Las razones

Una de las cosas que más preocupan a los opositores del proceso político catalán son nuestras razones. Parece mentira, pero pasa el tiempo y lejos de ir puliendo sus argumentos, cada día parecen más patológicamente predispuestos a explicarlo en términos de maldad individual y colectiva. Afirman que los que estamos a favor de la independencia somos gente sin criterio, que nos dejemos robar el entendimiento por líderes sin escrúpulos. En el mejor de los casos somos gente sin personalidad que sucumbimos ante un nacionalismo romántico pasado de moda. En un artículo reciente, Javier Cercas nos ofrecía una connotación más: la pasta. Somos una gente tan maligna que sublimamos la identidad, la lengua y cultura en beneficio de la pasta. La cultura nos importa poco, nos importa el dinero.

Todos estos tipos de argumentarios no son demasiado nuevos. Se insertan perfectamente con el planteamiento entre burlesco y paternalista que Ortega y Gasset desplegó en las Cortes españolas, el año 1932, en el debate del Estatuto de Autonomía catalán. Es allí donde defendió que con los catalanes sólo cabía una actitud, la de la conllevancia vista nuestra irrefrenable tendencia al particularismo. Era -decía el insigne pensador- algo del carácter. Los catalanes somos particularistas y todo el mundo que nos camela particularismo nos tiene detrás, más o menos como un rebaño que desea ser enredado.

El pensador español dejaba claro que él, como signo de pertenencia a una cultura española, superior y tolerante, estaba dispuesto a conllevar el espíritu primitivo de los catalanes. Acto seguido aclaraba, sin embargo, que los catalanes no nos debíamos confundir porque una cosa era conllevar nuestro particularismo y otra era compartir el poder. Terminó su intervención recordando a los catalanes presentes en el hemiciclo que la soberanía no era discutible. El particularismo podía ser una propiedad de los catalanes, pero la soberanía era propiedad del Estado español.

Han pasado los años, pero la base argumental es similar. Los catalanes estamos obtusamente orientados a mirar al pasado, tenemos un carácter líquido que nos pone a disposición de cualquier líder sin escrúpulos. Es claro, además, que todo lo que hacemos está guiado siempre por el egoísmo económico.

Me cuesta entender las razones de tanta banalidad interpretativa y de tantos prejuicios. Supongo que de alguna manera son una manifestación más del lenguaje tergiversador que los propietarios de nuestra soberanía han construido a lo largo del tiempo. Creo que las razones de la mayoría de los soberanistas son relativamente sencillas: queremos abandonar un Estado que consideramos impropio y francamente perjudicial para nuestros derechos e intereses como ciudadanos. Y, en consecuencia, no hace falta decir que deseamos dotarnos de un Estado nuevo y necesariamente más virtuoso. Estas son las razones de la revuelta democrática que han protagonizado cientos de miles de ciudadanos durante prácticamente un lustro.

Hemos decidido que no tenemos por qué aguantar la descabellada realidad política que nos rodea. Hemos resuelto que no hay ninguna ley de la naturaleza que nos obligue a malvivir por decisión de unos pocos que se consideran dueños de nuestra soberanía. Hemos concluido que una parte sustancial de nuestros males van asociados a nuestra pertenencia a un Estado francamente ineficiente, jerárquico, centralista y autoritario que está muy lejos de lo que debería ser, y lo que podría haber sido. Es un Estado construido en beneficio de una élite -y los correspondientes cooptados- que se considera propietaria y que perjudica de manera notable los derechos y los proyectos de vida de los ciudadanos.

Me pregunto si no sería mucho más estimulante para todos que nuestros opositores que profundizaran nuestras verdaderas razones. No es difícil de comprender. Hay motivos para luchar por nuestra prosperidad, contra el estigma brutal del paro, contra la creciente desigualdad, contra la brutal corrosión social que nos rodea. Luchamos para hacer crecer las rentas familiares tan brutalmente disminuidas por políticas inadecuadas. Luchamos para regenerar nuestras tradicionales virtudes cívicas, con la capacidad creativa y emprendedora a la cabeza. También para defender un sentido de identidad favorable a la cultura del esfuerzo, a la innovación, a la participación, a la singularidad y el universalismo. Luchamos porque tenemos derecho a poseer un Estado más eficiente, una justicia más justa y una democracia más democrática.

Visto lo que muchos de nosotros queremos y lo que muchos de los oponentes dicen que nos motiva, tal vez, sería bueno exigirnos a todos, especialmente a los que escribimos y hablamos en tribunas públicas, que demos ejemplo. No seamos reduccionistas. Recordemos que, acabe como acabe, el pacto, el consenso y la cooperación serán ejes imprescindibles en la dinámica interna de nuestra comunidad y en la relación entre países. Damos entidad a las ideas. Una sociedad da valor a la cultura cuando admite su complejidad. Pongámonos de acuerdo en tres ideas básicas. La primera: todo el mundo tiene derecho a habilitar ideales y sueños. Para muchos de nosotros una Cataluña independiente es un ideal. La segunda: la buena política -nueva o vieja- está para armonizar las divergencias. No nos agobiemos. La diferencia alimenta las opciones. Y la tercera, sea como sea no dejemos de lado nunca el método democrático. Es la mejor manera de resolver las diferencias. De nada sirve decir a los demás que son cortos y tontos o llevarlos a los tribunales.

¿Qué tiene de extraño que tantos catalanes nos hayamos rebelado contra una determinada manera de entender el Estado? ¿Qué tiene de malo que tantos queramos sacar nuestra soberanía de un Estado jerárquico, autoritario e ineficiente? ¿Qué tiene de particular que tantísima gente queramos construir un Estado propio? Estoy firmemente convencido de que gestionar la propia soberanía no es sólo un derecho, es también la vía más directa a la mejora social. Soberanía, democracia y justicia tienen en el Estado su principal instrumento de aceleración, o según cómo su principal freno. Tenemos derecho a pensar que en Cataluña habrá una mejora social significativa cuando dispongamos de un Estado moderno, hecho a medida, eficiente y controlado democráticamente. Y estoy convencido, incluso, de que los españoles lograrán un Estado homologable cuando los catalanes hayamos conseguido el nuestro.

El problema de España no es el particularismo o el egoísmo catalán. Es su Estado. Es el enroque político de las élites que han bienvivido parapetadas detrás del ideologismo unitarista y que han actuado casi como un sistema de castas extractivas. Para ellas unidad, rentas fiscales y bienestar propio van ligadas de la mano. Unitarismo, extracción de rentas y monopolio de poder son la misma cosa. Su torpe Estado, monopolizado, ineficiente, excluyente y exclusivo, no es nuestro. Y de hecho bueno sería que no fuera el de mucha gente porque se me hace difícil comprender cómo gente progresista pueda compartir la defensa casi numantina de un Estado del que ha brotado la crisis política, institucional, social, económica que vive España casi de manera perenne.

Me tendrían que explicar cómo la gente que se dice de izquierdas puede validar un Estado que no prioriza el bien común, que provoca malestar social y nacional, que genera la mayor parte de la corrosión social que nos invade. Se me hace difícil entender cómo pueden defender un Estado que no es capaz de plantear un mínimo proyecto de país que podamos compartir, que ha sustituido a la defensa del bienestar por la obsesión del unitarismo y la homogeneidad. Se me hace imposible entender cómo alguien puede todavía defender un Estado que se proclama defensor de los intereses de una élite minoritaria que vive emboscada, dispuesta a defenestrar a quien cuestione su derecho a usufructuarlo a su libre disposición.

El principal problema de Cataluña, la madre y el padre de todos los demás, no es nuestro enfermizo particularismo, no ni siquiera -como dicen las izquierdas radicales- la lucha codiciosa de los burgueses contra los proletarios. Tenemos problemas comunes a todas las sociedades del planeta: la acumulación brutal de riqueza en manos exclusivas de una casta del 1%, que provoca el empobrecimiento del 99% restante o las dificultades propiciadas por el capitalismo global. El problema no es tampoco el gobierno catalán. ni el de ahora ni el de antes, ni el anterior. Pueden haber hecho las cosas mejor o peor, pero hay que entender que el margen de maniobra de las instituciones catalanas es liliputiense. Y ese es nuestro problema estructural básico: nos falta poder de Estado.

Por tanto, más allá de los problemas del mundo, que obviamente compartimos, poseemos uno exclusivo: ¡se llama España! Es este el problema que nos diferencia de la mayoría de nuestros compatriotas europeos. Vivimos en un Estado impropio, apropiado en exclusiva por una pequeña élite enrocada dentro de sus instituciones. Y en este nudo estamos. Nuestra lucha por hacer un país mejor choca frontalmente con los privilegios de la minoría que lo monopoliza.

Las élites estatales saben que esta es la razón por la que tantísimos catalanes queremos marcharnos. Saben, como sabemos nosotros, que nuestra lucha por la soberanía es nuestra lucha por la prosperidad, por la igualdad, por la cohesión y por la libertad. Y saben, por tanto, que es la lucha contra sus privilegios. Y por esto se oponen a ella de manera tan feroz.

Estaría bien que los que descalifican al por mayor el movimiento soberanista catalán recapitularan. Quizás sería más inteligente pensar que tendrán que convivir con una gente que no estamos dispuestos a volver atrás. Quizás les sería más conveniente aceptar una conllevancia no paternalista y verdaderamente democrática. Quizás sería bueno que admitieran que los que reivindicamos un Estado propio no desapareceremos por mucho que se nos repita que no tenemos derecho a existir. Sé que los unionistas difícilmente dejará de serlo. Compartimos, al menos, un principio democrático básico: la soberanía es del pueblo, y se expresa en las urnas.

EL MÓN