El Estado más joven del mundo se enfrenta al fracaso

Hace sólo tres años, Sudán del Sur celebraba la independencia de Sudán. Ahora, sin embargo, una guerra civil destruye el joven Estado entre informes de crímenes de guerra y limpieza étnica. En el corazón del conflicto está el petróleo y la corrupción

Los más afortunados consiguen llegar a la sala de cuarentena. Estirados en camillas bajo una lona y con cubos para el vómito al borde, aquí al menos reciben líquidos y antibióticos por vía intravenosa. Los que se arrastran hasta la sala de emergencias del Hospital Universitario de Juba, el centro médico más grande de la ciudad, tienen que esperar días para recibir tratamiento, acurrucados e ignorados en el suelo de hormigón junto a pilas de basura infestadas de moscas y charcos putrefactos de aguas residuales.

«Cada día aparecen nuevos casos de cólera», explica Isaac Gawar, un médico joven. «La gente se infecta por consumir alimentos contaminados o agua séptica». El sudor le corre por la cara. «Ya hemos visto 655 casos y apenas los podemos tratar todos. Ya han muerto 15 personas».

El hospital está tan deteriorado como el resto del país. Ya no queda nada de la euforia que se apoderó de Sudán del Sur hace tres años, cuando se independizó el 9 de julio de 2011. Ese día, decenas de miles de personas celebraron la nueva libertad del país con la esperanza de que un futuro mejor estaba por llegar.

La independencia se logró tras una guerra de secesión que duró décadas. En enero de 2011 se celebró un referéndum en el que el 99 por ciento de la población cristiana votó por la independencia de Sudán musulmán. La paz, sin embargo, no duró mucho, y una nueva guerra civil estalló en diciembre de 2013 Se cree que más de 10.000 personas han muerto desde entonces. Aparte de esto, más de 1,3 millones de personas han sido desplazadas, según estimaciones de las Naciones Unidas, y 4 millones más se enfrentan a la inanición.

La tragedia es el resultado del conflicto entre los dos políticos más importantes del país. Dos políticos que, de hecho, trabajaron conjuntamente para garantizar la independencia de Sudán del Sur: el presidente Salva Kiir y el vicepresidente Riek Machar. Cada uno representa a uno de los principales grupos étnicos en el país, los dinka y los nuer, respectivamente, y su discordia ya estuvo marcada por la rivalidad étnica desde el comienzo. Está en juego el acceso al petróleo, el recurso más valioso del país.

En julio pasado Kiir despidió a todo su gabinete incluyendo a Machar, lo que provocó meses de tensiones. El 15 de diciembre, estas tensiones desembocaron en el combate armado. Kiir acusa a su adversario de hacer planes para derrocarlo, acusaciones que Machar niega. El enfrentamiento estalló cuando varias divisiones del ejército desertaron para unirse a los rebeldes y comenzaron a luchar contra el ejército de Sudán del Sur.

 

Muertos en las calles.

Desde entonces, varios pueblos han sido arrasados y ciudades grandes como Malakal han convertido en pueblos fantasma. Las organizaciones por los derechos humanos han acusado a ambos bandos de cometer crímenes de guerra. A mediados de abril, los rebeldes perpetraron una masacre en Bentiu con testigos oculares que hablan de cientos de muertos y cadáveres extendidos por las calles.

En la zona de combate, la situación empeora día a día. Este año, los agricultores de la región no han podido labrar debido a la violencia y la cosecha ha sido escasa. Además, como que la temporada de lluvias comenzó en mayo, buena parte de la población que pasa hambre no es accesible a través de los caminos fangosos de la región y se les deben proporcionar los alimentos por vía aérea.

En el Hospital Pediátrico al-Sabah de Juba, el único del país, 20 bebés y niños con vientres hinchados y extremidades esqueléticas reciben tratamiento con nutrientes. Con las costillas claramente marcadas a través de la piel fina como el papel, lloran en silencio, demasiado débiles para gritar.

La madre de una niña de nueve meses relata cómo su marido fue asesinado por los rebeldes y la mitad de su pueblo aniquilado. Logró sobrevivir los 600 kilómetros que separan Malakal de Juba; su hija es poco más que piel y huesos y tiene la cara demacrada como la de una anciana.

En los tres años transcurridos desde la independencia, el Ministerio de Salud del país ni siquiera ha conseguido renovar los pocos hospitales de Juba. Un día después de aceptar una entrevista con Der Spiegel, el ministro volvió a cancelarla. «No se encuentra muy bien», dijo una de sus secretarías desde detrás de un escritorio enorme en su oficina vacía. Ella y sus compañeros no parece que tengan mucho trabajo y que pasen buena parte del día simplemente esperando a que se haga de noche.

Hay unos 200.000 funcionarios que trabajan en diversos ministerios y organismos de Sudán del Sur. Muchos de ellos son excombatientes de la independencia que necesitaban trabajo cuando se terminaron las guerras de secesión. Pero no parece que tengan mucha idea de cómo establecer un Estado moderno que funcione.

 

Resultados pobres.

Juba, una extensión polvorienta de casas con una población de 500.000 habitantes, se ha transformado en los últimos años hasta convertirse en una especie de capital mundial de la industria benéfica. Actualmente, unas 200 organizaciones de desarrollo están activas. Algunas están financiadas por Estados, otras son de carácter religioso y algunas, privadas. Además, varias agencias de la ONU también se han establecido allí. Como hay tantas, la ciudad ha introducido matrículas especiales para los vehículos de las organizaciones no gubernamentales.

En los últimos tres años es probable que ningún otro país del mundo no haya recibido tanta ayuda per cápita como Sudán del Sur. Sólo el primer año, el país recibió 1,4 mil millones de dólares. «Si los comparamos con los esfuerzos, los resultados han sido pobres», comenta un diplomático de la UE. Explica que gran parte del dinero de la ayuda se han quedado en Juba, y es que parece que el Gobierno tiene poco control sobre el resto del país.

Los obstáculos a los que debía hacer frente el Sudán del Sur eran muchos desde el principio. Se calcula que del total de población, 10 millones de personas, más de las tres cuartas partes son analfabetas, casi un tercio está crónicamente desnutrida y sólo el 1 por ciento tiene acceso a electricidad. La tasa de mortalidad materna es la más alta del mundo. En el ‘Fragile States Index’ más reciente, publicado la semana pasada, Sudán del Sur se encontraba en la posición más elevada, por delante incluso de Somalia.

Sin embargo, Sudán del Sur podría ser, potencialmente, un país rico. Se asienta sobre grandes reservas de petróleo y tiene minerales valiosos, madera dura tropical y tierras fértiles que en teoría podrían producir suficiente comida para alimentar media África. Antes del estallido de violencia, los pozos de petróleo del país producían 350.000 barriles cada día, un total que ahora se ha reducido a 160.000 a causa de los combates. El Gobierno recibe 68 dólares por barril, lo que resulta en ingresos de unos 4 mil millones de dólares para el año fiscal en curso. Pero el dinero se ha evaporado. Incluso antes de 2011, una auditoría confidencial reveló que miles de millones de petrodólares de Sudán del Sur se estaban redirigiendo a cuentas bancarias de Ginebra. Después de la independencia, la cantidad malversada se cuadruplicó.

En junio de 2012, el presidente Salva Kiir envió una carta a 75 altos funcionarios exigiendo que reembolsaran al Estado los ingresos del petróleo robados. «Nos hemos olvidado de por qué luchamos y hemos empezado enriquecernos a costa de nuestro pueblo», escribió el autocrático jefe de Estado. Él y su gabinete a menudo hablan públicamente de transparencia, buen gobierno y lucha contra la corrupción. «La democracia está en nuestra sangre», explicó Kiir. Sabe lo que quieren oír las naciones donantes occidentales.

 

La lucha continúa.

En las últimas semanas, el Gobierno se ha encargado de hacer los preparativos para celebrar el tercer aniversario de Sudán del Sur. Se han erigido carteles enormes: «La lucha continúa. Nuestra misión aún no ha terminado». Los desplazados por los recientes estallidos de violencia, como John Kom Yak, encontramos estos carteles insultantes. Junto con su familia, este hombre de 47 años huyó a Tomping, un campamento en las afueras de Juba que está protegido por la Misión de las Naciones Unidas en Sudán del Sur, también llamada UNMISS. La misión de paz pronto se ampliará para incluir 12.500 soldados; su mandato fue prorrogado en seis meses a finales de mayo.

Se deberán quedar mucho más tiempo, dice Yak, un hombre nuer alto con cicatrices decorativas en la frente. Sentado a la sombra de una acacia juega al dominó con un par de hombres. Se detienen para mostrar fotos de su teléfono móvil de las atrocidades cometidas en su pueblo. «Eso es lo que hicieron los soldados del gobierno, aquellos malditos dinka», explica Yak. Varios miembros de su familia murieron durante el combate.

Después de la independencia, Yak se unió a las fuerzas de policía de su pueblo y ganaba lo suficiente para mantener a los 11 miembros de su familia. Ahora ya no tiene nada más excepto la ropa que lleva puesta, su uniforme y algunos recuerdos. «Nos sentimos como prisioneros, pero nos tenemos que quedar aquí. Si dejamos el campamento, seremos masacrados por los dinka», explica. La identificación tribal se ha vuelto mucho más fuerte que el patriotismo, dice Yak. «La construcción de una nación sólo era un espejismo».

Unos 20.000 desplazados han encontrado refugio en el campamento Tomping. Viven en barracas y duermen en colchones húmedos; sólo hay una letrina por cada 65 residentes del campamento. Cuando van a buscar agua al camión cisterna, se hunden hasta los tobillos en el barro.

Muchos de los refugiados han perdido toda esperanza de una paz estable. Tampoco creen mucho en el acuerdo que el presidente Kiir y el líder rebelde Machar firmaron el 10 de junio. Después de todo, los dos alto el fuego anteriores, firmados en enero y en mayo, se rompieron en cuestión de días.

 

Un enemigo menos.

Esta vez, sin embargo, los estados vecinos han amenazado con sanciones si no se mantiene el acuerdo más reciente, que hace un llamamiento a un gobierno conjunto y provisional que se formará en los próximos 60 días en un esfuerzo por evitar el colapso total.

«Estableceremos la paz y la prosperidad», dice David Yau Yau, un miembro de la etnia murle. Yau Yau, que había sido estudiante de teología, se convirtió en uno de los señores de la guerra más notorios del país. Tras perder unas elecciones consiguió reunir un grupo de rebeldes y comenzó a aterrorizar a la población en el Estado de Jonglei. «Somos, en parte, responsables de todos estos eventos». Admite Yau Yau. «Pero ahora queremos la reconciliación». Los acontecimientos a que hace referencia incluyen asesinatos, violaciones, esclavitud infantil y limpieza étnica.

Las verdaderas raíces de la crisis son la discriminación sistemática de su región, explica Yau Yau. No hay carreteras asfaltadas, ni escuelas ni hospitales. Yau Yau exige que su región reciba una parte justa de los ingresos petroleros y quiere administrar el condado de Pibor él mismo. Recientemente viajó a la capital con una delegación de 10 miembros para negociar los detalles y fue invitado a una cena ofrecida por el jefe del Estado, Salva Kiir.

Hace apenas unos meses, un viaje así podría haber acabado en muerte. De hecho, Yau Yau ya ha sobrevivido a un intento de asesinato. Él era uno de los grandes enemigos del presidente, porque sus combatientes luchaban contra las tropas del Gobierno y mataban o expulsaban a los dinka y a los nuer de la región que controlaba. Más recientemente, sin embargo, el señor de la guerra se ha convertido en un aliado del presidente. De hecho, Kiir incluso le ha nombrado general y quiere integrar a sus combatientes en el ejército regular. La lista de adversarios del presidente se ha vuelto más corta.

 

Bartholomäus Grill

Der Spiegel | ElTemps 1573

©Der Spiegel
Traducció de Paula Arnas Antolín