Europa ineludible

La frustración de los europeos tiene lugar, al constatar que la unidad reclamada no se traduce en el progreso que cabía esperar a resultas de la supresión de barreras. Hasta tiempos recientes se había considerado positivo el balance representado por las mejoras de toda índole, facilitadas por el crecimiento y afianzamiento de un estado de bienestar que se ofrecía permanente e irreversible; sistema, que se presumía, a difundir en el futuro por otras áreas de la superficie de la Tierra. Era cierto, no obstante, que se apreciaba el aumento de la diferencia entre quienes vivían de su trabajo y quienes basaban su riqueza en el Capital. No dejaba de sentirse que la riqueza de la mayoría era el exceso que rebosaba del cofre de la minoría. Los ricos podían hacer ostentación de una capacidad de consumo sin relación con lo individualmente necesario, en la más extravagante ostentación; en tanto evidenciaban una ambición acumuladora sin sentido desde el punto de vista de las exigencias del tren de vida más pretencioso.

Paradójicamente venía haciéndose más fuerte el clamor de los ricos sobre los excesos de consumo de la base trabajadora, conformadora de la mayoría social. Llama la atención que el exceso consumidor no era atribuido al gasto individual en manufacturas y servicios, sino al gasto público institucional dirigido al mantenimiento de servicios colectivos que hacen más cómoda la vida, en particular en materia de enseñanza y sanidad; aunque también se clamaba contra todo tipo de ayuda del sistema a determinados individuos o colectividades, reconocidos universalmente como marginados o más débiles, que no participaban siempre del bienestar de la forma más común, generalizada en la mayoría social. Se acusaba a estos de desidia y tendencia al parasitismo; al mismo tiempo que se insistía en la necesidad de mayor exigencia institucional y colectiva, con el fin de hacer más productiva la donación social de que eran objeto, percibida como despilfarro por sus detractores, frente a los auténticamente productivos.

Las repercusiones de la actual crisis en el deterioro ocasionado al sistema ha llevado a importantísimos grupos sociales a una situación de precariedad, tal vez reproduciendo situaciones de épocas que se creían definitivamente olvidadas. Se constata la irracional ambición de los sectores sociales dirigentes, quienes parecen obcecados en su afán de ahogar a los sectores sociales productivos, por su permanente exigencia de recortar la actuación institucional, dirigida a compensar un cierto nivel de desigualdad. Propugnan medidas que no perciben pueden matar la gallina de los huevos de oro, en un proceso sublimador de la productividad, gracias a una tecnología capaz de afrontar los retos más impensables en decenios anteriores. Se puede acusar de ceguera a los dirigentes sociales y a los políticos encargados de gestionar sus asuntos. La Unidad europea fue más bien resultado de la convicción de los grandes Estados  europeos  en la necesidad de hacer frente a las grandes potencias mundiales, que del convencimiento en la  capacidad de superación de las rivalidades históricas que habían desolado recientemente a Europa. Pervivían los viejos recelos, porque persistían las viejas aspiraciones nacionales en los Estados que se resistían a perder su status de gran potencia. Estos antiguos Imperios -las denominadas potencias coloniales- aceptaron finalmente abandonar sus colonias; en ningún caso la remodelación de los territorios que calificaban de metropolitanos.

Iniciada la unificación en lo económico, a la Europa de las grandes potencias se adhirieron Estados más pequeños, pero homogéneos, otros de trayectoria peculiar como España, Inglaterra y la caterva de naciones poco definidas desprendidas en última instancia del Imperio soviético y con anterioridad procedentes de las ruinas de Austria-Hungría e Imperio turco. A las sociedades que integraban estos Estados atraía la expectativa del acceso al desarrollo y bienestar del modelo capitalista occidental, molestos como se habían sentido por las limitaciones para el consumo propias del sistema soviético. La aventura ha resultado decepcionante, cuando con la crisis se les hacen exigencias de renuncias que se miraban impensables en la idealizada Europa del progreso. En el momento presente aumentan quienes consideran que no merece la pena formar parte de una organización de Estados que obliga a unas renuncias impensables para los europeos de las generaciones recientes. Es una actitud explicable a la vista de la configuración impuesta a la Unidad europea por unos políticos que no han atendido, sino a exigencias y presiones de los detentadores de capital, grandes empresas manufactureras y de servicios y las mismas instituciones financieras en las que ocultan los efectos dinerarios que detraen del trabajo y ahorro de quienes crean productividad real; todo ello con el apoyo de unas instituciones que escapan al control del cuerpo social.

No deja de tener sentido el rechazo de un sistema de gestión que se proclama democrático, pero que ha terminado configurando un poder con centro de mando al margen del control de la colectividad, en el que las decisiones son tomadas por expertos que se proclaman únicos capacitados para entender en un terreno como la Economía. Afirman ser árbitros ecuánimes y objetivos que, por lo demás, adoptan medidas incuestionables ¡Esto lo dicen refiriéndose a la materia de mayor preocupación para la colectividad y el mismo individuo! ¡Más digno de llamar la atención es que se autodenominen liberales! En un intento por identificar el esfuerzo de quienes exigieron la liberalización de las formas de gobierno autoritarias propias de los sistemas del Antiguo Régimen con los intereses materiales de quienes disponen de mayores recursos,  en su pretensión de utilizarlos al margen de todo control social.

En un marco de tal índole ha sido instalado una organización para administrar los asuntos socio-económicos europeos que puede ser calificada de informe; remedando instituciones de los sistemas representativos de los Estados que constituyen la Unidad Europea misma, pero con una organización de las funciones que prima la decisión de los órganos técnicos -en realidad políticos-, siempre obsesionados por mantener al margen a la opinión pública y reduciendo al máximo el papel de los organismos representativos, como puede ser el mismo Parlamento de la Unidad Europea. A este se le presentan los textos acabados de las reformas, que suelen ser aceptadas con escaso debate por las concentraciones de formaciones políticas de tendencia.  por su parte, los políticos que se encuentran al frente de los gobiernos han relegado el debate de los asuntos colectivos al terreno de la diplomacia. Es aquí en donde se hace sentir la influencia de los grupos de presión, constituidos por representantes de los grandes intereses económicos que rebasan cualquier marco estatal. Aquí se toman las decisiones al margen de la opinión pública, quien se da de bruces con decisiones completamente perfiladas; acuerdos que son presentados sin alternativa que la opinión pública termina por aceptar resignada, como mal menor; con la esperanza de que las medidas impuestas no deterioren de forma excesiva su status, todavía prospero. Todo lo más contrario a un funcionamiento democrático de esas instituciones tan alejadas de los ciudadanos; sistema institucional que en ningún caso se ha pretendido que sobrepase el nivel de decisión de los negociadores políticos, más propio de la vieja diplomacia secreta que, hoy en día sigue vigente al igual que en épocas históricas ya pasadas. No persigue, sino el ocultamiento de las interioridades de una práctica  secreta, tras la que se refugian los intereses materiales del sector social privilegiado, parapetados en las anónimas organizaciones empresariales y financieras.

En el esquema institucional de la Unidad europea han sido impuestas fórmulas de organización habituales en los denominados Estados-Nación. Son instrumentos que facilitan tomas de decisiones favorables  a estas grandes construcciones políticas. Mediante este sistema los viejos Imperios obligados al repliegue sobre Europa, a consecuencia de la convergencia de esfuerzos de los poderes de los U.S.A. y la U.R.S.S., junto a la rebelión de los territorios colonizados, intentaron paliar la pérdida de su poder como potencias mundiales, apoyándose en la capacidad de la masa humana y económica europea a la que pretendían dar forma y controlar. Las reticencias de los grandes Estados -Alemania, Francia, Italia- a sobrepasar el límite de los acuerdos tradicionales interestatales en la configuración de la Unidad europea -solución que deja intacta la vieja soberanía de los Estados-, junto a los recelos ingleses por las limitaciones a su libertad de acción que implican los acuerdos de la Unión, evidencian la falta de voluntad integradora del constructo. En una organización de este carácter que no alcanza en sentido estricto el nivel de lo que es una confederación, son las economías fuertes de los Estados indicados quienes pueden imponer sus condiciones, porque la Unidad europea no puede funcionar en ningún plano sin la aquiescencia de los grandes. La Inglaterra de la Thatcher se verá compensada cuando reclame devolución de sus aportaciones. La Grecia de Tsipras se verá incapaz de conseguir concesiones, aun en la situación extrema en que se encuentra.

El panorama es decepcionante en definitiva. Únicamente viable en coyunturas ascendentes, el modelo ha evidenciado su incapacidad para obviar las crisis, dando pie al desencanto y el aumento de las consideradas trasnochadas tendencias nacionalistas de las épocas inmediatas, traducidos en los terribles conflictos que llevaron a Europa a los abismos.  En el presente los viejos nacionalismos rebasan los niveles de movimientos políticos marginales. A decir verdad el nacionalismo nunca ha dejado de ser guía de los viejos imperios  y constituye el factor que ha movido hasta el momento a los políticos encargados de la toma de decisiones, evidenciando permanentemente el egoísmo que mueve a dirigentes políticos, intelectualidad y sectores sociales predominantes; sea el francés De Gaulle con su grandeur o la Thatcher inglesa con la ruindad de una vieja ecónoma. Se podría hacer extensiva la valoración a la mayor parte de los Estados. Con tales mimbres imposible abordar una unidad de Europa que permita fraguar auténticas instituciones comunes como las exigidas por una construcción política que supere el nivel de la soberanía en que se han apoyado los Estados. Este factor actúa como freno para la Unidad europea en dos direcciones. La Soberanía entendida a la manera tradicional es utilizada por los dirigentes políticos como instrumento de veto frente a las resoluciones comunitarias que determinados Estados entienden perjudica sus intereses particulares. Son los Estados más poderosos quienes se refugian tras ella. En otra dirección esa misma fuerza,  proyectada hacia el interior de los Estados,  se impone mediante decisiones tomadas en instancias de poder lejanas carentes de representatividad sobre el conjunto de colectivos sociales y culturales integrantes de cada Estado, de grado o por fuerza.

Estos son factores retardatarios en el camino a una Unidad de Europa. Para la viabilidad de la misma se hace necesaria la cohesión institucional, al igual que la social y cultural, con la mirada puesta en la superación de rivalidades históricas. Se obtiene la impresión de que importantes sectores europeos no contemplan otra forma de Europa que la surgida de la simple supresión de las barreras fronterizas que facilite paso franco; pero sin que ello implique la renuncia al modelo de identidad creado por el Estado-Nación en la contemporaneidad. Es este obstáculo fundamental que impide la consolidación de los intentos unificadores de la Europa actual. En los centros neurálgicos de los Estados-Nación aumenta el recelo frente a las instituciones europeas, como si las mismas fuesen manejadas por colectividades nacionales extrañas que acechan la riqueza  y buenas condiciones de vida creadas por la capacidad productiva de la que es vista como Nación propia y exclusiva; la que se percibe a través del idioma y medios de comunicación propios.

Parece que se carece de proyecto de unificación como el que pudo mover a algunos de los impulsores originales de la Unidad, a quienes han dado la espalda los políticos encargados de llevar a puerto el ambicioso proyecto. Resulta obvio que  se impone una transformación profunda de esquemas de gobierno y administración y cambio de mentalidad. Es exigencia insoslayable la renuncia a una manera de considerar la soberanía  en su forma tradicional, que no soporta las decisiones políticas, salvo en el caso de ratificación por los órganos de decisión del sistema institucional exclusivo de cada Estado. En tanto se mantenga este esquema las presuntas instituciones de la Unidad europea se revelarán ineficaces. Los Estados fuertes seguirán resistiéndose a la conveniencia de la mayoría, al disponer capacidad material y política adecuada, como sucede con Alemania, Francia e Inglaterra; en tanto los débiles -lo evidencia el caso de Grecia- deberán doblegarse a las imposiciones de los fuertes. Es esta realidad que pone de relieve un factor desapercibido por quienes se resisten a aceptar el hecho nacional -identitario dicen algunos-, como denominan a la afección sentida al respecto en las colectividades nacionales pequeñas, abrumadas por proyectos nacionales de los viejos Imperios.

Se debería reflexionar sobre el hecho incuestionable del predominio de las grandes corporaciones financieras y otras, acompañadas siempre por esos grandes Estados-Nación. En definitiva resultado de la reconversión  de sus otrora Imperios territoriales en la masa económica y política que los convierte en las actuales potencias en Europa.  Tales Estados conforman estructuras favorables al autoritarismo,  obstáculo insalvable para una remodelación democrática, solo posible tras el rediseño del sistema institucional europeo vigente, que incluya una Cámara de representantes  para toda la Europa unida, libre de los condicionantes de las fuerzas políticas que en el día apoyan y controlan los Estados tan vinculados a los socio-económicamente poderosos. Anexos y como órganos ejecutivos, responsables ante la misma Cámara, las instituciones adecuadas con poder soberano sobre el conjunto de Europa. Desde luego, con esquemas y funcionamiento alejados de los actualmente denominados democráticos, que respondan realmente a los intereses de las colectividades naturales, auténtica realidad humana de este continente; colectividades que deberían contar con sus propios sistemas de administración democráticos emancipados de los controles que hoy en día ejercen las naciones más fuertes sobre ellas, cuando se atribuyen injustamente la representación de tantos Pueblos sometidos, en línea, desde luego, con la tradición de los viejos Imperios que permitieron a los grandes imponerse a los débiles.

Muchos afectarán extrañeza ante la propuesta que se hace ¡Desde luego! simple traza de un proyecto que debería ser desarrollado. Entiendo con todo que es este un camino que mira a la construcción de una Nación europea, superadora de las limitaciones nacionalistas históricas y actuales. Digo nacionalistas refiriéndome a los planteamientos nacionales concretados en gran parte de los actuales Estados, de los que es modelo acabado España. Este modelo proclama su intangibilidad y se declara refractario al abandono de la mínima parcela de soberanía, entendida en términos históricos. En este terreno se incluyen quienes defienden la posibilidad de la democratización del Estado, sin modificación del espacio territorial que lo configura en el día. La rigidez que se evidencia en tal actitud, oculta planteamientos subliminales que responden al afán de todos los defensores del mismo proyecto nacional por seguir dominando un espacio territorial y humano que se contempla irrenunciable. Es en un marco de parecido carácter en donde podría superarse el lastre del Nacionalismo impositivo tradicional, mediante la articulación de un sistema que devuelva la capacidad de gestión y control de los recursos a las colectividades naturales más pequeñas, mediante la rectificación de la injustificada sumisión a que se han visto sometidas, por los proyectos nacionales de los grandes Imperios. La convergencia en instituciones comunes de toda Europa podría en mejor forma facilitar la superación de las actuales diferencias en el marco de un ordenamiento jurídico europeo basado en la democracia y la igualdad jurídica de las colectividades que lo integren, sin las imposiciones históricas que han llegado a la actualidad en nombre del Nacionalismo  imperialista; Nacionalismo este factor de la conflictividad y contenciosos de la actualidad en los terrenos de soberanía y dominio.

La deficiencia más notable que presenta el estado de cosas presente, es precisamente la inexistencia de una democracia auténtica, ceñida en exceso a la simple posibilidad de la libertad de movimiento y participación en las votaciones en los sistemas políticos habituales en nuestras coordenadas. La propuesta que se hace es la modificación del actual sistema decisorio, basado en instituciones que escapan al control del individuo y sociedad civil. Estas instituciones constituyen el instrumento de los fuertes a través de las formaciones políticas, permanentemente abocadas a las presiones de lobys y corporaciones, que ejercen el poder en una escala piramidal, a partir de los centros de decisión más altos hasta la base de las instituciones locales. Les es suficiente para proclamar su entidad democrática el refrendo periódico de las urnas que les permite proclamar que son resultado de la voluntad colectiva, negando a la ciudadanía el derecho a la crítica. Frente a este modelo la propuesta alternativa es la de constituir órganos de decisión en las bases, que expresen las aspiraciones de la sociedad civil y constituyan un sistema institucional representativo de esta realidad, libre en todo caso del poder que en la actualidad ejercen las minorías más fuertes a través de corporaciones e instituciones de toda índole para la defensa de sus exclusivos intereses.

El frustrante panorama presente que parece volver las cosas a tiempos pasados, se traduce en decepción y desengaño para una población europea que había creído en el irreversible progreso y bienestar. El siguiente escalón lo representa el resurgimiento del Nacionalismo autista en el que se han basado los Estados-Nación del mundo contemporáneo occidental; Nacionalismo que la intelectualidad de este Mundo considera el único viable, cuando pretende que es asumido por la generalidad de las colectividades integradas en el propio Estado, de grado o por fuerza. A pesar de que en ocasiones quienes lo sostienen se ven obligados a reconocer que ha sido suscitado desde el mismo Estado, siguen considerándolo el único viable y de hecho no reclaman su superación, salvo en el plano de lo ideal, por entender que la alternativa de un Nacionalismo basado en la identidad colectiva responde a impulsos atávicos, como si no fuera posible una racionalización de los elementos diversos que confluyen en la identidad individual.

En definitiva, se impone la revisión del proceso seguido ala hora de determinar las normas que deberán regir la Unidad europea, asumiendo la conciencia de que esta unidad constituye el único camino capaz de ofrecer soluciones a los múltiples problemas que Europa debe afrontar próximamente, evitando la vuelta a situaciones pasadas que terminaron por llevar a Europa a la crisis, el conflicto y las destrucciones de la guerra.