Cambiarlo todo, como si nada

En muy buena parte se han ido abandonando las grandes y ridículas amenazas del estilo de quedar perdidos en el espacio galáctico. Incluso la gravísima oración Cataluña no sólo ha fracasado sino que, tal como muestra el documental dirigido por Jaume Roures ‘Las cloacas de Interior’, se les ha vuelto en contra. Ahora, en cambio, la ofensiva del Estado contra el independentismo consiste en provocar microporos difusos. Es decir, promover acciones del estilo de enviar la Guardia Civil a buscar gente vulnerable para asustarla, fabricar encuestas desmoralizadoras o hacer correr manifiestos patéticos firmados por todos aquellos que, en su momento, no lograron hacer mover al Estado ni un paso a favor de los derechos nacionales -políticos y sociales- de los catalanes.

Sin embargo, el éxito de estos pequeños miedos que deberían penetrar sutilmente por los poros de la piel independentista hasta hacer fracasar el referéndum depende, fundamentalmente, de si todos sumados son capaces de dibujar un escenario apocalíptico para el día 2 de octubre. Lo que decía Santamaría, que nos tropezariamos. Pero, ¿saben qué pasará al día siguiente del referéndum, sean cuales sean las condiciones en que se realice y sea cual sea el resultado? Que nos levantaremos temprano para ir a trabajar, que las escuelas abrirán como cada día, que los mercados estarán rebosantes de productos de todas partes, que nos seguiremos encontrando turistas hasta la sopa, que los aviones despegarán con puntualidad, que Cercanías seguirá yendo tarde y que todas las empresas catalanas seguirán enviando sus productos a todo el mundo.

Ciertamente, no puedo predecir qué pasará dentro de 88 días en el plan de los desafíos políticos que tenemos planteados. Pero la política sólo es la parte visible de un sistema cuya parte sustancial, como en un iceberg, se mantiene sumergida. Se puede dudar de si se hará el referéndum, de si ganará el sí o de si se tendrá suficiente autoridad para establecer un nuevo Estado. Pero lo que es el grueso de la vida social, los intercambios económicos y la actividad productiva, la vida cultural, los mundos familiares, las redes sociales, el consumo de banalidad mediática o de rigor informativo, todo esto será imposible de detener.

Mi impresión es que al día siguiente del 1 de octubre asumiremos las consecuencias del referéndum, las que sean, al igual que la mayoría de catalanes, sin darnos cuenta de la dimensión revolucionaria del cambio, hemos dado por hecho que teníamos derecho a decidir la forma de relación con España; igual que una mayoría de ciudadanos hemos terminado pensando que siempre habíamos deseado la independencia -tan secretamente que algunos ni se habían dado cuenta; con la misma santa inocencia -y inconsciencia- que un par de millones de catalanes hemos estado participando en las más grandes movilizaciones mundiales de este siglo y parte del anterior. Como si nada. Y con la misma naturalidad que un día cayó el indestructible Muro de Berlín.

El hecho es que, en el plano político, tan incierta es la situación que crearía un sí a la independencia como un no. Aplazar el referéndum ya es inútil, digan lo que digan los firmantes del manifiesto de quienes no fueron capaces de convencer a España que esto iba en serio, haciendo creer que lo tenían todo controlado. Cierto que la resolución definitiva pedirá, en caso de un sí, un periodo de reconocimientos y negociación. Pero, en caso de un no, habrá un tiempo aún más largo para inventar un futuro que en cualquier caso ya no será el del autonomismo. Que nadie nos engañe: no hacer el referéndum, o el triunfo de un no, nos abocaría a un marco de indeterminación política todavia mayor que el del sí a la independencia.

En definitiva, los microporos se deberán vencer con la misma arma con la que se ha hecho todo el camino: con naturalidad confiada, un poco insensata, queriéndolo cambiar todo como si no pasara nada.

ARA