Cataluña será independiente a pesar de los catalanes

No es ningún secreto que uno de nuestros rasgos de identidad más paradigmáticos, de nosotros los catalanes, es la imposibilidad de ponernos de acuerdo en nada. Yo, hace unos cuatro años, incluso escribí una sátira teatral al respecto. Lo hice porque pienso que, si hacemos el ejercicio de observarla de lejos, constituye un espectáculo teatral bastante divertido. Otra cosa es la observación de cerca. En este caso el espectáculo no tiene nada de divertido, más bien al contrario. Sobre todo en un momento tan determinante como el que estamos viviendo, en el que cada comentario, cada palabra y cada gesto, por coloquiales que sean, se sobredimensionan, se someten a juicio sumarísimo y son atacados por un alud de reacciones. Reacciones enardecidas que van desde el juicio de intenciones y los aspavientos más histriónicos hasta el desgarramiento de vestiduras y el linchamiento de personas públicas. Estos días, con el asunto David Bonvehí, hemos tenido un nuevo capítulo. Y es que los catalanes, quizá porque nuestro espíritu marinero nos empuja a la playa, somos únicos haciendo castillos de arena. Es un hecho empírico que los niños de todo el planeta dan saltos de alegría en las playas cada vez que descubren un catalán entre la gente que toma el sol. Saben que no hay nadie más en esta vida capaz de construirles un castillo de arena gigantesco y majestuoso cerca del mar.

«Sois como niños», nos decía el españolista Unamuno, «os pierde la estética». Y tenía razón. Muchísima razón. Nuestra propensión a la olla de grillos -quizás el rasgo más distintivo de la cocina catalana-, fruto de la necesidad no menos infantíl de querer coger siempre el rábano por las hojas, nos empuja a dedicar grandes dosis de energía a cuestiones irrelevantes que rompen la unidad de acción y que no hacen más que alejarnos de los objetivos fijados. Y lo más preocupante es que este comportamiento es tan espontáneo como recurrente, lo que indica el combate interior que libran el Jekyll y el Hyde catalanes. El primero se fija objetivos nobles mientras el segundo, a escondidas de sí mismo, se afana en abortarlos. Por ello, el principal enemigo del loable plan de fuga diseñado para Jekyll no son los vigilantes de la torre de vigilancia del campo de prisioneros, sino él mismo vestido de Hyde. Será Hyde quien provocará debates sobre si es mejor huir con camiseta azul o con camiseta roja y quien aducirá que no basta con hacer un túnel que lleve a la libertad. Según Hyde, será necesario, además, que sea un túnel de diseño, un túnel que no se haya hecho nunca en toda la historia de la humanidad. De lo contrario la libertad no vale la pena, resaltará. Hyde, como vemos, no le basta con condenarse a solas en el cautiverio, pretende que Jekyll se autocondene también. Es, por decirlo en palabras de la sabiduría popular, como el perro del hortelano, que no come ni deja comer.

Con todo, Cataluña está viviendo un proceso histórico maravilloso, un proceso cívico que tarde o temprano se convertirá en un referente en el mundo. Ahora es difícil tomar conciencia del mismo, porque las miserias del día a día empañan el paisaje, pero no tardaremos en valorarlo en su justa medida y en darnos cuenta del inmenso caudal de energía que derrochamos en rencillas egocéntricas y en réditos electorales. Ojalá, por otra parte, que avance la presencia de las mujeres en los lugares más importantes y estratégicos de la sociedad. Lo necesitamos para lograr la igualdad de género, esto por supuesto, pero también para poder liberarnos todos del primitivismo masculino que nos atenaza, un primitivismo que sólo sabe reafirmarse comparando el tamaño de sus genitales con los de sus congéneres. Y, en este sentido, las confrontaciones «yo soy más independentista que tú» o «nosotros somos más independentistas que vosotros» son el lastre que aún arrastramos de tan primitiva masculinidad.

Los continuos episodios de ‘virilidad estelada’ que protagoniza el independentismo catalán, incluso tropezando una y otra en las trampas del nacionalismo español, no hacen más que dividirlo y alejarlo de la libertad. Así de estúpida es la cultura androcéntrica, siempre tan obsesiva en clavar el clavo por la cabeza. Por suerte, la libertad no tiene terceras vías: o se es libre o no se es. Y gracias a ello, gracias a la evidencia de que no tenemos escapatoria y que tendremos que elegir entre ser libres o desaparecer, entre ser un Estado próspero o vivir en un Estado español arruinado, que tiene una deuda pública del 100% del PIB, que no podrá pagar las pensiones y que deberá elevar los impuestos y eliminar la sanidad y la educación públicas, optaremos por la libertad. Será una opción tan lógica que no tendrá mérito ni épica, pero lo suficientemente efectiva para que Jekyll venza a Hyde y para que los catalanes del futuro reconozcan que Cataluña se convirtió en independiente a pesar de los catalanes.

EL MÓN