Cultura y soberanía

LOS ESTADOS INTENSIFICAN SU PODER CON LA POLÍTICA CULTURAL Y LINGÜÍSTICA

Uno de los procesos más profundos en la historia de las naciones y de los Estados, y de los Estados-nación, de esta Europa occidental nuestra, es que a lo largo de las últimas décadas los atributos más clásicos de la soberanía se han desvanecido progresivamente. Y que a la vez, en cambio, algunos de los que antes se consideraban secundarios se han convertido en los más potentes. ¿Cuáles eran los atributos de la soberanía de los estados, que antes eran intocables y que hoy ya no existen o son poco importantes? Uno era el hecho de tener una moneda propia que se podía no sólo acuñar con más o menos abundancia, sino que subía y bajaba según las circunstancias o las decisiones de los Estados. Se ha acabado para los dieciséis países del euro. Otro era el cierre de las fronteras, un límite que no se traspasaba sin permiso del Estado, con barreras, control de pasaportes y todo el resto. Ahora, las cruzamos sin detenernos. En cuanto al atributo de las relaciones exteriores soberanas, no hay que decir que la libertad (soberana) de acción de los Estados es sólo muy relativamente independiente, condicionada cómo está a las políticas conjuntas de la Unión. Pues también la «soberanía de relaciones» se ha quedado en poca cosa. Y el atributo más espectacular, el poder militar, dentro de cada uno de los Estados europeos tiene cada vez un papel más secundario, excepto en el terreno representativo (hacer desfiles, etc.), y en general sólo se aplica en misiones exteriores: no exteriores en un país europeo y contra otro, sino exteriores a la Unión Europea. Una cosa nunca vista antes, impensable hace pocos años.

En cambio, a lo que hoy, como siempre, no renuncia ningún Estado, sino todo lo contrario, son los elementos de carácter o contenido simbólico, cultural y comunicativo. Ningún Estado europeo está dispuesto a dejar de hacer su propia política cultural, su propia política lingüística y su propia gestión de los elementos simbólicos, ya sean fechas y conmemoraciones o personajes históricos, del arte o de la literatura: de todas las figuras, en fin, que se proyectan como emblema y representación del espacio nacional, dentro y fuera… A eso, ningún Estado puede ni quiere renunciar. Es decir: durante los últimos años, se ha intensificado el poder de los Estados en aquellas dimensiones que antes se consideraban más accidentales o secundarias. Porque antes, lo importante, fundamental y primordial era la soberanía política con sus atributos irrenunciables: el hecho que un Estado pudiera tomar con total independencia las propias decisiones en política internacional, en política económica, en política militar y en control de fronteras. De manera absoluta, sin acondicionamientos externos. Ser soberano quiere decir que las decisiones propias son supremas, están por encima de todo y no están sometidas a nada. Pero resulta que, hoy en día, las decisiones de un Estado de la Unión Europea, en términos de control de fronteras, de política monetaria, de política exterior, e incluso de política militar, están sometidas a unos condicionamientos superiores. Por lo tanto, en estas cuestiones los Estados ya no son rigurosamente soberanos. Tienen una soberanía limitada o relativa, condicionada. Excepto en el caso de la moneda dentro del espacio del euro, donde ya no tienen ninguna soberanía, ni una.

En lo que los estados continúan siendo absolutamente soberanos es en la política lingüística y en la política de símbolos etnoculturales con los cuales y en los cuales la gente se siente reflejada o representada. Para decirlo de otro modo, hoy en día un Instituto Cervantes, por ejemplo, tiene muchísima más potencia que la que tenía hace treinta años. El Estado español, pues, actúa con mucho más vigor en el terreno lingüístico, en la política de consolidación y expansión del castellano que lo que lo hacía hace treinta años. Es su arma de combate en la proyección nacional, su fuerza, la nave almirante de la flota. Esto por no hablar de Francia, que invierte millones incontables y dedica una cantidad extraordinaria de esfuerzos en el campo de la francesidad, para el mantenimiento del prestigio y de la difusión de la cultura francesa. Si todos los países plantean la batalla en este terreno, ¿por qué nosotros no tenemos que hacerlo?, ¿por qué Cataluña no aplica todos los recursos posibles en este campo decisivo? ¿¿Por qué el catalanismo de los últimos años (o eso a lo que se quiere presentar como tal), no defiende y promueve una política cultural, simbólica y lingüística infinitamente más activa y contundente?

Me parece muy significativo, y muy alarmante, el agobiante dominio que, desde hace algunos años, ha tenido y está teniendo el tema financiero en todo el debate político-nacional en Cataluña. Como si las balanzas fiscales y otros factores por el estilo fueran la sustancia más sólida y profunda de la afirmación de una existencia nacional propia, y no estoy exagerando. Sin embargo, el futuro del país, la consistencia y perdurabilidad de la identidad catalana, no depende de si la Generalitat negocia unos millones de euros más o menos mediante la nueva financiación. Y en cambio todos los políticos llamados catalanistas parece que es en lo único en que piensan. Yo pensaría más bien en Navarra, un ideal casi inalcanzable para el catalanismo del dinero, que tiene una práctica soberanía fiscal, …y donde ésto no ha producido ni ha consolidado ningún nacionalismo navarro, ni ninguna nación navarra, ni cabe otro resultado parecido.

En definitiva, se trata de una forma de mirar las cosas que es producto de un error de planteamiento conceptual. Es el error de otorgar un significado (teórico) que no tiene al tema (práctico) fiscal y económico. Porque los intereses presupuestarios y fiscales y la solidez nacional son, como conceptos, dos cosas diferentes. Y la primera no conduce infaliblemente a la segunda: en los años 80 y 90, cuando España había dado un gran salto económico adelante y tenía mucha más riqueza y recursos que Portugal, a Portugal le habría interesado, desde un punto de vista económico, de formar parte de España. A ningún portugués se le ocurrió proponerlo, de no ser a algún excéntrico. A los portugueses, en masa, no se les pasó por la cabeza que el sentido de la existencia, y el presente y el futuro de la nación portuguesa tuviera ninguna relación con la renta per cápita o con los recursos fiscales, que habrían aumentado muchísimo si Portugal se hubiera convertido en una comunidad autónoma española. Pero, justamente, ellos no querrían ser nunca una comunidad autónoma de España. Ellos son otra cosa, y quieren continuar siendo lo que son. Los catalanes, a menudo, parece que no saben qué cosa quieren ser. Si lo supieran, hablarían más de cultura, de símbolos y de lengua, que de dinero y de balanzas fiscales. Proclamarían la independencia cultural, mientras esperan que llegue la financiera. Seguro.

Noticia publicada al diario AVUI, página 20. Sábado, 17 de abril del 2010