El siglo de las naciones, 1

Hace cien años, a principios de la segunda década del siglo XX, en plena efervescencia de movimientos nacionales de todo tipo (radicales o moderados, positivos o negativos, chovinistas o simplemente responsables, defensivos o agresivos …, que encontrarían una explosión brutal en la I Guerra Mundial, y una mala solución después), nadie podía prever qué forma tendría nuestro mundo, ni nuestra Europa, cuando hubieran pasado otros cien años. Ciertamente que tampoco nosotros, por mucha perspicacia metódica que pongamos, tampoco sabemos como estará organizado este mundo cuando haya pasado otro siglo: no sabemos, por ejemplo, por donde pasarán las fronteras de eso que ahora llamamos naciones, ni qué querrán decir estas fronteras. La historia no ha terminado, ni mucho menos, y según hacia dónde quiera dirigirse (hacia donde la dirigirán las sociedades humanas, los pueblos y sus dirigentes) consolidará unos pocos grandes estados, o muchísimos pequeños, o las dos cosas a la vez, y no es previsible tampoco cuál será el sentido y el poder de estos estados, unidos o desunidos. Sí creo, sin embargo, que casi todos ellos, o lo que quede, continuarán llamándose naciones .Y seguirán siendo vividos como patria de sus ciudadanos. Cualquiera que sea el sentido y contenido real de estas palabras, que no siempre será el mismo.

Hace un siglo y medio, o sólo un siglo, los intelectuales o políticos que en Europa elaboraban teorías sobre nacionalismos y naciones, ni en la fantasía más desbordada podían imaginar que la condición de nación que ellos promovían o simplemente observaban en el contexto de los pueblos «civilizados», debía extenderse hasta ser condición universal y como quien dice necesaria para toda la humanidad: que los africanos, pongamos por caso, pudieran organizarse en cuarenta o cincuenta naciones (cualquier cosa que ello signifique), era algo del todo impensable. La materia viene de lejos, por tanto, y las teorías y las imprevisiones también. No está claro si la nacionalidad es un producto de la intensa y exaltada educación nacional que propugnaba Rousseau, o si está implícita ya en el «hombre natural» de Herder -hombre feliz, sin estado-, o si una visión y la otra son variantes de una misma fantasía optimista y más o menos ilustrada, más o menos racionalista y más o menos romántica. Sí que es bastante claro, sin embargo, que tanto Rousseau como Herder mal podían prever que pocos años más tarde de sus escritos habría el inmenso trasiego de las guerras napoleónicas con todas sus consecuencias precisamente nacionales, y que el siglo siguiente a la Ilustración y a la revolución sería, para la mayor parte del territorio europeo, el de la división en grandes espacios imperiales consagrados en el Congreso de Viena, no en múltiples repúblicas libres, tal como el liberalismo ideológico habría debido producir.

Curiosamente, para los liberales ingleses o franceses de la primera mitad del siglo XIX, los imperios, o los grandes estados expansivos (y colonialistas) parecían una condición casi natural, y en todo caso no la imaginaban reversible a corto plazo: la libertad -la de «los pueblos», por ejemplo, como la de las clases subalternas- era un magnífico principio universal: a condición de no intentar ponerlo en práctica. Hay que recordar que quien hizo fuerza para poner en práctica un principio tan «liberal» como el de las nacionalidades, no fue un hombre de estado europeo sino norteamericano, y sólo después de que los imperios interiores de Europa (al menos los que eran reconocidos como tales) ya habían reventado por todas las costuras como resultado de la Gran Guerra y de las tensiones acumuladas. En un siglo, pues -el que va del Congreso de Viena a los tratados de Versalles-, habían cambiado muchas cosas, y la perspectiva dominante ya no era la del canciller austriaco Metternich, sino la del presidente estadounidense Wilson. Se había abierto camino el principio de que los pueblos, como tales pueblos, eran sujetos de derechos. No los príncipes soberanos, como cien años antes, sino los pueblos. Y sujetos de derechos políticos, en primer lugar. Ahora bien, aceptado el principio, el problema práctico y teórico era saber qué es un pueblo, qué hace que sea una nación o parte de un nación, qué lo define como tal, hasta dónde llega y cómo se delimita. Cosas que, cuando están claras, parecen clarísimas. Y cuando no están claras parecen inextricables.

 

El siglo de las naciones, 2

No faltaban «ideologías nacionales» ya antes de ese momento de brevísimo y cansado optimismo de 1920 y pocos años más. Eran, eso sí, teorías en general nacidas previamente para explicar o justificar un problema nacional con que tropezaba o se enfrentaba el autor de cada elaboración teórica: se trataba, pues, pongamos por caso, de la justificación británica del poder imperial civilizador, de fundamentar la unidad de Alemania, de promover la homogeneización cultural y lingüística de Francia, de exaltar el Risorgimento italiano, de explicar la posición de los socialistas vieneses o los demócratas checos en la política austríaca, o de la situación de los judíos integrados o perseguidos. Es inevitable: quien hace teoría desde una situación en la que él mismo se encuentra implicado, raramente lo hará sin querer aplicarla en primer lugar al caso que le preocupa.

A veces, sin embargo, la implicación es el primer obstáculo para una mínima objetividad distanciada en la observación de los hechos a explicar, y entonces la teoría se resiente en tanto que explicación, y tiene más valor de síntoma que de instrumento o de resultado de un análisis. Es cosa perfectamente documentada, por ejemplo, la larga serie de prácticas represivas, punitivas y humillantes con las que todos los gobiernos de Francia desde el tiempo de la Revolución (y desde antes, cuando podían) habían intentado «anéantir les patois», en palabras célebres del abad Grégoire. Pero esto -la imposición, la coerción a veces brutal- va en contra de la idea de armónica, espontánea y voluntaria unidad; y por eso Ernest Renan llega a escribir con perfecta inocencia: «Francia puede estar orgullosa de no haber intentado nunca obtener la unidad de la lengua con medidas coercitivas». Impresionante. Simplemente, ante la simplicidad de la fe o de la ideología, a menudo cuenta muy poco la complejidad de los hechos. Incluso cuando la ideología es presentada como ciencia, tal como hizo Otto Bauer, el gran teórico socialdemócrata de la cuestión nacional centroeuropea, con candidez impecable: «La ciencia ha abandonado, hasta ahora, el concepto de nación de manera casi exclusiva en manos de los líricos, los autores de folletines, los oradores de la asamblea popular, del parlamento, de la mesa de la cervecería. En una época de grandes luchas nacionales, apenas tenemos ahora los primeros enunciados para una teoría satisfactoria de la esencia de la nación. Y, con todo, necesitamos esta teoría. Sobre todos nosotros actúa, sin embargo, la ideología nacional, el romanticismo nacional». Palabras clarividentes y proféticas, que conservan todo su valor si las leemos un siglo más tarde.

Y ésta es la condición del mundo. Un mundo compuesto de naciones, «unidas» o separadas. El planeta tierra es una ONU, y no se ve cómo podrá ser otra cosa en el futuro previsible. Dicho de otro modo, o insistiendo en lo mismo, podemos hacer una segunda reflexión: En los inicios del siglo XXI, conceptos, cuestiones y conflictos tales como globalización, migraciones, poder de las multinacionales, nuevos integrismos, mezcla de culturas, etc ., que constituyen a menudo el marco donde encaja la actualidad informativa, no han producido ninguna nueva forma o modelo de vida colectiva sustitutorio de la «forma nacional» heredada de los siglos pasados. La nación es todavía, y será por mucho tiempo, el marco sustancial de las sociedades humanas.

Por lo tanto, pretender que conceptos como identidad, patriotismo, nacionalismo, etc. (A pesar de los abusos y aberraciones que, como todo concepto «sociológico», han podido producir en la historia reciente), son regresivos, superados y negativos, es negar la realidad de la historia inmediata, del presente, y casi ciertamente del futuro previsible . Hay que reforzar, pues, como ideología y como proyecto, un modelo de patriotismo-nacionalismo radicalmente democrático, garantía de heterogeneidades internas y componente ético de la ciudadanía. Un patriotismo civil, moral, y promotor de la responsabilidad sobre el propio país y pueblo, territorio y cultura, patrimonio, bienestar común y libertad. Porque patria y nación, patriotismo y nacionalismo, son términos y conceptos con tradición democrática y liberadora, y como tales deben ser mantenidos, depurados y aplicados a la acción política, civil y cultural. No se gana nada, al contrario, al dejar la explotación de estos conceptos en manos de ideologías reaccionarias, extremistas, intolerantes o chovinistas, y renunciando a su aprovechamiento como factores positivos, de cohesión y de solidaridad civil. No es una opinión, es un programa.

EL TEMPS