Ser algo

Ahora mismo, cuando hay tanta gente bienpensante que se escandaliza por la abundancia universal de banderas, griterío patriótica, cantos y emblemas y eslóganes a menudo excesivos y extremos, hay que conservar la serenidad y recordar que una cosa son, precisamente, los excesos (que siempre atribuimos a los demás, no a los nuestros…), y otra que la condición radicalmente social y colectiva de esta especie de ‘Homo Sapiens sapiens’ con cerebro tan complicado. Porque los grupos humanos de cualquier tipo y tamaño (tribus, ciudades, naciones, pueblos, países, sociedades, lo que sea) no tienen una existencia ‘material’, orgánica o física, del mismo tipo que un agregado mineral o celular. Ni son un objeto identificable como tal, ni una suma definida de objetos. Como grupos, sólo tienen existencia en la mente de los individuos que los componen, en primer lugar, y en segundo lugar en la mente de quien los observa y los reconoce como tales. Porque el grupo no existe si no se reconoce: se puede reconocer a través de un nombre común, a través de la percepción directa o indirecta de unos límites territoriales, asociativos o de linaje, a través de imágenes comunes, de palabras y de ideas o de símbolos, a través de la convicción de poseer alguna singularidad y alguna diferencia significativa.

Podríamos continuar con una lista, larga o corta, de requisitos o condiciones de este tipo, pero no hay que definirlo con más detalle: supongo que la idea está clara. La idea es que el ‘ser colectivo y común’, el ser algo como grupo singular y diferente, no consiste en una realidad material y directa, sino que es una representación, un hecho de conciencia, de pensarse y de decirse. Porque una sociedad humana no es una entidad orgánica, a la manera de un cuerpo compuesto de tejidos y de miembros, y por otro lado es mucho más que un rebaño, una bandada de aves o una banda de simios. Una sociedad humana es humana, y es sociedad, en tanto que es mental, es verbal y es simbólica.

La mediación simbólica y verbal es siempre necesaria, y mucho más cuando se trata de grupos de un cierto tamaño y complejidad, imposibles de percibir directamente en sus límites y dimensiones. Entonces, ya que la percepción no puede ser inmediata y directa, sólo puede hacerse a través de emblemas, signos y símbolos que representan al grupo como tal. La mediación, pues, se hará a través de un nombre común reconocido («somos atenienses», «somos musulmanes», «somos catalanes»), a través de la imagen o concepción del territorio, a través de fechas o hechos de la historia mítica o real (una fiesta patriótica, el día de la independencia), a través de figuras arquetípicas (el Tío Sam, el ‘coq gaulois’ -‘gallo galo’-, John Bull, el toro de Osborne), a través de lugares sagrados o históricos (Covadonga, Montserrat), a través de monumentos o edificios (el Independence Hall de Filadelfia, el monasterio de Batalha en Portugal, y si lo desea la Torre Eiffel… o el Micalet de Valencia). A través de grandes nombres históricos, míticos o literarios: Jaume I, George Washington, el Cid o Don Quijote. O incluso a través de imágenes o emblemas sagrados. Así es este mundo tan antipático y, si no nos gusta, siempre nos queda la práctica del robinsonismo político. Robinsonismo de Robinson Crusoe, quiero decir.

EL PAÍS