Enemigos de la patria

Parece que, con motivo de las tensiones para formar Gobierno tras las elecciones de diciembre, los partidos españoles vuelven de nuevo a la eterna casilla cero del juego eterno. La derecha, vieja o nueva (?) blande y agita la ‘unidad nacional’, España, España y los peligros que la amenazan, como arma y argumento final e inapelable. Y el PSOE acude velozmente a los mismos conceptos como escudo defensivo, afirmando que, por encima de todo, la unidad de la patria no se toca. Es decir todo esto y lo que, por los dos lados, ha sido siempre igual y sigue igual. No es sorprendente ni extraño, porque la «cuestión catalana», otra vez y quizás más que nunca, vuelve a poner en duda la consistencia real de la nación española entendida como coincidente con el Estado. Y los que ponen en duda o no admiten esta coincidencia son por fuerza un peligro para la nación, y por tanto enemigos de la patria. Un problema gravísimo, en efecto, justamente porque la ‘nación’ es todavía, y será mucho tiempo, el marco sustancial de las sociedades modernas. Todo hace pensar que, de momento, la única alternativa visible es la comunidad de los creyentes, es decir, el islam riguroso, que es a la vez religioso y político. A estas alturas pretender, como hay quien pretende con cierta astucia o trampa, que conceptos como identidad, patriotismo o nación son conceptos regresivos, superados y negativos, es negar la realidad de la historia de los últimos dos siglos, la realidad del presente, y casi ciertamente del futuro. Es necesario, por tanto, reforzar un modelo de patriotismo o nacionalismo (conceptos que es arbitrario por completo querer contraponer) muy diferente del que domina en España, es decir, radicalmente democrático, y componente ético de la ciudadanía. Un patriotismo civil, promotor de la responsabilidad moral sobre el propio país y pueblo, sobre el propio territorio y cultura, sobre el propio patrimonio, sobre el bienestar común y la libertad común. Y no debemos caer en la trampa que, con tan mala fe se extiende continuamente, de negar la vigencia de estos conceptos simplemente porque en determinadas condiciones o circunstancias han sido utilizados para fines perversos, ya que cualquier concepto ha sido utilizado para fines perversos, desde la idea de democracia, hasta la idea de libertad o la idea misma de trabajo, de sociedad, y no digamos la idea de socialismo.

Y precisamente en este tiempo que, a menudo y en tantos aspectos, parece que corre hacia un único magma de uniformidades indiferenciadas, sigue siendo positivo, y un valor de aplicación universal, el esfuerzo preservador de la especificidad nacional: hacer que lo que es distintivo y propio (desde la cultura popular a la literatura más alta, y hasta la naturaleza y los paisajes, y la historia, y las comidas, y el patrimonio material) sea conscientemente valorado y presentado y proyectado de cara a la propia sociedad y a las demás. Y no hay que tener miedo a la diferencia e incluso de la palabra «personalidad». Hace algún tiempo, en los periódicos, venía un anuncio grande con un palacio de aquellos portugueses tan fantásticos, en un paisaje espléndido, y ponía: «Portugal, personalidad propia». Efectivamente, lo que se proyecta en términos de un bien que es asumido, preservado y mantenido como propio y diferente, y mostrado y aprovechado para que todos, de dentro y de fuera, lo conozcan y en puedan disfrutarlo. El ‘patriotismo’ debe ser, también o sobre todo -yo cada vez tengo más tendencia a pensar que debe ser sobre todo-, la preservación y proyección de un patrimonio. Entender la patria como patrimonio, comenzando, si se quiere, por el patrimonio natural. Poniendo este patrimonio a disposición de todos, empezando por sus «poseedores» históricos, y aumentándolo, eso sí, con incorporaciones y aportaciones que no sean sustitutorias ni destructivas. Por lo tanto, yo me atrevería a decir que el mayor enemigo de la patria es aquel que destruye la sustancia material de la propia patria. Quien destruye, además, esa diferencia que hace que sea lo que es, y no algo informe, indistinguible. Quien destruye la forma de sus pueblos y ciudades, quien destruye sus paisajes. Quien desintegra y deshace su idioma. Si yo, en el País Valenciano considero que muchos de los políticos que nos gobernaban hasta hace tan poco tiempo eran de hecho «enemigos de la patria», no es únicamente porque les resultaba indiferente la existencia misma del país, de la historia, de la lengua. Sino porque también les era perfectamente indiferente la preservación incluso de la entidad física, cultural y moral del país, el patrimonio común. El misterio es por qué estos enemigos de la patria, proclamando un patriotismo exaltado (patriotismo de España, sobre todo, y subsidiariamente patriotismo regional valenciano), han ganado durante cerca de veinte años una elección tras otra.

EL TEMPS