La Vía Báltica hizo ganar la Revolución Cantada

La gran cadena humana de 1989 entre Vilnius, Riga y Tallin, la Vía Báltica, que hoy cumple 24 años, fue un hito en la recuperación de la independencia de Lituania, Letonia y Estonia. Tan potente que no pocos libros de historia han acabado ignorando el nombre con que aquellos países bautizaron su revuelta: la Revolución Cantada. La idea la promovieron los activistas que entre 1987 y 1991 -años culminantes de la perestroika- montaron conciertos en los que se coreaban canciones populares olvidadas o himnos prohibidos mezclándolos con un repertorio de rock, ahora más duro ahora más blando, inspirado en Metallica, Supertramp, Dire Straits, AC/DC e Iron Maiden.

 

Tras los conciertos -unos bien organizados y otros improvisados- se movía y se movilizaba una sociedad civil dispuesta a aprovechar la descomposición de la URSS para frenar la rusificación impuesta desde 1945 y recuperar las independencias arrebatadas por el pacto de Stalin y Hitler. A los activistas había localizarlos entre lo que, aún ahora, en el mundo postsoviético, se conoce como la intelligentsia. Gente con formación -miembros de uniones de escritores, músicos o artistas- y comprometida con los derechos humanos. Los que desde 1975 desafiaban el poder soviético y osaban acogerse a la Carta de Helsinki, firmada y publicada a regañadientes por el Kremlin en 1975.

 

Las reformas democráticas de Gorbachov entre 1987 y 1988, especialmente la glasnost (transparencia informativa), hicieron surgir en el Báltico cientos de los llamados grupos informales de discusión y debate. Núcleos cívicos que irían coordinándose hasta crear un ente organizativo, el frente popular, al que acabarían sumándose los sectores más reformistas e inteligentes del Partido Comunista, conscientes de que estaban ante una sacudida histórica imparable.

 

Frente Popular en Letonia y en Estonia, y Sajudis (movimiento) en Lituania. Los tres incubaron la hornada de nuevos líderes sociales y políticos -una mezcla de nacionalistas, liberales y socialdemócratas- que aprovecharon las elecciones de marzo de 1989, las primeras que se celebraban en la URSS con pluralidad de candidatos desde el 1917, para ocupar un puñado de escaños en el Congreso soviético.

 

 

Una movilización que crea líderes

 

A diferencia de lo ocurrido en nuestra casa, en el caso báltico la sociedad civil no se ve obligada a empujar a la clase política porque es precisamente la movilización social la que genera liderazgos. De la fuerza báltica representada en Moscú emerge nombres como Egdar Savisaar, Vytautas Landsbergis, Algirdas Brazauskas e Ivars Godmanis. Llegarían a presidir gobiernos, pero antes organizaron la Vía Báltica de aquel 23 de agosto de 1989. Y, al cabo de unos meses, en marzo de 1990, conseguirían mayorías más que absolutas en las elecciones legislativas de las tres repúblicas.

 

Inmediatamente los Parlamentos autónomos hicieron declaraciones de soberanía, proclamándose sujeto jurídico y político, y poniendo fecha a los referendos de autodeterminación: Lituania lo haría el 9 de febrero de 1991 y Letonia y Estonia el 3 de marzo del mismo año. Unas semanas antes -a partir del 13 de enero del 1991- paracaidistas y blindados soviéticos que actuaban al margen del mando de Gorbachov intentaron restañar el proceso ocupando la televisión autónoma lituana y el departamento del Interior letón, con un balance de catorce activistas civiles muertos.

 

La falida intervención militar no aplazó las consultas, en las que el sí ganó con un 76% en Lituania, un 74% en Letonia y un 78% en Estonia. El recuento ponía fin a los cuatro años de la Revolución Cantada. Al cabo de seis meses, en agosto de 1991, fracasado el golpe de estado militar contra Gorbachov, las tres Repúblicas bálticas hacían declaraciones unilaterales de independencia acogiéndose a leyes internacionales. Tres meses después la URSS dejaba de existir.

 

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