Antifranquistas

El 23 de febrero de 1997 apareció, en la edición valenciana del diario El País, una entrevista a Raimon, muy sustanciosa, a partir de la cual vale la pena, ahora mismo, recuperar algunos complementos y comentarios. Afirmaba el cantante poeta, futuro Premio de Honor de las Letras Catalanas: «Ya no me siento parte de casi nada», y daba la sensación de que tenía buenas razones para cantar su particular «Goodbye to all that», como Robert Graves, y luego retirarse a una casa frente al mar. Hace muchos años de aquella entrevista, y un activista enérgico como Raimon ya podía sentirse despegado de todo. Por cierto, entonces, como ahora, ya nadie quería recordar la fecha del 23 de febrero, de memoria remota y casi inexistente. Ya nadie quería recordar el susto de unos pocos y la pasividad de la gran mayoría, aunque una buena parte de los que en 1997 ya mandaban -y luego han mandado tantos años, y todavía mandan- estaban dispuestos, con una parte del su corazón o con todo él entero, a aplaudir a los golpistas que estuvieron a punto de mandar. Incluso con titulares de periódico preparados a favor de los generales y de los tanques, como en Valencia.

Esto es lo que hubo, un 23 de febrero, y parece que no hubo nada. Pero hasta el final de la dictadura, en el País Valenciano tampoco hubo gran cosa como oposición organizada y efectiva. Le dice el entrevistador a Raimon: «Después de 20 años de democracia, quizá la actual situación valenciana sea una de las menos previstas por el antifranquismo». (¡Hubiera sido demasiado triste, en la década de los 70, prever cómo debía terminar la de los 90!). Y contesta Raimon: «El antifranquismo siempre fue muy minoritario». Y más: «Mire si fue minoritario, que en septiembre de 1975, días, ¡días!, antes de morirse Franco, fusilaron a cinco personas en España y no hubo una sola manifestación de protesta merecedora de tal nombre, excepto, quizás, en el País Vasco. ¿Antifranquismo? ¿Qué antifranquismo? No me extraña que así se hiciera la transición que se hizo». Queda muy feo recordar que el régimen nunca cayó, que nunca lo tiramos («L’estaca «de Llach era, y es, una alegre fantasía), que nunca salimos masivamente a la calle días y días, como sí hicieron en Bucarest, en Praga, en Berlín Este, o Varsovia. La de aquí era una dictadura diferente, pero nunca hubo 10 millones de trabajadores en un sindicato ilegal como Solidarnosc, ni rezando rosarios ni sin rezarlos. Nunca hicimos la revolución de terciopelo, ni la de esparto, ni llevamos a un escritor como Havel a la presidencia. Nunca hicimos casi nada que fuera masivo, un pueblo entero alzado contra la dictadura, ni cosas de este estilo. Quienes hicieron (o hicimos) algo eran pocos, y después el estado de las cosas y las cosas del Estado pedían negociar la continuidad subyacente: se negoció todo, y aquí paz y poca gloria.

Como debía de ser. No sé cuántos lectores deben recordar que el 14 diciembre de 1966, nueve años antes de producirse el «hecho sucesorio», tuvo lugar el referéndum sobre la llamada Ley Orgánica del Estado, que aseguraba la sucesión y la continuidad del régimen. Casi todo el mundo fue a votar, bastante obligados, como es natural, sobre todo los que, como yo mismo, eran funcionarios públicos. Ante las urnas se podía votar en blanco, o incluso, lo más emocionante, se podía votar «No»: física y legalmente, se podía hacer. En mi colegio electoral, en Castelló, mi compañera y yo hicimos cola, llegamos ante la mesa, y pedimos una papeleta con el «No». No tenían, evidentemente, pero debían de tener, pusieron muy mala cara, y tuvieron que enviar a alguien a buscarla.

Pues bien, la gente que esperaba en el local, votantes normales y corrientes, cuando vieron lo que pasaba nos miraron con recelo y se apartaron de nosotros como si tuviéramos la peste. Al día siguiente, el presidente de otra mesa, que era compañero mío en el Instituto, me explicó, con la cara radiante, que no habían tenido necesidad de hacer trampa para cumplir las consignas recibidas: su 97% de «Si», y el resto en blanco, no era un resultado hinchado, era perfectamente real. Y nadie les había pedido un «No». Este era, y ustedes dispensan, el antifranquismo popular. Entonces, Raimon recuerda que el valencianismo político fue tan minoritario como el antifranquismo activo, y por lo tanto concluye: «Para mí no ha sido ninguna sorpresa todo lo que ha pasado. Ni siquiera que hayan llegado a la cabronada analfabeta de discutir la unidad de la lengua». Pues sí: en 1997 ya habían pasado algunas cosas, y aún tenían que pasar más. En otro tiempo, cuando teníamos que haber sido muchos más, fuimos demasiado pocos los valencianos dispuestos a hacer algo por la libertad (y no sólo a esperar que llegara), demasiado pocos los demócratas activos, no pasivos, y demasiado pocos los políticos de izquierda -los socialistas- con más amor al país que al poder y al partido. Y a todos se los llevó el viento. Pasados unos años de paréntesis, volvieron los de siempre, los del tiempo del referéndum de 1966, y sus hermanos pequeños, sus otros hijos descendientes, y sus amigos. Y todavía esperamos a que se acabe.

EL TEMPS