Sobre la desobediencia

La constitución este lunes del nuevo Parlamento de Cataluña, con una amplia mayoría que tiene el compromiso de llevar a este país a convertirse en un Estado independiente, a ser una República catalana, nos acerca indefectiblemente al momento en que habrá que deshacernos de la actual vinculación jurídica con el Estado español. Y como es muy poco previsible que España se avenga a hacerlo de manera pactada -al menos, antes de haber forzado una ruptura efectiva-, la única alternativa imaginable es la de la desobediencia civil al sistema constitucional actual y la aceptación de la obediencia a uno nuevo. Tal como dijo este mismo lunes el presidente de la mesa de edad, Julià de Jòdar, la actual mayoría ya no se puede entender como una simple alternativa dentro del actual marco autonómico sino como una verdadera ‘alteridad’.

Afortunadamente, los avales a la legitimidad de la desobediencia civil como vía política para producir cambios favorables a los derechos individuales y colectivos son extraordinariamente sólidos, ricos y diversos. Por ello, aquellos que desde las instituciones políticas españolas reducen las garantías democráticas al cumplimiento de la ley, o son unos grandes ignorantes o actúan con absoluta mala fe. Las aportaciones de pensadores como Norberto Bobbio, Jürgen Habermas, John Rawls o Hannah Arendt, entre muchos otros, son verdaderamente significativas y, con variaciones, todos consideran la desobediencia civil como un elemento positivo para la misma democracia. Así, Bobbio define la desobediencia civil como una manifestación de virtud cívica que, desde el corazón de la tradición republicana, permite que los ciudadanos controlen y aumenten la calidad de la gobernación. Arendt escribe que la criminalización de la desobediencia civil significaría la persecución de una de las libertades básicas. Y Habermas la define como un último recurso contra la ley, en forma de violencia simbólica, para que, cuando se trata de cuestiones de principios, la mayoría reflexione sobre la conveniencia de revisarla. Es de esperar que en los próximos meses los expertos nos ilustren sobre este debate teórico para seguir avanzando y madurando en nuestras convicciones democráticas y para no dejarnos engañar por simplismos ignorantes y falaces.

Ahora bien, más allá del debate teórico -que diría que nos es favorable-, el problema de la desobediencia civil radica en su concreción práctica. El cómo, el cuándo y el qué acontecen tan relevantes como su cimentación. Es muy fácil exigir que los más altos representantes políticos desobedezcan determinadas normas para actuar con más justicia o para ajustarse a la voluntad mayoritaria del pueblo. Pensemos, por ejemplo, en leyes catalanas suspendidas por el Tribunal Constitucional como la de la pobreza energética o la de las consultas populares. Ahora bien: el cumplimiento de esta desobediencia implica, más allá de la decisión política, unos funcionarios que la deben hacer efectiva acatando unas instrucciones que los enfrentarán con el Estado y su capacidad coercitiva y represiva. Ya se comprobó la dificultad en el primer intento del 9-N y, tras el último cambio en la ley del Tribunal Constitucional, es obvio que los obstáculos serán mayores. Basta pensar en el papel que en los momentos clave deberán jugar los funcionarios de la agencia tributaria, los jueces o la policía, y hasta qué punto se les podrá exigir que asuman, individualmente, los riesgos de una desobediencia civil colectiva.

Lo más delicado del período que acabamos de iniciar será saber pasar de la épica del desafío a la práctica de una ruptura que haga posible la sustitución de legitimidades, facilitando el salto de una antigua obediencia a una nueva. Habrá que desobedecer, sí, pero para acatar unas leyes más justas.

ARA