Del Burgo, relájese

JOSE MARI ESPARZA ZABALEGI

Noticias de Navarra

BREVEMENTE quiero acabar la polémica con Del Burgo, cubierto en su anterior artículo con piel de cordero demócrata y político sufridor. Lo de «pilar ideológico de la izquierda abertzale» me lo tomo como piropo exagerado, siempre que no me esté señalando a sus amigos de la patada nocturna en la puerta de casa. Peón de la izquierda vasca lo soy, a mucha honra. Ofensa (y hasta pecado) sería ser de la extrema derecha española, como usted.

Que Del Burgo «ha defendido en todo momento y ocasión los valores democráticos» es un sarcasmo. Usted viene del mero corazón del franquismo, del que mamó y disfrutó. Fue alto cargo en la administración de la dictadura, como su padre, y pasó a la «democracia» con toda la impunidad que la Transición española concedió al aparato franquista anterior. A usted la Declaración Universal de los Derechos Humanos le es tan ajena como las obras de Lenin.

Decir que se ha dedicado a «defender la libertad de Navarra y el derecho a decidir del pueblo navarro, sin imposiciones de nadie, sobre si debía o no pertenecer a Euskadi o Euskal Herria», es tener el rostro de mármol. Con el 28,59 de los votos de UCD, usted apartó a Navarra del distrito universitario y del preautonómico vasco, sin hacer caso a la mayoría de partidos, representantes del 59,04% de los votos navarros, que en 1977 le exigían lo contrario. Así empezó a decidir el pueblo navarro. Por no votar, ni el Amejoramiento se sometió a referéndum. Usted es el representante de la España negra en esta tierra y jamás permitirá que Navarra, libremente y en igualdad de condiciones (políticas y mediáticas), decida en referéndum qué relaciones desea tener con Euskal Herria y con España. A ello ha dedicado toda su vida, no venga ahora con cuentos.

Sigue lavando la cara a su pasado: decir que «Jaime del Burgo fue el primero en reconocer, todavía en tiempos de Franco la cifra de 678 fusilados navarros» sonaría a meritorio, si no supiéramos que, ya en 1992, en la monumental Historia General de Navarra que usted se encargó de editarle, seguía manteniendo esa ridícula cifra y desacreditaba la cifra de los casi 3.000 fusilados que, con nombres y apellidos, había recogido Altaffaylla. Y no venga ahora diciendo que no quiere «entrar en esa guerra de cifras, porque me parece una discusión estéril». Eso no puede decirlo un historiador. No hay una guerra de cifras: hay un número de asesinados navarros que es rigurosamente cierto y hay falsarios que todavía lo pretenden ocultar en voluminosas publicaciones.

Falsario. He ahí la palabra que mejor define su artículo y toda su biografía. No soy el único que le señala con el dedo. Hace ya mucho tiempo que la historiadora Mari Cruz Mina demostró sus documentos tergiversados sobre la Ley Paccionada, y más recientemente Santiago Leoné, sobre el famoso documento de 1549, en el que, para demostrar la adhesión de Navarra a España tras la conquista, leyó la palabra «spanidad» en lugar de «cristiandad», que evidentemente, no es lo mismo. Conquista, Ley Paccionada y Guerra Civil: tres pilares de la obra de Del Burgo y los tres trampeados.

Relájese y disfrute Jaime Ignacio: ha sido un político afortunado, ha servido fielmente a sus amos de Madrid, se jubilará con el riñón cubierto y ojalá muera plácidamente en una cama, como Franco. Eso sí: no pretenda colarse como honrado ciudadano, ni en el cielo, ni en la Historia de Navarra. Jaungoikoa ya se encargará de lo primero. De lo segundo nos encargaremos nosotros.

Con paciencia, pero sin resignación

JAIME IGNACIO DEL BURGO

Noticias de Navarra

NUNCA he respondido al insulto con el insulto. Y no lo voy a hacer en esta ocasión. Espero, no obstante, que no se considere desmesura que haga alusión al mundo tenebroso en el que se desenvuelve José Mari Esparza, pilar ideológico de la llamada izquierda abertzale que, como todo el mundo sabe y muchos padecen, hasta ahora ha dado cobertura política a la violencia terrorista de ETA. Digo esto por los exabruptos llenos de odio y de rencor que destila su diatriba panfletaria titulada Del Burgo, de verdugo a víctima. Resulta sarcástico que quien jamás ha condenado la violencia de ETA se erija en juez y pida el encarcelamiento de quien a lo largo de su dilatada vida política ha defendido, en todo momento y ocasión, los valores democráticos.

Estoy seguro de que mi vida política hubiera resultado bastante más placentera, si hubiera optado por el Nafarroa Euskadi da en vez de defender la libertad de Navarra y el derecho a decidir del pueblo navarro, sin imposiciones de nadie, sobre si debía o no pertenecer a Euskadi o Euskal Herria. Si hubiera abrazado la causa abertzale, nadie se me hubiera lanzado a la yugular ni hubiera mentado a mis antepasados, del mismo modo que nadie ha expulsado del paraíso nacionalista (tampoco del socialista) a los hijos y nietos de personas que se tocaron con la boina roja o la camisa azul durante la lucha fratricida.

Mi artículo era una réplica al publicado por Viçen Navarro sobre la Iglesia en la guerra civil. No tenía otro objeto que el de salir al paso de una serie falsedades que no resisten el juicio de la historia. Sólo una mente enfermiza o que lee con orejeras puede concluir que se trata de una apología de aquel trágico episodio de nuestra historia. Ni califiqué a la sublevación militar de cruzada, ni me referí -porque no venía a cuento en el contexto del artículo- de la infame represión que tuvo lugar en Navarra en los primeros meses de la guerra, por lo que mal he podido hacer desaparecer de la historia de un plumazo dos mil quinientos fusilados navarros. El único juicio de valor de mi artículo -que no retiro- es la calificación de genocidio que di al asesinato en el bando republicano de cerca de diez mil sacerdotes, religiosos y religiosas (por cierto, entre ellos 150 navarros), porque respondió a un plan de exterminio sistemático de la Iglesia católica llevado a cabo por las milicias de la izquierda republicana.

Sobre la guerra civil dejé claramente expuesto mi pensamiento desde el inicio de mi actividad política. Esto es lo que dije en mi primer acto político celebrado en febrero de 1976: «Para que la democracia en España sea factible es preciso restañar definitivamente las heridas de la guerra civil. Yo tengo un profundo respeto hacia cuantos de buena fe en uno u otro bando creyeron luchar por un futuro mejor. Pero a la vista de los horrores de aquella lucha entre hermanos el corazón se estremece y sólo quisiera que esa triste página de nuestra historia nunca hubiera tenido lugar». Pocos meses después pude apoyar con mi voto en las Cortes constituyentes la Ley de Amnistía, imbuida de un espíritu de sincera reconciliación y que quiso poner punto final a un periodo negro de nuestra historia del que ningún español puede sentirse orgulloso.

Pues bien, en ningún momento he cambiado de forma de pensar. El 20 de noviembre del año 2002, como presidente de la Comisión Constitucional del Congreso, me correspondió el honor de redactar e impulsar una moción sobre la guerra civil que mereció la unánime aprobación de los diputados de todo el arco parlamentario. En ella se declaraba que «nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad» y se reafirmaba «el deber de nuestra sociedad democrática de proceder al reconocimiento de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la guerra civil española así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura». El Congreso reiteraba «que resulta conveniente para nuestra convivencia democrática mantener el espíritu de concordia y de reconciliación que presidió la Constitución de 1978 y que facilitó el tránsito pacífico de la dictadura a la democracia».

Más aún. En la introducción al libro de Félix Maíz Mola frente a Franco, que constituye un ensayo sobre la España de la guerra civil, escribí: «Los historiadores discrepan sobre el número de víctimas. Jaime del Burgo fue el primero en reconocer, todavía en tiempos de Franco, la cifra de 678 fusilados (en la que no estaban computados los muertos de la fuga del fuerte de San Cristóbal). El general Salas Larrazábal elevó la cifra a 1.190. Jimeno Jurío contabilizó 2.466. La última cifra de asesinados que ofrece Altaffaylla es la de 2.857. No voy a entrar en esta guerra de cifras, porque me parece una discusión estéril. Ningún ideal pude justificar el asesinato de un ser humano y menos invocando al Dios del amor y del perdón. En Navarra triunfó el alzamiento desde el primer momento. La mayor parte de las ejecuciones se produjeron en los tres primeros meses de la guerra (…). El descubrimiento de la trágica realidad (cuando era joven) me produjo una gran conmoción. ¿Que en el otro lado se había hecho lo mismo e, incluso peor hasta el punto de haber asesinado a 6.832 sacerdotes, religiosos y religiosas en un afán de exterminio genocida de la Iglesia católica? ¿Que hubo episodios atroces como el fusilamiento en masa de siete mil personas en Paracuellos del Jarama en noviembre de 1936? ¿Que las checas de anarquistas, socialistas y comunistas sembraron el terror tanto en Madrid como en Barcelona, torturando, robando, violando y asesinando a sus víctimas? ¿Que hubo crímenes monstruosos perpetrados incluso contra mujeres y niños? Sin duda, pero los crímenes hechos en nombre de la revolución proletaria, por muchos agravantes que tengan, son tan execrables como los fusilamientos de los adversarios políticos perpetrados por quienes decían luchar por Dios y por la Patria. ¿Qué locura se había apoderado del pueblo español para llegar a estos extremos?».

Todo lo anterior no son interpretaciones sino hechos ciertos que se pueden constatar fácilmente. Mis palabras hablan por sí solas. Nunca he sido verdugo, señor editor. Por el contrario, sí he sido víctima de la calumnia, del resentimiento y del rencor de quienes, como usted, me han convertido en su enemigo. Es una cruz que llevo con paciencia, pero no con resignación. Por eso no conseguirán acallar mi voz.