La patria olímpica

No importa el deporte ni la práctica atlética, sólo importa que cada medalla hace más compacta la sustancia del estado nación

 

 

Es creencia general que estos espectaculares Juegos Olímpicos que se celebran cada cuatro años (y que ni son olímpicos ni son juegos) son signo de paz y de fraternidad universal, que sirven para anular las hostilidades reales o latentes entre los países y pueblos del mundo, etcétera, y otras suposiciones igualmente infantiles, fantasiosas, clásicas y recurrentes. Todo es, evidentemente, falso de completa falsedad. Los Juegos Olímpicos son, exactamente, la jerarquía política del planeta expresada por otros medios, son la guerra ideológica tibia (ni caliente ni fría: y en tiempos de guerra fría, se trataba sobre todo de saber si era superior en medallas la gran potencia socialista o la capitalista), son la diplomacia del prestigio a golpe de récords y de acumulación de oro, plata y bronce. Son puro nacionalismo exacerbado, llevado a extremos que, con un poco de perspectiva, aparecen perfectamente grotescos.

 

A mí, la perspectiva me la da el hecho de no estar representado por ninguna bandera, himno, o equipo nacional. Si fuera español de nación afectiva, español de fe como es normal y habitual en este Reino de España, encontraría perfecto que la televisión pública del Estado nación, la mía, se dedicara rigurosamente a la práctica patriótica (tal como deben hacer, obviamente, las televisiones de otros países), y a llenar nueve minutos y medio de cada diez con los atletas nacionales, tengan mucho éxito o poco. Es natural: los juegos están hechos para eso, para la gloria de las naciones que desfilan el primer día por el estadio, para la emoción patriótica de los compatriotas del campeón cuando sube la bandera y suena el himno, caen las lagrimitas, se aceleran los corazones. Cada país, si se lo puede pagar (o sin podérselo pagar, porque el honor nacional no tiene precio), dedica recursos, personal especial, instalaciones, tiempo y esfuerzo, con el fin de ver subir la propia bandera y escuchar su himno cuando llega el gran día. Es España, Francia, China o Turquía quien gana o no gana, quien queda más alta o más baja en el escalafón de las medallas, que aumenta o disminuye en honor y en prestigio: los Juegos Olímpicos no son la gran expresión de la comunidad humana, son la gran explosión de las patrias y de las naciones, es decir de los estados con himno y con bandera. El resto, cuenta muy poco.

 

Probablemente, en el año 776 aC, cuando según la antigua tradición se celebraron las primeras competiciones en honor del Zeus de Olimpia, los griegos tenían ya ese amor encendido a la polis que luego mostraron con tanta profusión. Los griegos, en condiciones normales, eran patriotas de la propia ciudad: la polis, es decir el Estado, era la ‘Patrís’ de los ciudadanos, y sólo en situaciones extremas -cuando les atacaban los persas, pongamos por caso- se consideraban un solo pueblo ante un enemigo exterior. De modo que esta es la tradición que hemos heredado, junto a la práctica de los juegos. Que si bien se mira no eran de ninguna manera «juegos», diversiones o pasatiempo, sino agones o competiciones: agonía es lucha (y de ahí el sentido de angustia o sufrimiento), y los verbos agoniao y agonízomai quieren decir combatir, enfrentarse, rivalizar. Nada de «jugar», por lo tanto: el atleta se esfuerza en ganar por el propio honor (de hecho, Athletes es un derivado de la palabra que significa lucha y premio), y también por el honor de la patria.

 

En tiempos de los clásicos, eso era algo relativamente modesto y familiar: los atletas ganaban la corona y el premio, el poeta de turno les dedicaba una oda que solía ser aburrida y retórica, y cuando regresaban a casa podían recibir algún homenaje oficial y popular. Los griegos, pues, inventaban las cosas, y nosotros, pasados los siglos, las deformamos, las hinchamos hasta el infinito, y nos hacemos la ilusión de que somos herederos de los antiguos inventos. Mirad qué pasa con el teatro: hasta qué extremos de exceso grotesco y pretencioso se pueden deformar modernamente las antiguas tragedias. Mirad el uso de la filosofía griega: Platón convertido en recetario banal, sustituto de las pastillas. Y, ahora que estamos, mirad las Olimpiadas. Se supone que los Juegos por excelencia deben ser sólo juegos, ejercicio de las virtudes morales aplicadas al cuerpo (esfuerzo, perseverancia, resistencia, y todo eso), o de las virtudes del cuerpo aplicadas con rigor moral. Se supone que los atletas son individuos excelentes para ellos mismos, competidores por el honor personal, y que su éxito es suyo y sólo suyo.

 

Tal y como hago cada cuatro años, he seguido de manera fragmentaria las transmisiones de los Juegos Olímpicos, sólo unos minutos cada día, lo suficiente para ver alguna carrera excepcional, algún salto prodigioso, algunos ejercicios extremos sobre tierra o en el agua: el cuerpo humano, y más si es un cuerpo joven, puede llegar a límites que rozan el milagro, y eso es digno de contemplar de vez en cuando. Ya sé que todo esto tiene una gran parte de circo, que los prodigios increíbles de unos pocos no demuestran gran cosa sobre las cualidades anatómicas o el nivel deportivo del país que representan. Por otra parte, que la velocidad sea negra y la gimnasia blanca, que los etíopes y los kenianos sean reyes de la larga distancia y los chinos del ping-pong, seguramente quiere decir algo, pero no sé qué: quizás alguna combinación entre naturaleza y cultura. Ya sé también que los juegos son mucho más que una ocasión deportiva y atlética: son el mayor espectáculo universal de masas, son la expresión política del país que los organiza, son un inmenso negocio profesional, son un escaparate llamativo con desfiles y fuegos artificiales, son una mentira colosal.

 

Y sin embargo, ver nadar, correr, saltar, jugar o contorsionarse, en este marco de altísima exigencia, es un placer para los ojos y para el alma. Lástima que la competición entera -lo de ir más lejos, más alto, más fuerte- sea también una competencia de vanidades nacionales, de naciones con bandera y con himno, explotada hasta extremos funestos de retórica y de emociones exaltadas como si se tratara de una carrera de honores compartidos o de guerra simbólica: o no «como si», porque se trata de eso. Y a ello, a la gloria y el honor nacionales, se dedican los organismos deportivos de cada Estado con sede en la ONU y ejército legal, por lo que las transmisiones olímpicas en las radios y las televisiones son tan brutalmente patrióticas y tan militantemente nacionalistas, en el peor sentido de la palabra. No importa el deporte ni la práctica atlética, sólo importa que cada medalla hace más compacta la sustancia del Estado nación, más profunda la emoción compartida de la patria común, que aquí, obviamente, es la patria española y no otra.

 

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