Cómo evitar la trampa del EI (y 2)

Lo que impulsa las acciones del Estado Islámico (EI)  y sus partidarios se explica en la guía del EI, Manejo del salvajismo. Comienza con una interpretación del mundo que los musulmanes heredaron del imperialismo y el colonialismo. No sólo los musulmanes, sino la mayoría de pueblos del Tercer Mundo sufrieron intensamente. Y sus descendientes guardan dolorosos recuerdos de la “espantosa destrucción de las almas”. Las grandes potencias y sus representantes autóctonos mataron, dice el EI, más gente que la que ha muerto en todas las guerras yihadistas de este siglo…”.

¿Es sólo una exageración, ideada para inflamar el odio hacia nosotros? Lamentablemente, no. Recordemos o no tales hechos, los descendientes de las víctimas los recuerdan.

Los recuerdos de los años después de que Colón atravesara el Atlántico han sido crecientemente amargos. Primero los europeos, luego los rusos y más tarde los americanos –el “Norte” del mundo– acrecentaron su poder y sometieron el “Sur”, destruyendo países y sociedades autóctonas y suprimiendo órdenes religiosas. El imperialismo, con la humillación consecuente y las matanzas de poblaciones enteras, aunque olvidado por sus perpetradores, es todavía un recuerdo vívido para sus víctimas.

Las cifras son pasmosas: en una pequeña parte de África, Congo, donde uno de cada diez es musulmán, se calcula que los belgas han matado el doble de personas que mataron los nazis (judíos y gitanos), alrededor de 10 a 15 millones. Apenas existe una sociedad de las que llamo “del Sur” sin el recuerdo de episodios similares infligidos por “el Norte”. No hay más que fijarse en un historial militar más reciente.

En Java, los holandeses instauraron un régimen colonial sobre los nativos y, cuando trataron de reafirmar su independencia, mataron a alrededor de 3.000 rebeldes entre 1835 y 1840; de modo similar, liquidaron a los “rebeldes” de Sumatra entre 1873 y 1914; en Argelia, tras la dura guerra de 15 años de duración que comenzó en 1830, los franceses robaron tierras, arrasaron cientos de aldeas, masacraron innumerables nativos e impusieron un régimen de apartheid a los supervivientes; en Asia Central, rusos y chinos invadieron, empobrecieron o expulsaron poblaciones antes prósperas mientras que en su intensa guerra en el Cáucaso, como relata Tolstói, los rusos barrieron prácticamente sociedades enteras. En India, tras el intento de revuelta de 1857, los británicos destruyeron el imperio mogol y mataron a cientos de miles de indios. En Libia, los italianos mataron a alrededor de dos tercios de la población de la Cirenaica.

Podría afirmarse que tales cosas sucedieron en el pasado y deberían olvidarse. Tal vez, en otros casos, más recientes, no pueden pasarse por alto. En la campaña estadounidense en Vietnam (una sociedad no musulmana), al napalm, las bombas de racimo y las ametralladoras siguieron la defoliación, los productos químicos causantes de cáncer y los programas letales que mataron quizá a dos millones de civiles.

En Afganistán, las cifras son inferiores porque la población era menor, pero, además de medio millón de muertos, toda una generación de niños afganos ha sufrido atrofia y nunca crecerá a su estatura normal y padecerá tal vez algún grado de discapacidad mental. El número de víctimas afganas en la guerra rusa se desconoce, pero podría no bajar del medio millón de muertos. En Iraq los cálculos elevan la cifra a alrededor de un millón de civiles.

Puede debatirse si la muerte no es el peor resultado de la guerra; los supervivientes hacen frente al terror constante, el hambre, la humillación y la miseria. Mientras la estructura de sociedades enteras se ha visto gravemente dañada o destruida, la vida civil ha sido reemplazada por guerras entre bandas, torturas, secuestros, violaciones y temor desesperado. Al estudiar tales hechos, recuerdo de la descripción de Hobbes de la humanidad antes de la civilización: “Pobre, tosca, embrutecida y breve”.

En conjunto, estos y otros efectos del imperialismo, el colonialismo y las intervenciones militares en el “Sur” constituyen un holocausto de tanta enseñanza for­ma­tiva como el holocausto alemán sobre los judíos. En muchas sociedades no han sanado las cicatrices. Constatamos su herencia en la fragilidad –o completa destrucción– de organizaciones sociales, la corrupción de los gobiernos y la repulsión de la violencia.

Como dice el estratega del EI, y he oído de boca de cualquier informador en África y Asia, nosotros los del “Norte” estamos cargados de esquemas raciales o religiosos: cuando ellos “matan” a un europeo reaccionamos con horror. Cualquier muerte es abominable. Pero cuando matamos a un africano o a un asiático o incluso a números superiores de africanos o asiáticos, apenas reparamos en ello. El 13 de noviembre, la víspera de los atentados de París, tuvo lugar un ataque similar en Beirut (Líbano) en el que murieron 41 personas y unas 200 fueron heridas. Casi nadie en Europa o Estados Unidos prestó siquiera atención. No se trata de una cuestión meramente moral –aunque indudablemente también lo es–, sino que alcanza hasta la médula la cuestión del terrorismo.

Tales hechos plantean el hecho de por qué jóvenes hombres y mujeres, incluso de sociedades relativamente prósperas y seguras, se unen al Estado Islámico. Maquillar la cuestión, como ha escrito recientemente un periodista inglés con amplia experiencia en Asia, es no comprender a qué nos enfrentamos ni qué podríamos hacer para obtener un grado asequible de seguridad mundial.

Los resultados de la insurgencia son descritos en mi libro Políticas violentas (Libros de Vanguardia). En él muestro que durante los dos últimos siglos, en varias partes de África, Asia y Europa, las guerrillas han cumplido casi siempre sus objetivos a pesar incluso de las tácticas más drásticas de contrainsurgencia. Tómese un solo ejemplo, Afganistán: los rusos y nosotros hemos empleado cientos de miles de soldados, gran número de mercenarios y tropas autóctonas y asimismo cantidades sin precedentes de fuerza letal durante casi medio siglo de guerra. Aunque los resultados no son aún definitivos, es evidente que, como mínimo, las guerrillas no han sido derrotadas. Se ha llamado a Afganistán “el cementerio del imperialismo”. Su papel en la caída de la Unión Soviética se ha documentado con profusión. Aún no ha terminado con nosotros.

Considérense también los resultados en esas partes del mundo donde las hostilidades han sido relativamente sometidas o controladas. Cuando yo era joven, en los años cuarenta y cincuenta, podía ir prácticamente a cualquier lugar en África o Asia donde era cordialmente acogido, alimentado y protegido. Hoy día, prácticamente en todos esos lugares, estaría en peligro de ser tiroteado.

En consecuencia, ¿qué opciones tenemos en este mundo crecientemente peligroso? Seamos sinceros y admitamos que ninguna es atractiva. La ira y miedo de la sociedad, sin duda, las dificultará o tornará imposibles. Sin embargo, las pondré aquí todas sobre la mesa y valoraré en términos de costes y posible eficacia.

La primera respuesta, anunciada tanto por el presidente francés, François Hollande, como por el presidente estadounidense, Barack Obama, poco después de los atentados de París, es librar una guerra sin cuartel. La fuerza aérea francesa bombardeó inmediatamente las zonas donde se considera que el Estado Islámico posee campos de instrucción. El paso siguiente, presumiblemente, aunque ninguno de ambos líderes concretó la cuestión, incluirá probablemente el envío de tropas terrestres para combatir en Siria e Iraq, además de operaciones de bombardeo que ahora organizan ambos países y Rusia. Se trata de una ampliación e intensificación de la política actual más que de lanzarse a una nueva aventura y, a juzgar de la experiencia rusa en Afganistán y la nuestra en Afganistán e Iraq, destruir el EI es algo factible y será de menor entidad si también intentamos un “cambio de régimen” en Siria.

Una segunda opción, que creo que aborda Washington mientras escribo estas líneas, es que Israel se ofrezca a invadir Siria e Iraq y a usar su fuerza aérea para complementar o reemplazar a las otras fuerzas aéreas que operan allí. Esta acción resultaría dolorosa para el EI en el plano militar, pero se adecuaría perfectamente a su estrategia a largo plazo. Además, causaría estragos en el bloque emergente anti-EI formado por Irán, Rusia y Siria. Si Israel efectúa su propuesta, como creo probable que haga, será probablemente rechazada mientras que Israel se verá “compensado” con una buena ayuda.

Una tercera opción es que Estados Unidos invierta su política anti-Asad, se una a su régimen y coopere con Rusia e Irán en una campaña coordinada contra el EI. Aunque esta política sería más razonable que cualquiera de las dos primeras, y podría tener mayor éxito inicialmente, no creo que por sí sola cumpla el objetivo.

Los ataques de drones y fuerzas especiales se emplean ya en la actualidad y casi con seguridad continuarán como medida complementaria del lanzamiento de una campaña, pero no se ha demostrado que resulten decisivos como se ha intentado en otros lugares con resultados ya observados. De hecho, al menos en Afganistán, han demostrado ser contraproducentes. Como pronosti­-có el estratega del EI, incremen-tarán la hostilidad contra los ele-mentos extranjeros mientras que, si los combatientes del EI actúan con sensatez, simplemente se evaporarán para volver en todo caso otro día. Aún peor, decapitar unidades guerrilleras dispersas por el territorio abrirá las puertas para que surjan nuevos líderes jóvenes, aventureros y ambiciosos.

Coordinados mediante algunas de las tres opciones expuestas, creo casi seguro que Estados Unidos y las potencias europeas reforzarán sus programas de defensa interna. Los controles sobre movimientos y desplazamientos, la expulsión (especialmente en Francia) de miembros de poblaciones extranjeras o similares. El lanzamiento de incursiones sobre áreas urbanas pobres, el seguimiento de las operaciones en curso y otras actividades aumentarán. Es lo que el EI ha esperado que pase. Los gastos en seguridad aumentarán y las poblaciones locales serán vejadas y humilladas. Pero es dudoso que tales políticas aporten una seguridad completa. Si los terroristas se preparan como en el caso de los atentados de París y se hacen estallar o resultan muertos en la operación, cabe esperar que se sigan repitiendo los atentados independientemente de la severidad de las medidas puestas en práctica.

¿Qué cabe decir sobre las medidas no militares y no policiales? ¿Qué opciones cabría considerar? Se me ocurren dos clases de medidas económicas y psicológicas.

La primera es la mejora de las condiciones en que vive la comunidad musulmana norteafricana en Francia. Los suburbios que rodean París son un caldo de cultivo de partidarios del EI. La mejora de sus condiciones de vida podría modificar el panorama, pero la experiencia tanto en Estados Unidos como en Francia sugiere que la renovación urbana dista de ser una panacea. Aun en tal caso, le costaría lo suyo a cualquier administración que la intentara. Sería caro cuando el Gobierno francés ya se considera portador de una sobrecarga y el sentimiento francés de carácter antimusulmán ya era intenso antes de los atentados de París. Ahora, el talante de la gente se está desplazando del espíritu de la ayuda social que implica el Estado de bienestar hacia la represión. Como en otros países europeos, la combinación del miedo al terrorismo y la influencia de los refugiados harán improbable la puesta en práctica de lo que cabría llamar un programa promusulmán.

Tal vez es más improbable la aplicación de un programa que creo que sería el más temido por el EI. El estratega del EI nos ha dicho que el mayor recurso del movimiento es la comunidad, pero ha reconocido que, pese a los horrorosos recuerdos del imperialismo, la gente ha seguido mostrándose bastante pasiva. Tal situación podría cambiar de forma espectacular como consecuencia de la invasión y la intensificación de los bombardeos aéreos. El Estado Islámico cree que las cosas evolucionarán de tal modo que mayores números de civiles ahora neutrales protegerán a los combatientes o empuñarán las armas como yihadistas. Evidentemente, beneficiaría a otros países que se impidiera que ello tuviera lugar. Algo cabe hacer, quizá, a través de medidas de seguridad más estrictas, pero sugiero que podría desarrollarse un programa satisfactorio desde el punto de vista social y psicológico de forma que el odio sobre el que se apoya el EI fuera menos virulento. Se han identificado sus elementos: necesidades comunitarias, compensación por anteriores infracciones y errores y llamamientos en favor de un nuevo comienzo. Tal programa no precisa ser a gran escala y podría limitarse, por ejemplo, a la población infantil mediante medidas de salud pública, vitaminas y suplementos alimentarios. Diversas organizaciones (como Médicos sin Fronteras, la Fundación Rostropovich, la Cruz Roja y la Media Luna Roja) ya existen para llevarlo a la práctica y, de hecho, ya se ha hecho mucho.

Más importante sería un aspecto psicológico: como hemos visto en Alemania en el caso de la disculpa por el holocausto y la falta de disculpas de los japoneses por la masacre o violación de Nankín, el orgullo es crucial. Los hombres están más preparados para el combate por él que incluso por la comida, la tierra o el sexo. Una disculpa cuidadosamente redactada por pasados errores y transgresiones costaría poco y haría mucho pero, en estos tiempos, es casi un fracaso.

Por tanto, desgraciadamente, me temo que estemos empezando a avanzar hacia una década o más de temor, ira, desgracia y pérdida de libertades básicas.

LA VANGUARDIA