País de pocos palacios

De pocos palacios, de pocos castillos, y de poca arquitectura histórica de esplendor monumental: una carencia en la que raramente pensamos, pero que se nota, porque quiere decir que a lo largo de los siglos ha habido poco poder, de ese poder que se manifiesta en la piedra, sobre todo. Con algunos castillos bien mantenidos o bien reconstruidos (como los de Morella o de Montesa, por ejemplo: en el Reino de Castilla, pueden estar seguros, castillos así los mantendría el Estado en perfectas condiciones), con algunos monasterios medievales tiesos y habitables (no con ruinas medio rehechas como Valldigna), con algunas docenas de palacios como es debido, este país sería otra cosa. Una vez, en Santiago, paseando con amigos gallegos del gremio de la literatura o de la antropología, les dije: «Hay más piedra monumental acumulada en esta ciudad vuestra que en todo el País Valenciano junto». No se lo creyeron, pero es verdad. Sobre todo piedra de grandes monumentos, que es de la que aquí hemos tenido poca, o la hemos arrasado como buenos bárbaros del sur. Porque los antiguos bárbaros del norte, sajones, germanos, francos o escandinavos, hace ya muchos siglos que no practican la barbarie, y eso se nota en los paisajes, en los palacios pulidos en medio de los campos o dentro de las ciudades. Mientras que nosotros, apenas hace unas pocas décadas que empezamos a respetar nuestras propias piedras. También es cierto que ellos, quien sabe si porque por allí llueve más a menudo y hace más frío, han construido mucho más sólidamente que nosotros, al menos durante los últimos seis o siete siglos. De manera que uno viaja por las Europas de más allá del Pirineo, de la Toscana hasta Escocia, o de Bohemia a Normandía, de Burdeos hasta Cracovia, y lo tienen todo lleno de castillos en perfecto estado de conservación y de palacios y palacetes bien repintados y pulidos. O de châteaux como los franceses, que pueden ser las dos cosas a la vez. Todo lleno de palacios urbanos y de sus equivalentes rurales, ‘manor’, ‘villa’, ‘schloss’ o como se diga en cada lugar. Casi invariablemente bien mantenidos y pulcros, habitados o habitables. En el valle del Po, el valle del Loira, del Támesis o del Rin, en las ciudades, las llanuras y las montañas. Y esto quiere decir, entre otras cosas, que allí hubo una nobleza como Dios manda, una aristocracia con recursos abundantes, con la cabeza bien puesta, con ganas de vivir y dejar memoria en piedra y en pintura. Gente que hacía las cosas bien hechas, que sabían algo de arte y de arquitectura, y sobre todo que pagaba a quien sabía de ello. El resultado es que de todo esto queda una herencia, tan abundante y sobre todo tan esparcida que, pese a las guerras y las bombas, castillos y palacios se encuentra en todas partes. Del mismo modo que de los reyes, por ejemplo, queda una herencia en forma de parca o de museos.

Pues bien, los valencianos no tenemos, ni de lejos, esta hermosa abundancia de palacios o châteaux. Somos perfectamente pobres de palacios, y los pocos edificios que suelen recibir tal nombre son más bien modestos y rurales; y si son urbanos, como los palacetes más o menos góticos de Valencia, pueden ser más modestos todavía, con alguna muy rara excepción (el esplendor aparente del palacio de Dos Aguas, por ejemplo, es perfectamente falso y añadido). En realidad, tenemos muy poca arquitectura de gran volumen monumental: no ha sido esta la especialidad de los valencianos, y encima tuvimos el humor de arrasar, entre el siglo XIX y el siglo XX, una gran parte de los monasterios y conventos del país, que ahora serían tan aprovechables como lugares históricos para visitar o para instalar bibliotecas, museos, y esas cosas que interesaban tan poco a nuestros gobernantes. Ningún rey construyó aquí nada que valiera la pena (nuestros reyes propios eran pobres, y después ya no eran propios, eran castellanos, y sólo construían allí), y nuestros grandes nobles históricos ni eran tan grandes ni gastaron en piedras sus escasos recursos. Los grandes linajes perdidos no nos dejaron, tal como era su obligación, palacios donde se pueda sentir de verdad el aire de una nobleza poderosa y refinada. O quizás no eran ni tan poderosos ni tan refinados. Después, sus sucesores, organismos del Estado, ayuntamientos, ignorantes y caciques de cualquier signo, han terminado el trabajo: el abandono, la piqueta, el solar, la miseria cívica. No nos ha ido muy bien, a los valencianos, como protagonistas de nuestra propia historia. Tal vez, también, por la falta de lo que la abundancia de palacios pudo significar.

EL TEMPS