Walter Benjamin y el capitalismo (neoliberal) como religión

El vínculo entre capitalismo y religión ya habían sido advertidos a principios del siglo XIX por Saint-Simon quien, observando la alianza entre técnica y capital en la primera fase del desarrollo capitalista, escribió una obra que tuvo notable éxito y acogida en toda Europa, “Cartas de un habitante de Ginebra a sus contemporáneos” (1803). En ella, el perspicaz autor francés, publicó una fantasía que, a la postre, se convertiría en profética: imaginó una nueva religión universal y laica de los empresarios, de los capitalistas y de la ciencia, donde los sumos sacerdotes serían los científicos, los ingenieros y los industriales. Desde entonces el nexo capitalismo-religión fue interrogado con insistencia por diversos autores desde distintos ángulos y con formulaciones diversas: como alienación (Feuerbach), como forma mistificada de la realidad (Marx), como afinidad electiva entre ética protestante y ética económica (Weber), como semejanzas estructurales de ambas (Simmel)….

Pero fue Walter Benjamin el más incisivo al afirmar en un breve texto titulado “Capitalismo como religión” (1921) que el capitalismo no sólo tiene un origen religioso (una secularización de la fe protestante según Weber), sino que, abarcando una visión total del mundo y de la vida, constituye en sí mismo una religión que se desarrolla parasitariamente a partir del cristianismo. Son tres las características que la definen:

1) Es una religión completamente ritual sin dogmas, sin teología, sin historia, en la que el dios dinero, convertido en un objeto de fe, ha sustituido a Dios. Se trata de una vinculación exclusiva de la religión del dinero con el culto, que se reduce de una forma obsesiva al ceremonial divino de la producción, consumo y utilitarismo como lo único a considerar, sin alternativa posible. Si bien en toda religión existe una teología con su historia, su relato, donde los creyentes, por mediación de la fe, depositan sus creencias en esos dioses, no ocurre así en el capitalismo que no ofrece cosmovisión alguna que responda a las cuestiones fundamentales que plantea la vida humana. Sólo exige culto incondicional porque como creación humana que es, llama Dios al fruto de nuestras manos para poder disponer de él y manipularle. Es muy sugerente el relato bíblico del desierto en el que el pueblo que venía de experimentar la liberación de la esclavitud, clama postrándose ante un montón de oro fundido: “Estos son tus dioses que te sacaron de la esclavitud”. Al convertirse el dinero en objeto de fe, la banca, que habría ocupado el lugar dejado por las Iglesias tradicionales y sus sacerdotes, gobierna el crédito por lo que manipula y gestiona la fe y la confianza.

2) Ese culto es permanente, no tiene ningún descanso. Todos los días son fiestas de guardar, es decir, de producción, consumo y crédito. Así que, si todos los días son festivos, el tiempo se vuelve eterno retorno, repetición circular sin novedad posible. El culto debe ser constante porque, de lo contrario, el capitalismo quedaría en evidencia de estar incapacitado de salvar al hombre.

3)  El capitalismo es una religión de la culpa. Impera un complejo de deuda, de culpabilidad, totalmente imperdonable. En alemán «Schuld» tiene el doble significado de culpa y deuda; casualmente, también en arameo la palabra “Shabq” puede traducirse como culpa o como deuda material. Ser deudor y ser culpable son sinónimos. Ben­ja­min juega con esta “ambigüedad demo­nía­ca” que encuen­tra un ante­ce­den­te ineludi­ble en “La genea­lo­gía de la moral” de Nietzs­che. Allí Nietzs­che constata que la genea­lo­gía de la con­cien­cia de la culpa (moral), resultado del con­cep­to mate­rial de tener deu­das, emer­ge en la rela­ción con­trac­tual acree­dor-deu­dor, y liga la culpa a un daño cuya expia­ción es siem­pre incon­men­su­ra­ble.

No obstante, en cualquier religión pagar la deuda se corresponde con la expiación de la culpa. Dostoievski en la novela “Crimen y castigo” muestra a su protagonista Raskólnikov, convicto y confeso de un crimen, condenado a Siberia por 8 años, donde hará allí su conversión como buen cristiano, aceptando el castigo de su culpa. Semejante reparación no se da en la religión capitalista cuya especificidad consiste en que la culpa/deuda no se salda nunca, a tal punto que la función de la expiación es reproducir la culpa indefinidamente con el objetivo de transformar en deudor/culpable a todos los hombres en un proceso de culpabilización universal. Así pues, el capitalismo es una religión de la deuda, del interés, de la culpa irredenta, de la culpa como un destino fatal e inevitable, como en las tragedias griegas: los pobres lo son por su culpa precisamente porque necesitan “endeudarse”. Llegado el caso, la miseria y las catástrofes humanas quedan transformadas en castigos de Dios por haberle negado el culto debido, siendo así los pobres  los culpables en última instancia de su infortunada situación.

Su religiosidad es mítica y lo propio de él es la transmisión de la culpa, una culpa heredada, generación tras generación, que vuelve justificable el sufrimiento. La culpa hace tolerables y admisibles los padecimientos del hombre ocultando así la injusticia. Aquellos que no ganan el dinero suficiente son culpables por ello, y además están en deuda con la Economía, convertida en diosa triunfante que todo lo ve y lo juzga. Siempre hay que abarcar más, aspirar a más, producir y ganar más. Ahí reside el carácter totalitario del Capitalismo, pero lejos de corresponder a un carácter meramente materialista y utilitarista, su verdadera esencia es fundamentalmente religiosa, y eso permite en gran medida su imparable expansión universal. No hace falta la razón, sólo la fe, una fe desesperada y suicida, una fe ciega en la propia marcha triunfante del Capital y del reino del consumo. La ficción de este destino se expresa hoy con dos tópicos sobre la crisis, repetidos como un credo: “no hay alternativa” y “todos somos responsables”. Sí!! Todos somos responsables. En la novela “El proceso” de Kafka, Josef K., el protagonista, alter ego de Raskólnikov, será acusado de un delito que nunca llegará a conocer y se verá envuelto en una maraña de la que no podrá salir. Nadie sabe quién dirige los engranajes que propician la detención y el posterior proceso. Por más que proteste y declare su inocencia, el acusado escucha lo que, inmisericorde, el juez le recrimina “usted es culpable por el hecho de haber nacido”. En la conciencia de Josef K., sin declarar ningún crimen, irá creciendo un sentimiento creciente de culpa que conllevará su sumisión ante el proceso, muriendo al final asesinado como un perro clavándole un cuchillo en el corazón.

Estas observaciones de Benjamin son fundamentales y muy sugerentes para analizar, por extensión y con perspectiva, el actual sistema capitalista neoliberal como religión. El neoliberalismo, no solamente ha desarrollado una teología implícita idolátrica con su centro en la sacralización del mercado (y en consecuencia, en el dinero y el capital), sino que también ha desplegado una teología narrativa, una representación narrativa de la fe en el capitalismo recurriendo a la promesa del “paraíso”, a los “sacrificios necesarios” para alcanzarlo, a la noción de “pecado original”, a la explicación de la causa fundamental de los sufrimientos y del mal en el mundo.

Si bien en la Edad Media el “paraíso” era considerado fruto de una intervención divina, esperanza escatológica que se localizaba más allá de la muerte tras el final de la historia, en la Modernidad fue desplazado de la transcendencia post-mortem al futuro de este mundo, y verificado como fruto del progreso tecnológico, el mito de un progreso infinito que posibilita la acumulación infinita de riqueza. Así pues, el capitalismo es presentado como el realizador de las promesas que el cristianismo hacía sólo para después de la muerte.

El “mercado” es una institución que por medio de una “mano invisible” se autorregula realizando en cada momento el óptimo posible de todas las posibilidades dadas en beneficio del interés general de la sociedad. Después de que Adam Smith lo proclamara en el XVIII, esta tesis se transformó en verdad absoluta. Al sacralizar el mercado como facilitador del progreso técnico infinito, se sacralizaron a su vez el dinero y el capital, se diosificaron. Para los capitalistas el sistema de mercado capitalista es la encarnación del Reino de Dios en la historia, porque la condición de la solidaridad para con los más pobres es la eficacia en la producción de bienes que se realiza en el mercado, es decir, el mercado es la condición de solidario. Dicho de otro modo, ser solidario y preocuparse por los problemas del otro, es igual que defender los intereses propios contra los intereses de los otros, puesto que sólo la defensa de los intereses propios en el mercado generaría la eficacia y, consecuentemente, la solidaridad. Esta magia que transforma el “egoísmo” en solidaridad sería realizada por la “mano invisible” o “dedo de Dios” del mercado. Sólo que a esto, crimen que provoca en los países menos competitivos desempleo en masa y otros gravísimos problemas sociales, en la tradición bíblica se le llama idolatría.

Pero la realidad se presenta llena de problemas socioeconómicos que entran en contradicción con las promesas del paraíso, por lo que preciso será explicar la causa de esos sufrimientos y males. Como todas las ideologías y religiones, también el neoliberalismo presenta un diagnóstico sobre la causa o mal fundamental que está en el origen de los problemas sociales. Para sus defensores, el origen o “pecado original” de las crisis económicas está en las tentativas de establecer políticas económicas con la intención consciente de superar los problemas sociales, porque dichas tentativas presuponen la pretensión de que se conocen los mecanismos incognoscibles del mercado, así que hay que ser humildes ante el mercado, dejar libres sus mecanismos (laissez faire) para que con ellos (mano invisible, dedo de Dios) se resuelvan de modo inconsciente los problemas sociales. Por lo tanto, en esta relectura de la teología del pecado original, el origen de todos los males socioeconómicos está en la pretensión de conocer y dirigir el mercado para así conseguir la superación de los problemas sociales. En otras palabras, el mayor pecado es caer en la tentación de hacer el bien, y lo que procede es cumplir las leyes del mercado, leyes que rigen el sistema de la sobrevivencia del más fuerte y la muerte del más débil. En la actual coyuntura de globalización, con los ajustes impuestos por el FMI y por el BM, no hay más salida para los países pobres o deudores que pagar los intereses y la deuda externa, y hacer los ajustes que las leyes del mercado exigen: privatización desenfrenada, recortes en gastos sociales, disminución del papel del Estado en la economía y en las cuestiones sociales, y apertura de la economía.

La lógica del mercado impone recortes en los gastos sociales y excluye, a los incompetentes (los pobres) cuyo sufrimiento y muerte, son interpretados como “sacrificios necesarios” para ese progreso que los considera como el otro lado de la moneda del “progreso redentor”. Pero cuando el sufrimiento y la muerte de los pobres son interpretadas como sacrificios necesarios, y estos no tienen como resultado lo que los “sacerdotes” del sistema de mercado prometen, se accede a una crisis de legitimidad de tales sacrificios. Y se irrumpe en un círculo vicioso perverso donde es preciso reafirmar la fe en el mercado y en el valor redentor de esos sacrificios, no vaya a ser que sean vistos como estériles y, con ello, sus sacerdotes aparezcan como simples asesinos de millones de personas. Se dice, entonces, que los sacrificios todavía no dan su fruto porque “no nos sacrificamos lo suficiente”, y claro, se exigen más. Esto se puede ver en la política salarial de los gobiernos que imponen más sacrificios a la población, con la continuación de políticas que llevan a la contención salarial, al desempleo y a la recesión. Esta lógica sacrificial (“sin sacrificio no hay salvación”), esta teología del sacrificio arraigadísima en la conciencia social de Occidente, convalida y confirma la idea de que la gran mayoría de la población considere normal y natural la exigencia de sacrificios para conseguir el paraíso. Y si bien es verdad que tal tipo de teología tiene la ventaja de dar sentido al sufrimiento de personas que no saben cómo superarlo, no es menos cierto que legitima y prolonga el sistema de opresión.