A lo lejos de lo lejos, la memoria

Entre el 20 y el 27 de abril pasado se celebró en Barcelona el Foro Internacional de Cultura Mirando Hacia el Futuro. Para preparar la intervención que se me pidió sobre la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias, pregunté a mis alumnos si esta guerra formaba parte de sus recuerdos familiares. La veintena larga de alumnos presentes ese día en clase me dijeron que no: que la Segunda Guerra Mundial no era de ningún modo motivo de conversación entre sus familiares, a diferencia de lo que ocurría con la Guerra Civil española. Cómo es posible que esto sea así si desde la invasión alemana de Polonia, el 1 de septiembre de 1939, y el 8 de mayo de 1945, que es cuando terminó en Europa (la semana pasada hizo sesenta y ocho años), el balance de víctimas fue realmente trágico. Cuando insistí sobre qué sabían de esta gran tragedia mundial, me recitaron un montón de títulos de películas de Hollywood, de innegable calidad, pero nada más. Un par de alumnos reconocieron que algunos parientes suyos formaban parte de la División Azul, la unidad militar española de voluntarios que sirvió en el ejército alemán entre 1941 y 1943, principalmente en el frente oriental contra la Unión Soviética. Sin embargo, estos parientes suyos tampoco hablaban mucho. Me quedé asombrado, porque 60 millones de muertos, 11 millones de desplazados y 6 millones de judíos asesinados, no deberían olvidarse tan fácilmente, sobre todo entre los estudiantes de historia. En toda Europa la Segunda Guerra Mundial sigue muy presente en la memoria de buena parte de los ciudadanos. Como también ocurre con los combatientes de la I Guerra Mundial, en diversos lugares es posible encontrar memoriales para conmemorar batallas o bien para honrar a los muertos, sin distinción de orígenes, con la intención de rehacer el consenso europeo y reparar las deudas con la historia .

 

Entonces pregunté a los alumnos si no encontraban extraño que en ninguna ciudad española o catalana se hubiera alzado nunca un monumento para recordar el Holocausto. Silencio. Treinta años de democracia no lo han hecho posible -les dije-, y, en cambio, sí han permitido que sea legal una fundación que exalta la División Azul aderezándola con simbología nazi. Mis alumnos se escandalizaron, naturalmente, pero no eran conscientes de ello. Para ir un poco más allá, les pregunté si recordaban lo que había pasado el 6 de agosto de 1945. Y me dijeron que no. De repente, sin embargo, uno de los chicos dijo: «Ah, sí, los estadounidenses lanzaron una bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima». No creo que ningún estudiante japonés de hoy en día -advertí al chico- no recuerde «vivamente» el ataque nuclear contra la ciudad situada en Honshu, la isla principal de Japón. Los jóvenes japoneses ya no pueden recordar el ruido ensordecedor que marcó el instante de aquella explosión ni el resplandor que iluminó el cielo. Sólo lo habrán visto en documentales, pero lo recuerdan por tradición. Como los de Nagasaki, la ciudad situada en una de las islas menores de Japón llamada Kyushu y que el 9 de agosto también fue devastada por una bomba nuclear. Aquello sí que fue definitivo. Cinco días después, los japoneses se rindieron incondicionalmente ante las fuerzas aliadas y terminaba la Segunda Guerra Mundial, que había comenzado justo cuando terminaba la sangrienta y incivil Guerra de España. Devastación y más devastación. Como Stalingrado, donde se libró la gran y decisiva batalla entre la Alemania nazi y la Unión Soviética por el control de la ciudad. Los combates duraron desde el 23 de agosto de 1942 al 2 de febrero de 1943 y provocaron más de dos millones de muertos. ¿Quién es capaz de vivir sin miedo, sin sobresaltos, y a veces sin rencor, después de haber visto rondar la muerte de cerca?

 

El franquismo, además de ser una dictadura pura y dura, se encargó de esconder o de tergiversar la historia, con una clara voluntad de universalizar la mentira, sobre su colaboración con los nazis. Y sus efectos habrá tenido si mis alumnos no sienten como propia la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. No ha sido hasta hace relativamente poco cuando hemos ido «descubriéndolo». A finales del año pasado, por ejemplo, apareció el libro ‘El franquismo, cómplice del holocausto’ (2012), del periodista Eduardo Martín de Pozuelo, que demuestra que la España franquista fue cómplice por acción y omisión del peor genocidio de la historia. Pero cosas como éstas no salen en los libros de texto españoles. Como tampoco se valora, más allá de mencionarla, la batalla de Stalingrado. El hecho de que la dictadura franquista no participara directamente en la Segunda Guerra Mundial ha preservado -desgraciadamente, hay que decirlo- a las jóvenes generaciones de esta memoria, digamos, «familiar».

 

Borrar la memoria de los efectos de la Guerra Civil no ha sido tan fácil. La razón es que cada familia catalana tiene una víctima, directa o indirecta, como consecuencia de aquella guerra. También es verdad que el intento de aniquilar nacionalmente Cataluña no es nada fácil de ocultar. En ‘El franquismo en guerra: de la destrucción de Checoslovaquia a la batalla de Stalingrado’ (2005), el profesor Francesc Vilanova explica que entre 1939 y 1943 la España del Caudillo soñó un futuro esplendoroso en el que sólo tres grandes imperios dominarían el espacio europeo: Alemania, Italia y España. Nombres como Manuel Aznar, Ignacio Agustí, Antonio Tovar y Dionisio Ridruejo; medios de comunicación como el ABC, La Vanguardia Española, Arriba, Solidaridad Nacional, y revistas como Destino y Mundo, remaban a favor de Franco. Apostaron por la nueva Europa que proponía, a sangre y fuego, Adolf Hitler. El desenlace de la Guerra Mundial, con la victoria de los aliados y el derrumbe del nazismo, no pusieron fin al franquismo. Por eso escuece la herida. La barbarie y la deshumanización no deberían olvidarse tan fácilmente como les ha pasado, desgraciadamente, a mis por otra parte esforzados alumnos.

 

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