El nacionalismo ciega

He preferido tomar una cierta distancia en el tiempo, un respiro tranquilizante, antes de puntualizar la soflama patriótica con la que el pasado 10 de enero tuvo a bien adoctrinarnos en «Noticias de Gipuzkoa» don Ángel Olaso, ex-director técnico de la Diputación Foral de Gipuzkoa, y con «hábitos prolongadísimos en el tiempo de procurar ser veraz en los temas serios e importantes». Para el señor Olaso, el asunto «Javier» lo es. Y para el que suscribe, también.

Todo su artículo rezuma nacionalismo; brota y fluye con brío y se convierte en un caudal poderoso que concluye en el mar en el que, por los seculares y santos designios de la providencia divina, debía culminar: en España.

Podemos conceder a don Ángel que el imperio puede «imponer», eso sí, tras conquistas, ocupaciones y sometimientos, que navarros y catalanes seamos «españoles» aunque muchos no lo deseemos. Pero lo que espero no me dirá es que tales procedimientos son «plenamente democráticos».

Con alguna discusión, podemos concederle asimismo que Castilla equivale a España, ya que es el modelo imperante en la organización actual del Estado español, aunque haya tradiciones políticas, como la carlista o la republicana federal, que le niegan esa exclusiva.

Lo que nunca se le podrá conceder es que una persona que nació en 1506 en un Reino independiente y soberano, como lo era entonces Navarra, pudiera ser «castellano», «español» para el señor Olaso. Máxime cuando su familia (¡documéntese señor Olaso, por favor!) fue defensora acérrima del Estado propio y sus legítimos reyes, frente a la conquista y ocupación castellana.

Una vez suspendida la plena soberanía del reino, por lo menos en su zona sudpirenáica -la más amplia y poblada- tras la conquista iniciada en 1512, Javier viajó por el mundo como portugués, no como castellano, y en su periplo «misionero» siguió las rutas colonizadoras de Portugal; no las de Castilla. A propósito, señor Olaso, puede Vd. leer el último libro de Pedro Esarte, «Francisco de Jasso y Xabier y la época del sometimiento español de Navarra».

La versión-interpretación para principiantes que sobre historia de Navarra nos ofrece don Ángel, resulta patética: Navarra «…se hallaba dividida en dos tipos de gentes: los de la Montaña rurales… los llamados beamonteses… y los del Llano, agramonteses de formación urbana… los beamonteses sabían el euskera…». Una sarta de tópicos, lugares comunes, sin apenas correspondencia con la realidad. Además, según en qué época, unos y otros representaron alternativas diferentes. Sus alianzas en la época de Juan II y en la previa a la de la conquista por Fernando «el Falsario» fueron contrapuestas. En cualquier caso es imposible juzgar con los criterios actuales del nacionalismo español, finalistas, las opciones e «ideologías» de los siglos XV y XVI. La visión que nos ofrece el señor Olaso de la Historia de Navarra es paupérrima y se limita a reproducir los lugares comunes del nacionalismo.

Un asunto particularmente grave es su tratamiento de la lengua de los navarros ( linguae navarrorum, Sancho VI dixit). Don Ángel formula, retóricamente, la siguiente pregunta: «¿Por qué le eligió su maestro Ignacio de Loyola, por su gran formación evangélica o por su presunto conocimiento del vascuence?». Su contraposición, en la elección de Javier por Loyola, entre «su gran formación evangélica» o su «presunto conocimiento del vascuence», me recuerda plenamente a la falacia a la que nos tiene tan habituados el nacionalismo español: «entre un gran médico y un médico que sepa euskera ¿qué se debe elegir?». Parece que los españoles, y franceses, no conciben médicos españoles (o franceses) mediocres o simplemente malos y, menos aun, médicos euskaldunes excelentes. Debe ser una «imposibilidad metafísica», a la se apunta con ilusión nuestro hombre «veraz».

De Loyola no duda que hablara euskera, de Javier duda hasta que lo supiera. Señor Olaso infórmese por favor, qué lenguas se hablaban en Navarra en el siglo XVI, sobre todo en las zonas en que vivió Javier. Lea, por ejemplo, a Jimeno Jurio.

Sobre el uso de las lenguas «vulgares», diferentes del latín, en Europa, tampoco manifiesta don Ángel un conocimiento adecuado de la realidad histórica. Su valoración se inicia con el surgimiento de los estados modernos. Es Lutero en Alemania, con su traducción de la Biblia, es Nebrija en Castilla, en 1492, con su famosa tesis de que «siempre la lengua fue compañera del Imperio». En nuestro país este hecho comienza en la Navarra de Ultrapuertos independiente, bajo la égida de la reina Juana II de Albret, y la traducción del Nuevo Testamento al euskera, realizada por su encargo, en 1571, por «Iean de Liçarrague de Briscous». Muy posterior a la época de Javier y Loyola y, además, en otra órbita religiosa: el calvinismo.

Es preferible no detallar los errores históricos y geográficos de bulto que aparecen en su escrito, aunque podemos destacar algunos. Uno: «…el mérito del santo, navarro, de Javier, Aoiz…». Evidentemente, hoy Javier es partido judicial de Aoiz, pero don Ángel desconoce que Javier, en la organización política propia, pertenecía a la merindad de Sangüesa, de la que Aoiz era una villa más. Otro: «…¿Dónde vamos a competir sola una población de 2.200.000 habitantes?». Señor Olaso, nuestro país no tiene 2.200.000 habitantes, sino, aproximadamente, 3.000.000 y hay unos cuantos estados europeos similares desde el punto de vista demográfico, e incluso bastante más pequeños, pero perfectamente viables.

También revela mucho de su subconsciente la valoración negativa que realiza del «foralismo» e «integrismo», como expresión de las reivindicaciones vascas, frente al «liberalismo» y «centralismo», concreción del unitarismo español a lo largo del siglo XIX.

La familia Jaso-Azpilikueta resulta un hueso demasiado duro de roer para el nacionalismo español, causa probable de la ceguera, obviamente no reconocida, de don Ángel Olaso, y que le incapacita para aceptar una realidad simple, clara y diáfana: Javier nunca fue, nunca pudo ser, castellano; tampoco español.