Plaza de los Mártires, corazón muerto de Beirut

Fue en el verano de 1966, un año antes de la guerra de los Seis Días árabe-israelí cuando, por vez primera, visité la plaza, estacionando mi Citroën Dos Caballos entre dos de sus bien alineadas palmeras. Con Francesc Artigau y Ramón Comellas, viajábamos por el Mediterráneo oriental, embarcando en el Pireo hacia Lárnaca, de Lárnaca a Beirut, y después continuando a Damasco para llegar a Jerusalén Este, todavía bajo el reino hachemita de Jordania.

Recuerdo la plaza llamada de los Cañones, de los Mártires del Burj, como un amplio garaje de taxis Mercedes, de autobuses que se dirigían a Damasco, Estambul, Ammán, Bagdad, de vetustos tranvías, de un ir y venir incesante de gente. Todos convergían en su rectangular espacio, con el grupo escultórico de los Mártires en el centro, conmemorando a los nacionalistas árabes ejecutados en 1916 por haberse levantado contra el sultán otomano. Habitantes de barrios musulmanes y cristianos se confundían en sus jardines, sus aceras, porque era el inevitable corazón de la capital, cruce de sus calles, como las del emir Bechir, del general Weygand o de la interminable calle de Damasco, convertida después en el frente inmóvil de la larga guerra de 1975 a 1990. Entonces todavía quedaban algunos zocos pintorescos como los de Nursie o Al Sagar, cuyas verjas se cerraban de noche, abigarrados, atravesados por los costaleros chiís o kurdos penosamente avanzando entre el gentío. Hace años que Beirut arrancó de cuajo su exotismo oriental.

En el decenio de los cincuenta se abrieron muchas salas de cines con nombres cosmopolitas como Roxy, Empire, Rivoli, Radio City¿ Día y noche la plaza, bautizada con nombres tan premonitorios, era una explosión de vitalidad. En cafeterías como Automatique, La Ronda, Cosmos, el Café de los espejos -donde todavía algún khakawati o cuentacuentos narraba hazañas de Antar y Abla- se sentaban los parroquianos. Bancos, almacenes, joyerías, tiendas, oficinas de tránsito del vecino puerto, de abogados, consultas de médicos, mostradores de cambistas, farmacias como la de Gemayel, la mantenían siempre en vilo. En algunas azoteas en verano había cabarets al aire libre que atraían noctámbulos locales y ricos turistas del Golfo.

Al lado de la plaza, estaban los prostíbulos, el suk el charamit o barrio de las prostitutas, cerca de lo que fue una residencia de jesuitas, en un callejón que llevaba el nombre del gran poeta árabe Al Mutanabi. Los salones de Madame Marika Spiridon eran frecuentados por la crema y la nata de la sociedad masculina beirutí. Cuando de pronto, un domingo de primavera de 1975, vino la guerra, uno de aquellos prostíbulos no cerró sus puertas, y permaneció entre las líneas de combatientes.

Los vecinos de la plaza y de sus aledaños padecieron los bombardeos, que en las gacetillas de la prensa a menudo quedaban reducidos a “una noche de tradicionales enfrentamientos armados”. Muchos beirutíes, atrapados entre los combatientes, musulmanes y cristianos, soportaron sus luchas porque no tenían otro lugar donde vivir. La paz llegó también, de sorpresa, y en sólo unas horas los habitantes de la ciudad desgarrada, saltando por encima de las barricadas atravesando descampados en ruinas, de viciosa y frondosa vegetación, reunificaron la capital.

La plaza perdió su alma, ya no es tampoco el corazón de Beirut, ni un lugar propicio al paseo o a la amable convivencia. Muchos edificios que no fueron destruidos por la guerra, los demolieron las excavadoras de la empresa Solidere en su especulativo programa de reconstrucción. Sólo algunos edificios, especialmente religiosos, han quedado en pie, además del grupo escultórico de los Mártires, restaurado, pero con los impactos de bala sin restañar, en memoria de la guerra. Fue erigida una gran mezquita, que imita el suntuoso estilo de las mezquitas otomanas de Estambul, y que ensombrece la modesta catedral maronita paredaña de San Jorge.

Nadie pasea por esta plaza amorfa, desangelada, ahora abierta al mar, tras la demolición en 1995 del cine Roxy en cuya fachada quedó colgado durante años un ajado cartel de la Dolce Vita con la escultural imagen de Anita Ekberg. La plaza, casi vacía, es un gran estacionamiento de automóviles, con sus gigantescas grúas de la febril construcción. Hay muchos Beirut y ninguno ha podido guardar el espíritu de aquella ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental.

Antiguo corazón de Beirut, la plaza de los Mártires recuerda la ejecución de los nacionalistas árabes que se levantaron contra el sultán otomano en 1916. La guerra civil de 1975 volvió a teñirla de sangre. La paz regresó, pero la plaza ya no fue nunca más lo que había sido. Numerosos edificios históricos fueron demolidos. Le robaron el alma.

LA VANGUARDIA