Para pensar con calma

Detengo un par de semanas la colaboración en el ARA, pero me llevo trabajo para ir preparando el gran y delicado otoño que nos espera. Me refiero a unas notas sobre las que invito a los lectores también a reflexionar con calma, ya que a partir de septiembre los acontecimientos se nos echarán encima y la necesidad de responder con rapidez nos dará menos margen de tiempo para darles vueltas.

En primer lugar, ya podemos determinar -y reconocer- con toda precisión que el principal punto flaco del soberanismo es el peligro de división interna. Y los adversarios, el Estado español y sus valedores, lo saben y lo aprovecharán a fondo. Tras fracasar estrepitosamente en la estrategia del acoquinamiento, después de tener sólo un éxito muy relativo en la amenaza del aislamiento internacional y, aún, de ser incapaces de ofrecer nada de nada en la tercera vía propuesta por los unionistas catalanes -no debe confundirse con los de Unió-, se han dado cuenta de que nuestro principal enemigo no son ellos: somos nosotros mismos. La buena noticia es que, si hacemos las cosas bien, también somos nuestros principales aliados. Esto significa que, ante la excepcionalidad del momento, los que queremos llegar a la independencia debemos pensar muy bien en las consecuencias de lo que decimos y hacemos. Si teniendo toda la razón acabamos perdiendo la partida final, tiraremos por la borda la oportunidad. A la independencia sólo se puede llegar con un gran consenso interior, y eso pedirá mucha grandeza, coraje y generosidad por parte de todos. Cuanto más se acerca el final, menos es la hora de los maximalismos y más de las sutilezas.

En segundo lugar, es cierto que el arranque de todo el proceso soberanista -en el año 2003, y con toda la fuerza desde finales de 2006- ha ido, como nos gusta repetir con la boca llena, «de abajo arriba». Y también es cierto que la sostenida e incluso creciente presión popular es la que ha asegurado poder avanzar con una rapidez que desconcierta a los adversarios y nos sorprende a nosotros mismos. Por lo tanto, el temor de que en algún momento el país afloje es grande. En parte, porque hay quien se ha ocupado de anunciar de vez en cuando que éramos un suflé a punto de deshincharnos. En parte, también, porque quizá nos ha faltado medida a la hora de pedir tanta movilización. Algunos gestos han sido tan costosos como perfectamente prescindibles. Y sí: llegamos al Once de Septiembre de 2014 -como al de 2013, o al de 2012- con dudas sobre si no empezamos a estar agotados. Personalmente, no tengo ninguna duda sobre la magnitud de la marea soberanista que este año llenará las calles de Barcelona. Pero sí propongo esta reflexión. ¿Es razonable poner todo el peso del éxito o el fracaso del proceso en una demostración de fuerza en la calle? Dudo que sea sensato decir que todo se juega en esta manifestación. Primero, porque es demasiado arriesgado fiar todo a un evento. Y segundo, porque hay que velar por que, en la relación entre movilización popular y acción institucional, la primera no se coma el papel de la segunda.

Finalmente, es absolutamente determinante elegir bien el momento en el que habrá que romper con la legalidad española y ceñirse a la legalidad catalana. Precipitarse para luego no resistir la confrontación jurídica y política sería letal para el éxito del proceso. Pero no atreverse a dar el paso, e irlo aplazando hasta la semana de tres jueves en que España acepte el desafío a la británica, significaría la muerte agónica del proceso. Y no sé cuál de las dos frustraciones sería más dramática. La idea de hacerlo en dos tiempos me parece buena. Forzando la consulta anunciada, el 9-N significaría una primera ruptura que permitiría declarar formalmente -si el resultado así lo obliga- que los catalanes queremos un Estado independiente. Y después de unos meses de negociaciones -con un gobierno de concentración- y de preparar el terreno para garantizar derechos personales, seguridad jurídica y buen funcionamiento de las estructuras básicas de Estado -Hacienda, Justicia, Seguridad Social…-, una ruptura definitiva con la proclamación de la independencia.

Esta gran decisión, la de los tiempos de las rupturas, está en manos de los actuales y legítimos representantes de la voluntad democrática de los catalanes. Cualquier intento de suplantación nos precipitaría al desastre. Por eso la responsabilidad de Fernández, Herrera y Camats, Junqueras y Mas -y también la de las formaciones contrarias al proceso-, cada uno en su proporción y posición, es inmensa. Y la unidad de acción de Junqueras y Mas, imprescindible.

ARA