El presidente Puigdemont y la dignidad

Las elecciones catalanas del 21 de diciembre no son unas elecciones legítimas, son unas elecciones dictadas por un poder absolutista, heredero ideológico de lo que había antes de la muerte de Franco, y dispuesto a todo, incluida, como ya se ha visto, la violación flagrante de los derechos humanos, para que el pueblo catalán no pueda decidir sobre su propia vida. El pretexto para imponer este totalitarismo es una Constitución -un fraude en sí misma, porque fue planificada por el franquismo y tutelada por los militares del dictador-, y un supuesto artículo 155 según el cual quien lo invoca tiene licencia para hacer todo lo que quiera con absoluta impunidad, Entre otras cosas porque tanto el poder que puede ser invocado como sus tribunales son exactamente lo mismo. En Cataluña, naturalmente, tienen delegados que, carentes de sentido del ridículo, se esfuerzan por parecer más españoles que los españoles. Son los Michael Jackson de la política catalana, negros esperpénticos que reniegan de su color convencidos de que cuanto más sacralizan la ley de los blancos más blancos serán ellos.

No creo que sean muchos, los europeístas que en otro tiempo hubieran previsto la existencia de un Estado totalitario y supremacista en el seno de la Unión Europea. Sobre el papel, parecen conceptos antagónicos, ciertamente. Con todo, la posibilidad, por remota que se viera, se ha hecho realidad. España es una dictadura. Es un Estado totalitario, porque no tiene separación de poderes; destituye al gobierno de Cataluña surgido de las urnas; encarcela a sus legítimos representantes y los somete a humillaciones y vejaciones; cocina calumnias y difamaciones para desacreditarlos en el ámbito personal y alterar resultados electorales; filtra resoluciones judiciales a la prensa amiga antes de que las conozcan los propios encausados; obliga al presidente catalán y a varios consejeros a exiliarse a Bruselas acusados de delitos inexistentes en el ordenamiento jurídico europeo; envía cuerpos paramilitares a apalear el pueblo catalán y lo ahoga económicamente; fabrica leyes ‘expres’ que permitan ahuyentar sus empresas; coacciona telefónicamente a empresas emblemáticas para que abandonen Cataluña; utiliza todos los resortes del Estado para empobrecerla; interviene sus instituciones; asalta los museos catalanes con doscientos agentes paramilitares armados para saquear el patrimonio que contienen; inhabilita e impone sanciones astronómicas a políticos y ciudadanos pacíficos y democráticos a fin de arrebatarles sus casas mediante embargos; y, entre tantísimas otras barbaridades, conculca la libertad de expresión; instaura una ley mordaza; cierra páginas web desafectas; intimida a la ciudadanía estableciendo que todo lo que se diga o se twitee contra el Estado será conceptuado como delito; registra domicilios particulares y pequeñas y medianas empresas que puedan haber facilitado la votación en un referéndum; criminaliza el color amarillo, incluso el de las fuentes luminosas de Montjuïc; persigue a periodistas acusándolos de hacer comentarios poco agradables a los oídos del Régimen y envía a los medios de comunicación el listado de palabras que tienen prohibido pronunciar. La pregunta es: ¿cuánto tardaremos en ver esta dictadura llamada España sentada ante un tribunal penal internacional?

Sin embargo, luchando contra todo esto, luchando contra este absolutismo rabioso y enloquecido, está Cataluña, una vieja y democrática nación de Europa que clama por su libertad. La libertad que el Estado ocupante le niega. Y lo mejor de esta lucha, lo mejor de este proceso de independencia de Cataluña, es que no hay ningún hombre ni ninguna mujer que sea el líder. Ninguno/a. Este es su valor mayor. Ha sido el pueblo, la fuerza nacida de este pueblo, quien ha liderado y quien está liderando el Proceso. La independencia catalana, a diferencia de la de Escocia, no es un proyecto surgido de un partido político, es un proyecto nacional, de gente de todo tipo y votante de diferentes colores unida en la defensa del más importante de todos los derechos sociales: la libertad.

Pero para poder gestionar este movimiento era necesario un presidente y un gobierno al frente que no desfallecieran ante las agresiones españolas, un presidente y un gobierno dispuestos a sufrir en propia piel, si era necesario, las consecuencias de estas agresiones. Y los hemos tenido. Los tenemos. Por eso están en el exilio, en prisión o en libertad condicional. Y por eso, también, estas elecciones son ilegítimas. He aquí un montón de razones: porque constituyen un acto dictatorial por parte del Estado español, porque sólo el presidente de Cataluña puede convocar elecciones en Cataluña, porque ningún poder está legitimado para destituir un gobierno elegido en las urnas y porque vulneran todas las garantías democráticas al celebrarse privando de libertad a algunos de los candidatos que a ellas concurren. Sólo en las democracias totalitarias se esposa y se amordaza a los adversarios políticos para que no puedan hacer campaña electoral, sólo los regímenes totalitarios tienen presos políticos y los utilizan como rehenes para intimidar y coaccionar a la población.

Cataluña tiene un presidente, que es el presidente Puigdemont, y no ha dejado de serlo en ningún momento diga lo que diga el Estado español. Es por esta razón que las elecciones impuestas del 21 de diciembre deben servir para hacer caer a Madrid en su propia trampa con una nueva victoria independentista. Aquellos que dicen que el Proceso está muerto, tendrán más Proceso que nunca, y no lo detendrá ningún golpe de Estado en forma de artículo 155 mientras haya personas nobles y honestas como las que están en el exilio o en la cárcel dispuestas a defenderlo. La maniobra del Estado español consiste en sembrar cizaña entre PDeCAT, ERC y CUP para eliminar la figura del presidente Puigdemont, que es la figura que el nacionalismo español odia más profundamente porque es un hombre íntegro que no se arrodilla ante él.

No es necesario llamar al doctor Watson para escuchar algo tan elemental: la idea española es que si algunas de estas fuerzas hacen suyo, sin darse cuenta, el prisma hispanocéntrico de la cuestión, priorizarán su propia lista y, si ganan, echarán a Puigdemont de la presidencia, que es precisamente lo que pretende el Estado. Estas fuerzas, consecuentemente, deben reflexionar y responder quién es, según ellos, el actual presidente de Cataluña: ¿Carles Puigdemont o Mariano Rajoy? Si la suya es una visión catalanocèntrica y no aceptan la mascarada impuesta por Madrid, es obvio que después de las elecciones Puigdemont debe seguir siendo nuestro presidente. Si, en cambio, aprovechando un resultado favorable, optan por entregar la presidencia a un tercer candidato, estarán legitimando estas elecciones dictatoriales y aceptando, aunque sea con la mejor buena fe, que el actual presidente de Cataluña es Mariano Rajoy.

¿Qué es, pues, lo que el Estado no quiere? ¿Qué es lo que el Estado no quiere que el mundo vea? La unidad. La unidad de una mayoría social catalana que, más allá de sus siglas favoritas, restituye al presidente Puigdemont y al vicepresidente Junqueras en los mismos cargos que les fueron violentamente arrebatados. Carles Puigdemont y Oriol Junqueras son nuestro presidente y nuestro vicepresidente, y sólo pueden dejar de serlo en unas elecciones convocadas por el actual presidente de Cataluña, el presidente Puigdemont. El Estado español ha pretendido quitarles la dignidad y los catalanes tenemos el deber ético de protegerla. La suya es también la nuestra. Esto se llama dignidad colectiva.

EL MÓN