Alemania: el peso de la historia

Somos personas porque tenemos memoria. La condensación de la memoria es la experiencia, que contribuye a determinar nuestro destino para bien y para mal, brindándonos pautas de actuación y perfilando querencias y rechazos. Del mismo modo, la historia es la memoria de los pueblos, hasta el punto de que sólo si la preservan son naciones. Por consiguiente, el futuro de una nación viene marcado siempre, en alguna medida, por su historia. Así, hay una línea de continuidad que persiste en ciertas políticas nacionales y en muchas actitudes colectivas, prevaleciendo por encima de cambios socioeconómicos e, incluso, de regímenes, políticos.

Este es el caso de Alemania, desde 1871, cuando la creación de un podio territorial enteramente nuevo -el imperio alemán- destruyó el equilibrio europeo existente entre Gran Bretaña y Francia. En tres breves guerras, el Reino de Prusia -pilotado con talento y falta de escrúpulos por Bismarck- arrebató el ducado de Schleswig a Dinamarca (1864), expulsó al imperio de los Habsburgo de la Federación Alemana (1866) y conquistó Alsacia y parte de Lorena a Francia (1870). Estas tres guerras despertaron temor y recelo frente a la nueva Alemania. No obstante, Bismarck era muy consciente del riesgo que representaba para Alemania la inquietud de sus vecinos. Por ello, se reconcilió con Austria, dándole apoyo diplomático (en los Balcanes) y económico; apaciguó a los rusos creando la Liga de los Tres Emperadores (Alemania, Austria y Rusia), y alentó el colonialismo francés en África y en el Sudeste Asiático.

Con el ascenso al trono de Guillermo II, cesó esta política de apaciguamiento formal. Bismarck fue destituido y el emperador tomó las riendas de la política exterior. Sebastian Haffner ha descrito bien el cambio: “Las relaciones de paz mantenidas en el siglo XIX (podían) resumirse en una sola frase: dentro de Europa reinaba el equilibrio y fuera de Europa reinaba Inglaterra. Bismarck nunca quiso dinamitar este sistema, tan sólo intentó integrar en él un imperio alemán unificado y poderoso, cosa que consiguió. Sus sucesores quisieron reventar el sistema y sustituirlo por otro de modo que, en el futuro, la divisa rezase: fuera de Europa reina el equilibrio y dentro de Europa reina Alemania”. En esta actitud se halla una de las causas principales -no la única- de la I Guerra Mundial: la conquista por Alemania de la hegemonía europea. Y, tan sólo veintiún años después, Alemania repitió el envite por idéntica razón provocando la II Guerra Mundial, que terminó también con su derrota y, esta vez, con su división.

Kissinger sostiene -en su libro Diplomacia-, a la vista de estos antecedentes, que “una Alemania fuerte y unida en el centro del continente, practicando una política puramente nacional, había demostrado ser incompatible con la paz de Europa”. No es extraño por ello -añade- que el canciller Adenauer se esforzase, después de la Segunda Guerra Mundial, “por superar las turbulentas pasiones de Alemania y por dar a su país, con su historia de extremismo y su inclinación por lo romántico, una reputación de fiabilidad”. El instrumento elegido para esta rehabilitación de Alemania fue, aparte de su división en dos estados (República Federal y República Democrática), el ingreso de la República Federal en la Comunidad Europea (CE). Karl Jaspers lo expresó claramente en una carta a Hannah Arendt: “(Nuestro) destino es hoy que Alemania sólo puede existir dentro de una Europa unida, que el resurgimiento de su antigua gloria sólo puede llegar a través de la unificación de Europa, (aunque) el demonio con el que tendremos que sellar nuestro pacto es la egoísta y burguesa sociedad francesa”.

La CE quedó -hasta el desplome del sistema soviético y la reunificación alemana- bajo la efectiva dirección colegiada franco-alemana. Pero, una vez reunificada, la capacidad decisoria se ha desplazado inexorablemente a Alemania, mayor y más rica que Francia. Como dice Ulrich Beck, “Europa se ha hecho alemana. (…) Alemania, como potencia económica ha ido a parar a la posición de potencia política europea que toma las decisiones”. En esta tesitura, hay que recordar dos hechos: que Alemania mira más hacia el este: baja por el Danubio y se proyecta a través de Polonia hacia Rusia, con la que mantiene una relación de amor-odio; y que muchos alemanes se preguntan hoy qué interés tienen ellos por profundizar en la UE, cuando lo que les interesaba (una moneda y una zona de libre comercio bajo su control) ya existe. En consecuencia, ¿tiene Alemania interés por ejercer el liderazgo europeo, hoy más necesario que nunca? Cabe dudarlo, habida cuenta además de la forma como lo ejerce, que, por otra parte, es la suya de siempre: un punto de arrogancia y cierta tendencia a dar lecciones.

Pocas cosas hay más peligrosas que una gran nación que persigue su propio interés con el mensaje de que le está haciendo un favor a la humanidad.

LA VANGUARDIA

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