Exceso por domiciliación

Hemos tenido la oportunidad de constatar cómo la casa viene a erigirse en el centro del hombre de la cultura y, en cierto modo, como agrupamiento de la civilización. La casa, que en el pensamiento spengleriano no difiere mucho de lo recogido con anterioridad por la antropóloga Cassigoli bajo la constatación de que: “Lo que para el labriego significa su casa, eso mismo significa la ciudad para el hombre culto. Lo que para la casa son los espíritus buenos, eso mismo es para toda ciudad el dios protector o el santo patrón. También la ciudad es vegetal. Los elementos nómadas, los elementos puramente microcósmicos, le son tan ajenos como a la clase labradora. Por eso toda evolución de un idioma de las formas superiores está siempre adherida al paisaje. Ningún arte, ninguna religión pueden cambiar nunca el lugar de su crecimiento. La civilización, con sus ciudades gigantescas, es la que, por fin, desprecia esas raíces del alma y las arranca. El hombre civilizado, el nómada intelectual, vuelve a ser todo microcosmo, sin patria, libre de espíritu, como los cazadores y los pastores eran libres de sentido”. Me llama la atención, el que la antropóloga chilena no haga referencia alguna a este atípico intelectual en ocasiones relacionado con la ideología nazi, de la que no obstante nunca hizo gala ni -creo entender- profesó, y cuyo mayor pecado parece ser el de haber sido leído por Hitler y movimientos epigonales del nazismo que aún hoy en día siguen publicando algunos de sus textos como el referido al del hombre y la técnica.

Se da al respecto en este autor, no obstante, una cierta influencia monadológica cuando unas páginas más adelante parece constatar: “Las casas no son ya, como eran todavía las casas jónicas y barrocas, las descendientes de la vieja casa aldeana, célula primaria de la cultura. Ya ni siquiera son casas en donde Vesta y Jano, los penates y los lares tengan santuarios; son viviendas que ha creado, no la sangre, sino la finalidad, no el sentimiento, sino el espíritu del negocio. Mientras el hogar, en sentido piadoso, constituye el verdadero centro de una familia, es que aún sigue viva la última relación con el campo. Pero cuando esta relación se rompe, cuando la masa de los inquilinos y huéspedes surca ese mar de casas errando de refugio en refugio, como los cazadores y pastores de las épocas primitivas, entonces ya está perfectamente formado el tipo del nómada intelectual. La ciudad es un mundo, es el mundo. Sólo como conjunto le sobreviene el sentido de habitación humana. Las casas son los átomos que componen ese cosmos”. Sólo en este forzado sentido la civilización sería Spinoza, mientras las culturas estarían en el ámbito de la filosofía de Leibniz.

Es hasta cierto punto anecdótica el que aún muy tardíamente las domiciliaciones en nuestras aldeas escapaban del callejero, siendo conocidas por el nombre de la casa, muchas veces junto con el apodo e incluso por encima del apellido. En este sentido Pierre Lhande sostenía el que las casas vascas tenían dos grados de antigüedad: el de la familia, cuyo apellido coincidía con el nombre de la casa, o la de aquellos que en segundo grado y por cuestiones diversas lo habrían perdido. La casa, como ya hemos tenido ocasión de comprobar, dentro del ámbito de lo familiar constituíase en ancestro de una cosmovisión, viniendo a corrobar el plano de lo local de la consideración del filósofo italiano Marco Revelli cuando reseña que es ahí precisamente donde aún somos capaces de establecer una relación cara a cara de reconocimiento personal, que el nacional tiene cada vez más mermado y sin una aparente solución de continuidad respecto del global, lugar, este último, donde presuntamente residen “los grandes valores y (…) los grandes problemas aún por solucionar”.

Una lírica visión de la casa vasca, más precisamente del caserío o baserri, la de Pablo de Zabalo, viene a describirlo de la siguiente manera: “Así brota el caserío vasco, flor preciosa, viva como uno de esos pequeños mundos maravillosos que a pesar de su diminuto tamaño contiene todos los elementos esenciales de un mundo grande”. Terreno este muy trillado por antropólogos de renombre como lo fuera Julio Caro Baroja, y que el escritor Pablo Antoñana llama la atención sobre lo que “escolásticamente se le llama institución”, poniendo en común la relación casa y familia, cuyos excesos da lugar, en la opinión de Carlos Martínez Gorriarán, a un irreal principio autosuficiente, “autárquico”, por el que se rige el posterior imaginario nacionalista. Y es por demás curioso al respecto cómo el simbólico lugar de articulación de la democracia en nuestro país en lo que algunos denominarían segunda modernidad – siguiendo la estela de Ulrich Beck-, dando “lugar de encuentro de los opuestos y contrarios”, tome en la visión de un hermeneuta de la categoría de Andrés Ortiz-Osés la figura emblemática del Castillo de titanio que es la delegación bilbaína de la norteamericana Fundación Guggenheim; a pesar de que, en otro lugar el mismo filósofo, no sin entrar en cierta contradicción, llegue a afirmar con rotundidad: “La casa vasca es, en efecto, el microcosmos del macrocosmos vasco (la Tierra), el hábitat no de la Diosa sino de la mujer humana, ya no la caverna o cueva natural sino el reflejo cultural construido por el hombre para su protección”. Opinión en cierto modo compartida por el antropólogo Joseba Zulaika cuando hace participar de la misma idea de cierre a la construcción arquitectónica de la casa (etse/etxe) con aquella otra de la cárcel (itxi). En todo caso, habrá de ser Mikel Azurmendi quien, sin el menor atisbo de duda, afirme: “Historiadores, antropólogos y sociólogos que se han ocupado desde sus diferentes ángulos de estudio de cernir el vínculo social primario de la sociedad tradicional vasca han sido unánimes en señalar que es el etxe o casa”. Es por ello -presumo al albur de las programaciones expositivas de la casa del arte que es el museo asentado en la capital vizcaína- que este contenedor de extraña factura trátese más bien de una de tantas domiciliaciones residenciales de una cultura de nomadismo intelectual (Spengler) que, sin lugar a dudas, aportando, no es singularizada precisamente por ser la nuestra.

La domiciliación adquiere así otro diferente carácter. Se domicilian los pagos y todo lo que tiene que ver con las obligaciones del dominio y de la ostentación de la cual podamos hacer gala. En la cotidianidad del día a día se domicilian, en el lugar de residencia, principalmente, no tanto los derechos como las obligaciones, a excepción, tal vez, de una cierta limitada política asistencial. Por lo tanto, el exceso por domiciliación tiene que ver tanto con aquellas bases sobre las que se cimentara el proto-nacionalismo de algunas ideologías estatalistas como el falso universalismo de otras que dicen basarse en la liberalidad. Somos, pertenecemos, a un género común, el humano, y nuestro espacio, por más que nos empeñemos en cuestionarlo, no es otro que la Tierra. Ahora, conocida su limitación, no estaría de más tomásemos conciencia de usarla como si de nuestra casa se tratara. Pues no en vano la vieja sabiduría del lugar, recogida entre otros por Mikel Azurmendi, confirma que si cuidas de la casa está cuidará de ti (Begira ezak etxera, begiraturen hai etxeak). Para conseguirlo se hará necesario relocalizar la formulación domiciliaria de lo que son derechos y obligaciones, es decir, iniciar el proceso desde abajo, desde nuestra propia constitución. Volver a hacer caso de la misma sabiduría cuando afirma que cada país debe contar con su ley y cada casa con su propia costumbre (errik bere lege, etxek bere aztura).

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