La catalanofobia contra Pep Guardiola

«Curioso Estado, España, que necesita imponer a los deportistas la defensa de su camiseta como si se tratara de un servicio militar obligatorio»

La decisión de Pep Guardiola, de cerrar la lista «Juntos por el Sí», de la candidatura independentista en las elecciones del 27-S, ha desatado la ira de los nacionalistas españoles. El solo hecho de ver su nombre en una lista que consideran satánica los tiene enfurecidos y las dicen a lo bruto. Hay descalificaciones personales, insultos, calumnias y un buen pliego de juicios de intenciones. Ya he comentado en ocasiones que España no es una nación, España es una religión, y quien no comulga es un blasfemo que comete herejía. Ahora, claro, ya no hay hogueras que hagan sentir a los herejes ‘quién manda aquí’, pero están los organismos del Estado que se encargan de difamar, estigmatizar, criminalizar y castigar la disidencia. Es la Santa Inquisición española puesta al día por sus herederos ideológicos. Y es que ser independentista catalán en el siglo XXI es tan diabólico como lo era la heterodoxia en la España del siglo XV. Han cambiado las formas, es cierto, pero el marco mental absolutista que hay detrás es exactamente el mismo. Ahora la bandera española ocupa el lugar de la cruz y, como concepto inmutable, exige que todos, de rodillas, veneremos la encarnación de la Suprema Verdad. Por eso el gesto de Guardiola les saca de quicio. Por eso hablan como hablan y dicen las barbaridades que dicen.

Lo hemos visto muy bien en la avalancha de comentarios anónimos que circulan por la red y en las declaraciones de personas vinculadas a la política, incluso ministros . Hay de todo. De los primeros, de los anónimos, no hace falta hablar, porque son seres cobardes que han encontrado en Internet el campo ideal para liberar sus miserias y su complejo de inferioridad en la misma medida en que algunos policías blancos se amparan en el uniforme para escarnecer un negro insumiso. De los segundos, de los metidos en política, podemos destacar un par: Marina Pibernat, ex candidata de ICV-EUiA en el Ayuntamiento de Girona, y Jorge Fernández Díaz, ministro español de Interior.

Vayamos por partes. En relación con Marina Pibernat, el problema no es que acostumbre a hablar más con las tripas que con el cerebro, esto tiene poca importancia porque quien hace lo que puede no está obligado a más, el problema es que lo que dice contiene elementos racistas absolutamente repugnantes e inadmisibles en alguien que se postula como servidor público feminista y de izquierdas. Y aún más si lo que dice es machista y de derechas: » Los catalufos se la comen entre ellos por lo solidarios que son». Ahora, sin embargo, cambiamos su sujeto y, en lugar de decir «catalufos», pongamos «negros»: «Los negros se la comen entre ellos por lo solidarios que son». ¿Qué dirían, en este último caso, el boletín Front, portavoz del PSUC-Viu en Girona, o Joan Herrera? Se habrían echado las manos a la cabeza, lógicamente, y habrían reprobado al autor del comentario, fuera quien fuera. Pero el autoodio, fruto de tres siglos de dominación española, no puede reaccionar de la misma manera si el escarnio es contra catalanes. Por ello, tanto la revista como Joan Herrera, defendieron a Pibernat. La primera, además de darle «ánimos», tenía la cara de hacer lo que ha hecho siempre el absolutismo más repulsivo, que es convertir el verdugo en víctima y la víctima en verdugo, y decía: «La intolerancia y la manipulación xenófoba no tienen que pasar, y no pasarán «. Y Joan Herrera, por su parte, lo banalizaba diciendo que «catalufos es tan despectivo como hablar de Potemos». Pues no, señor Herrera. No es lo mismo. «Potemos» hace referencia a un partido político mientras que «catalufos» alude a una identidad colectiva. Decir «catalufos» es tan xenófobo y tan repugnante como decir «gallegufos», «senegalufos» o «palestinufos».

Éste, pues, es el nivel de los que se jactan de tener el patrimonio de la izquierda. Suerte que la CUP los pone en evidencia y los sitúa en el lugar que les corresponde . Es decir, a su derecha. Pero el ultranacionalismo español de Pibernat no puede soportar que alguien con la ascendencia de Pep Guardiola dé apoyo explícito al proceso catalán y ha dicho que es «la encarnación nacionalista catalana del self-made man yanqui, el mito capitalista del chico que se esforzó; otro reaccionario». Curiosamente, si alguien quiere hacerse una idea de lo que es la encarnación nacionalista española más reaccionaria le basta prestar atención a la señora Pibernat. Dice las mismas cosas que la ultraderecha, es decir, que el PP. El ministro Fernández Díaz, incluso, se ha permitido hacer un juicio de intenciones a Guardiola diciendo: «Ahora vemos que seguramente iba [a la selección española] no por interés patriótico, sino por interés crematístico, porque hay personas que el dios que tienen es el del dinero».

Por supuesto, Fernández Díaz, con estas declaraciones, descalifica el gobierno que representa y se descalifica a sí mismo como persona. Sobre todo teniendo en cuenta que su juicio de intenciones esconde que la Ley del Deporte española, a través de sus artículos 74 y 76, castiga «la falta de asistencia no justificada [justificada sería enfermedad o causas de fuerza mayor] a las convocatorias de las selecciones deportivas nacionales» en estos términos: «Inhabilitación, suspensión o privación de licencia federativa, con carácter temporal o definitivo, en adecuada proporción a las infracciones cometidas». En otras palabras, España no admite la objeción de conciencia de los deportistas para negarse a representar a España y les amenaza con penas de inhabilitación para toda la vida. En el Barça, ciertamente, está el caso de Oleguer Presas, que se negó y no le pasó nada, pero para ello necesitó la complicidad del seleccionador español. De lo contrario lo habría pagado caro. Curioso Estado, España, por tanto, que necesita imponer a los deportistas la defensa de su camiseta como si se tratara de un servicio militar obligatorio. Curioso Estado, España, que inhabilita de por vida a los deportistas que se niegan a representarla y que no hace lo mismo ante declaraciones como las de Dani Ceballos, jugador del Betis, que ha dicho que «tiene que caer una bomba en la grada y matar a todos los perros catalanas y vizcaínos». Un Estado así tiene la solidez de un castillo de arena y está condenado a la desintegración. Es lo que pasará después de la independencia de Cataluña, pero nosotros lo miraremos desde la distancia. Dicen que no es bueno inmiscuirse en los asuntos internos de otros países.

EL SINGULAR DIGITAL