Días de Siria

Llego de Beirut, ciudad en paz, desbordada de basuras que nadie recoge de su calles, a Damasco, en guerra, pero de limpio aspecto. La carretera entre ambas poblaciones tan cercanas pero de estilo de vida y de historia tan diferentes, está vacía. Esta es la carretera más vital para el régimen sirio porque es la única segura que une su territorio con el mundo exterior. Hacen obras en sus cunetas para instalar nuevos cables de la línea telefónica. “Fíjese -observa mi chófer-, aquí hay guerra pero también han colocado pantallas de radar para controlar la velocidad”.

A pocos kilómetros de la línea divisoria sobrevuelan aviones de combate sirios, y se oye el retumbar de sus bombardeos sobre la vecina localidad siria de Zamaran, donde el ejército con apoyo de los aguerridos milicianos de Hezbollah, está a punto de reconquistarla. En esta zona montañosa del Qalamun se libra desde hace meses una batalla estratégica contra los yihadistas. Pasa raudo el convoy de automóviles blindados de Misura, el enviado especial de la ONU en Siria, en su enésima visita a Damasco, en su imposible misión de conseguir algún compromiso parcial entre el gobierno y la oposición que sirviese para aliviar los sufrimientos de la población civil. Entre los carteles de propaganda del ejército y de alabanzas al Rais Asad y al secretario general de Hezbollah, jeque Nasrallah, hay colgados sorprendentes anuncios futuristas sobre la “Reconstrucción de Siria”.

Los habitantes de Damasco se han tenido que acostumbrar a la guerra -el frente está a sólo unos cuantos kilómetros del antiguo barrio cristiano de Bab Tuma-, a bombardeos y explosiones que a veces alcanzan lugares fuera de la periferia.

Por la carretera de la capital a Homs, todavía en los arrabales de la ciudad, distingo en el último piso de un alto edificio los fogonazos de los disparos de un francotirador apuntando al vecino frente a Jobar, donde los combatientes yihadistas se han fortificado. En este paraje de la carretera, a la salida de la ciudad, hay estacionamientos de autobuses y vehículos que se encaminan a Rakka, la “capital siria” del Califato del Daesh, y hacia otros territorios sometidos a la férula de las organizaciones fanáticas islámicas. La policía inspecciona los vehículos y escruta las cédulas de identidad y los equipajes de estos viajeros que se desplazan entre las zonas controladas por diversos combatientes.

La carretera de Homs que se prolonga hasta Alepo es la columna vertebral de la nación siria, muy despedazada, y que el régimen del Rais El Asad se esfuerza a toda costa por reunificar militarmente, aunque las divisiones desgarradoras ya sufridas no sean fáciles de borrar. Hay tramos de su calzada que se amplían. Por esta vía en la que, ya cerca de Homs, se inclinan los cipreses por la fuerza del viento procedente del litoral mediterráneo, circula la sangre de los sirios, de su economía, de su vida, que se extienden a través de carreteras secundarias hacia Lataquia, Tartus y las costas levantinas. La conquista del año pasado por el ejército de Homs, proclamada “la capital de la revolución”, fue una gran derrota para las fuerzas enemigas del régimen.

La guerra es muy difícil de describir, porque no excluye la paz. Siria tiene una extensión de 180.000 kilómetros cuadrados con una población de veinticuatro millones de habitantes. Las zonas de combates están delimitadas. Hay poblaciones que la sufren en sus carnes y otras que la viven con menos violencia. Siria tiene desde hace años una economía de mercado, en la que los sectores públicos, a excepción de la sanidad, de la enseñanza o del petróleo, han quedado reducidos. Las sanciones internacionales, la corrupción administrativa, multiplicada por diez en este tiempo, han agravado las penurias de su vida cotidiana. La escasez, por ejemplo, de gasolina es patente. Tuvimos que circular muchos kilómetros para poder llenar nuestro depósito de gasolina. “Sin embargo -como me decía un corresponsal extranjero de prensa residente en la capital-, la sabiduría del gobierno en administrar sus escasos recursos puede mantener servicios públicos esenciales como hospitales o escuelas, y un mínimo de ambiente de seguridad”.

En el Hotel Dame Rose, no sólo se cita la élite local, sino delegados internacionales, políticos del régimen y de la oposición, enviados de prensa extranjera. Es la gran ágora de la capital, a poca distancia del barrio de Abu Rumane, con las terrazas de sus restaurantes como el Tonino Lamborini o el Club d’Orient, o del teatro de la Ópera donde una orquesta con sus coros mixtos interpreta valses vieneses y arias de La Traviata. Como en todos los hoteles de las capitales árabes, la noche del jueves es la gran fiesta para los banquetes nupciales. En el de Damasco, el novio vestía de chaqué.

LA VANGUARDIA

Diario de Beirut