La expulsión

CUATROCIENTOS AÑOS DE La EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS DE LOS REINOS HISPÁNICOS

Hace cuatrocientos años exactamente, este otoño del 2009. Cuatro siglos justos de la primera limpieza étnica organizada en un país de Europa. No un pogromo, que ha habido tantos, no una matanza, un asalto a calles o a morerías, no una expulsión de judíos de aquí o de allá que tenían que huir como podían. No esto, que en la terrible historia europea (y de Asia, y de África y de América), han sido hechos recurrentes, y que parece (si miramos hacia los países islámicos sobre todo) que todavía no se han acabado. Aquellos hechos de hace cuatro siglos exactos, aquella expulsión de los moriscos, fue la eliminación rigurosa de todo un pueblo: de un pueblo entero, ocupante inmemorial de las tierras de donde lo expulsaban, un pueblo diferente por formas de vivir, por cultura y lengua, y sobre todo por religión. Expulsión a la fuerza de las casas, los barrios, los pueblos y las comarcas enteras donde vivía. Centenares de miles entre todos los reinos hispánicos, de los cuales 125.000 en el País Valenciano (una tercera parte de la población total) y algunas decenas de miles del sur de Cataluña, en el valle del Ebro. ¿Y quien lo recuerda, ahora?

Una limpieza total, escrupulosa, organizada, con todos los medios técnicos, personales y militares de la época, con flotas enteras reunidas para el caso, barcos fletados, funcionarios, controladores, pagadores, gente que traía los libros con las listas, patrullas que vaciaban los pueblos. Todo el aparato de la monarquía movilizado, con una organización impecable, para un solo objetivo: echar, en pocos días o en pocas semanas, a todo un pueblo al que se consideraba inasimilable, irreductible, demasiado diferente para poder formar parte de la nación cristiana: la «nación de cristianos nuevos» (o sea, los musulmanes bautizados a la fuerza en la primera mitad del siglo XVI), era en realidad una «nación de moros». Se sometían a las exigencias externas de la conversión, pero ignoraban las predicaciones, se mantenían fieles a su identidad: bautizados, oprimidos, vigilados, continuaban siendo aquello que eran, «siempre moros». Así lo expresaba el arzobispo Ribera el 1601: «Sabemos con evidencia moral…que viven en la secta de Mahoma guardando y observando (en cuanto les es posible) las ceremonias del Alcorán… Tanto que, hablando con propiedad, debemos llamarlos no moriscos, sino moros».

Y esto, evidentemente, no se podía tolerar mucho tiempo. La expulsión, en todo caso, no fue obra ni iniciativa de los vecinos de los moriscos mismos, y menos todavía de las autoridades del Reino de Valencia y de su nobleza, los más afectados por la decisión. Fue idea y obra del monarca, y de sus consejeros castellanos. Pensaban, entre otras cosas, que si en España, después de tantos años de represión, no quedaban judíos ni judaizantes, ni protestantes, ni siquiera erasmistas, ¿por qué había que consentir la presencia de aquellos mahometanos o apóstatas, que además eran súbditos desleales y potencialmente peligrosos? Así, entre finales de 1607 y primeros de 1608, el Consejo de Estado vuelve a tratar repetidamente el tema de los moriscos, en especial de los valencianos. Y se plantea la cuestión, de manera muy cruda, en términos de mal mayor o mal menor, y qué es peor, si «permitir que los moriscos de Valencia vivan como apóstatas y hereges con tan grande escandalo y ofensa de Dios, o dexarlos yr donde quisieren»; lo cual, concluyen, también reduciría el peligro de «tener tantos enemigos dentro de casa.»

De repente, pues, vuelven a ponerse sobre la mesa los mismos argumentos de siempre. A finales del 1608 se reunía en Valencia una junta o pequeño sínodo de prelados y otros eclesiásticos, que discutió el tema de la conversión o expulsión sin acabar de resolver nada en términos jurídicos o teológicos. Y finalmente, el 4 de abril de 1609 el Consejo de Estado (sin representantes valencianos, no hay que decirlo) propuso formalmente la deportación completa de los moriscos, empezando por los del reino de Valencia. En esta decisión, no contaba opinión valenciana: contaba la del duque de Alba y la del duque del Infantado, la del condestable de Castilla, el comendador mayor de León, el duque de Lerma y el cardenal de Toledo. Joan de Ribera debió de hacer consultas discretas en Valencia, acompañadas o no de amenazas y de insinuaciones, y a principios de septiembre le escribe al duque de Lerma que la nobleza y los señores, lo aceptaban sumisos: «Si Su Magestad manda sacarlos, aunque el daño sea mucho, lo recibirán con grandísima conformidad y obediencia, sin réplica ni contradictión». Y no hay que decir que la opinión pública, si existía, no contaba para nada. Ni la opinión de los estamentos del reino de Valencia, que no fueron ni siquiera consultados.

Pasados cuatrocientos años de aquellos hechos, que supusieron un caso emblemático de lo que ahora llamaríamos limpieza étnica brutal, sólo podemos especular -con un poco de fantasía retrospectiva- sobre la hipótesis de otra solución posible a aquel problema que parecía entonces insoluble. Podemos imaginar que la expulsión no hubiera tenido lugar, y que el paso del tiempo habría conseguido una asimilación progresiva y no traumática de los moriscos, hasta incorporarse, en religión, en cultura y en lengua, a una sola sociedad común, en un solo pueblo. No sabremos nunca si era realmente factible: en todo caso no se supo hacer, o no se pudo hacer. También podemos imaginar por el contrario: que aquella «nación de cristianos nuevos» se habría mantenido tal como era, rechazando la religión impuesta, conservando la lengua, la identidad propia y separada, y el sentimiento de formar un pueblo diferente, preservado como tal hasta el tiempo contemporáneo. Tampoco sabremos nunca si esta preservación habría sido posible, ni qué situaciones, qué adaptaciones o qué conflictos hubiera supuesto para el conjunto del País Valenciano de nuestro tiempo. O para gran parte del valle del Ebro, de Zaragoza hasta Amposta.

Esta historia fue la que fue, tuvo el final que tuvo, y tenemos que asumirla como propia, como tantos otros episodios y momentos cruciales. Y sentirnos de alguna manera partícipes de aquel drama, y herederos de sus consecuencias. Parece, sin embargo, que no nos afecta nada, como si no fuera cosa nuestra, como si participáramos de aquella indiferencia urbana que, tras el último convoy de deportados, se manifestó con un solemne Tedeum en la Catedral: «Con mucho gozo por ser concluida ya la embarcación y expulsión total de los moros de todo el Reyno, asistiendo de Pontifical el Patriarca, el Virrey y Jurados. Hay mucha música». Hubo mucha música. Y ahora no hay nada.

Noticia publicada en el diario AVUI, página 18. Sábado, 31 de octubre del 2009