La libertad de expresión no es delito, el delito es prohibirla

Quien quiera una prueba ilustrativa del inmenso complejo de inferioridad del Estado español, tiene una muy clara en la criminalización y persecución enfermiza y sistemática de las personas que queman fotocopias de sus símbolos, ya sea la bandera, el monarca o la Constitución. Un Estado sólido, de raíces profundas y seguro de si mismo es refractario a este tipo de manifestaciones. La conciencia de su fuerza le hace inquebrantable al vituperio. Si es un Estado cínico, incluso puede responder con una sonrisa. Y si es democrático, lo acepta como un ejercicio natural de la libertad de expresión y como un precio a pagar por su condición de Estado. Los ciudadanos no son un rebaño de ovejas como los que aparecen al final de ‘El ángel exterminador’, de Buñuel, los ciudadanos no son monos adiestrados para depositar una papeleta en una urna cada cuatro años y luego permanecer mudos. Hay muchos tipos de ciudadanos. Y todos, absolutamente todos, tienen derecho a expresar su rechazo al poder de la manera que juzguen pertinente, siempre que su acción no comporte agresiones a personas o destrucción de bienes ajenos. Quemar una fotocopia, tanto si reproduce la cara del rey de España como la del rey de la selva, nunca pùede ser delito en un Estado de derecho.

Si alguien coge las fotocopias de otra persona y las quema es obvio que estaremos ante un conflicto entre un propietario y un hurtador. Pero si se quema sus propias fotocopias ningún régimen democrático puede decir que delinque, y menos puede criminalizarlo, imponerle una pena económica y amenazarle con cerrarlo en la cárcel. En el Estado español, sin embargo, eso es delito de injurias, como si estuviéramos en el siglo XVIII, porque, al parecer, es el Estado -como ocurre en todas las dictaduras- quien dice qué fotocopias se pueden quemar y cuáles no. Y no hay que ser ninguna lumbrera para saber que las fotocopias que las dictaduras no soportan que se quemen son aquellas en las que se ven las caras y los símbolos representativos de su poder. Los dictadores, por naturaleza, son inseguros, criminalizan la disidencia y sienten un odio feroz por quienes no se someten a la ley del pensamiento único. Si pudieran encerrarían en prisión a todo el mundo que no les fuera sumiso, pero se han de reprimir, deben contemporizar, deben guardar las formas y dar una capa de barniz democrático a su gobierno. Y el barniz es la ley. Ellos, pues, se presentan como que no criminalizan la libertad de expresión por voluntad propia, la criminalizan porque lo dice la ley y porque, según dicen, es la ley lo que da sentido a la democracia. Pero, mira por dónde, es justamente al revés. La democracia no se decreta por ley, la democracia nace de la gente, la democracia es un rasgo cultural que define la manera que tiene una colectividad de entender la vida, y es de acuerdo con estos principios como hace sus leyes. Una sociedad democrática, por tanto, no puede tener leyes antidemocráticas, también entra en flagrante contradicción consigo misma.

No se trata, por otra parte, de hacer juicios estéticos o de valor sobre si es pertinente o no quemar fotocopias con la imagen de símbolos. Cada uno, como es lógico, tendrá su opinión. De lo que se trata es del derecho a la libertad de expresión, un derecho que ningún gobierno ni ningún tribunal pueden arrebatar a la ciudadanía porque es un derecho humano básico, un derecho sin el cual la democracia deja de tener sentido. Por consiguiente, con esta persecución y criminalización de los quemadores de fotocopias, España no sólo se retrata como un Estado cobarde, inmaduro, acomplejado e impotente que necesita matar moscas a cañonazos con la esperanza de que el retumbar le dé una apariencia poderosa, sino que se imbuye de un carácter divino y, como un vulgar inquisidor, por medio de la Audiencia Nacional, un tribunal de origen franquista, sacraliza sus imágenes. Quemar, pues, estampitas con la imagen de estos símbolos religiosos -rey, bandera y Constitución-, es herejía y motivo de castigo ejemplar.

Los estados y sus instituciones no se respetan por lo que son, se respetan por lo que hacen. Y un Estado, como el español, que utiliza sus instituciones contra Cataluña, contra su gobierno, contra su Parlamento, contra su presidenta y contra el derecho a decidir de sus ciudadanos, no se merece ningún respeto. El respeto no se impone, el respeto se gana. Y quien criminaliza las urnas y los políticos que las ponen al servicio de la gente no es digno de ser respetado. Uno de los pilares básicos del Estado de derecho es la libertad de expresión. No hay democracia sin libertad de expresión. En democracia, pues, el delito es prohibirla, y el delincuente es el Estado.

EL MÓN