El relato

Hace dos días me explicaban por qué una verónica, que es el pase clásico de la tauromaquia que se hace sujetando la capa con las dos manos, se llama verónica: resulta que recibe este nombre por la escena bíblica en que Verónica, una mujer de Jerusalén, dio su velo a Jesús para que se secara el frente mientras llevaba la cruz. Aunque no me gusta el espectáculo de los toros (con ver uno tuve suficiente), este bautizo bíblico me parece un buen ejemplo de construcción de relato. La ‘fiesta nacional’ incluye una cultura, un lenguaje, un imaginario, que en Cataluña se perderá para siempre porque no ha aguantado el paso de las generaciones ni la sensibilidad animalista ni tampoco, admitámoslo, el relato nacional catalán. No lo ha hecho suyo. Es más: han sido relatos antagónicos. ¿Cómo se explica, esto del relato? ¿Quién lo hace? ¿Quién relata, quién escribe? ¿Por qué España y Cataluña han trazado caminos demasiado divergentes, imaginarios demasiado incompatibles y símbolos tan diametralmente opuestos? Aquí, ‘no fotem’ (no la jodamos’), es por lo que llora de la criatura: no por falta de financiación autonómica o de disponer de herramientas competenciales mayores, sino por la falta de encaje de los relatos.

Los tópicos y los estereotipos son fundamentales, una caricatura dice más de una persona que un retrato hiperrealista. Esto también vale para los colectivos, no tanto por lo de «cómo nos llamen los de fuera» (puntualidad británica, precisión suiza, trabajo de chinos…) sino sobre todo por cómo te llamas a ti mismo. Qué relato construyes, y por qué. A quién quieres encontrar cuando te mires al espejo. Parece ser (leo) que el relato nacional español se forja al mismo tiempo que en Cataluña se va gestando la Renaixença cultural, en el siglo XIX, y que por tanto también el protagonismo de los toros y las flamencas (los conocidos souvenirs de la Rambla) proviene de un imaginario romántico. De inspiración muy francesa, o mejor dicho, antifrancesa: a raíz de la revuelta contra la ocupación napoleónica, el nacionalismo español encuentra su propio relato justamente en el tópico de que los franceses hicieron de la españolidad. Mujeres con ojos ardientes, hombres que se ocupan más de vivir que de trabajar, amores apasionados, Carmenes, bandoleros, guitarras, castañuelas, solo, toros (ya transformados en espectáculos de masas en el siglo XIX)… en definitiva una cierta falta de modernidad transformada en orgullo vitalista y natural. Exaltación de lo pasional, primitivo, auténtico, esencial. La sangre, el sol, el sexo, la vida. Un relato que en el fondo era bastante envidiado, entonces, por algunos europeos demasiado cuadriculados y ‘titafredes’ (‘pichafrías’). La búsqueda de la esencia humana más ancestral y desnuda de artificios, lo que Bigas Luna supo retratar tan bien cuando Javier Bardem toreaba desnudo bajo la luz de la luna. Sin nadie más. Piel a piel, los dos, tú y yo. Y la verónica.

El relato español es, pues, de raíz tan romántica como el catalán y muy inspirado en el barroco y el postbarroco. No es nostálgico: es de cojones, y vale. El relato catalán es, en cambio, medievalista y nostálgico por necesidad: la añoranza de unas libertades y unas constituciones previas a los estados modernos y el enlace directo con la Renaixença cultural, la industrialización y el modernismo. Esto nos construye una caricatura de agricultores y de tacaños, de desconfiados y pragmáticos, obsesionados con la preservación de las raíces (y el dinero) y cuidadosos de parecer más modernos que nadie. No creo que esto sea muy compatible, hoy en día, con un imaginario basado en las pasiones, la sangre y el sol. Mientras escribo me doy cuenta de que tenemos un estereotipo racionalista, en contraste con el estereotipo emocional y vitalista español. Tal vez las emociones las emitimos de otra manera: a través de la reivindicación nacional, de la defensa de la lengua y del recuerdo (nostálgico) de demasiados siglos sin autogobierno. Nuestra emoción pasa más filtros, no torea un animal a la luz de la luna sino que construye ordenadas torres humanas, escribe gramáticas, cuenta para bailar o se numera para hacer manifestaciones. Son dos romanticismos diferentes, pero romanticismos ambos, y crean relatos diferentes porque tienen (y quieren tener) una visión diferente del mundo. No importa si en Cataluña hubo muchos toros y si algún Cabré se llevó a Ava Gardner a la cama, en el espejo queremos ver otra cosa. No ahora, sino ya desde aquel siglo XIX en el que se hacían los relatos. Y todo el mundo sabe que los relatos no tienen por qué ser del todo ciertos, pero deben ser verosímiles: quizás por eso, aquí nunca han triunfado los cuentos de hadas federalistas.

EL PUNT-AVUI