en pequeñas unidades de tiempo y pautas de comportamiento repetidos-. La revolución informática ha tenido, de momento, consecuencias similares: los ordenadores sólo han sustituido aquellas actividades humanas que, por su carácter rutinario, pueden ser programadas utilizando un algoritmo determinado -por ejemplo, el almacenamiento y procesamiento de datos-.

Los últimos avances en informática y en interconectividad, sin embargo, empiezan a abrir un mundo en el que máquinas inteligentes pueden llegar a tomar decisiones y realizar acciones complejas y no rutinarias que nosotros hacemos sin poder precisar del todo cómo las hacemos. Esto incluye escribir y traducir textos, componer música o conducir. Desde julio de 2014, Associated Press ha utilizado WordSmith, de la empresa Automated Insights, para generar miles de noticias (sobre todo deportivas) sin ninguna intervención humana. Ese mismo año, varias empresas automovilísticas tradicionales anunciaban su intención de explorar vehículos similares al coche sin conductor ideado por Google.

¿Quiere decir esto que nos acercamos, ahora sí, a un mundo sin empleo? Es imposible decirlo. La mayoría de los libros publicados al respecto aportan una serie de anécdotas contradictorias. El coche de Google parece un éxito. En cambio, la aplicación de tecnologías informáticas en la educación a larga distancia se ha saldado, de momento, en un gran fracaso. En todo caso, el artículo más fiable al respecto, hecho por Carl B. Frey y Michael A. Osborne, dos ingenieros en la Universidad de Oxford, predice la automatización de un 40 por ciento de todos los trabajos en las próximas décadas. Si este estudio es cierto (aunque los supuestos que se hacen para ello no dejan de ser heroicos), lo más probable es que nos encontremos abocados a un mercado de trabajo polarizado: con aproximadamente la mitad de la fuerza de trabajo capaz de adaptarse al cambio tecnológico y de beneficiarse del mismo, y la otra mitad con graves problemas para sobrevivir. En otra ocasión discutiré cómo podemos responder a este reto.

ARA