El regreso de la momia

El proceso de paz que se está desarrollando en La Habana entre el Gobierno colombiano y las FARC, con el anexo del apoyo del ELN, ha eclipsado la mayoría de las noticias que nos llegan desde aquel país sudamericano. Estamos preparados para los titulares, no tanto para los matices y, sobre todo, para el retorno de los brujos, como diría Louis Pauwels.

En esta ocasión, sin embargo, ya que del brujo apenas quedaba rastro, me referiré a otro de símil cinematográfico, «El regreso de la momia», de Stephen Sommers. Vaya por delante que el protagonista de mi relato es Felipe González Márquez, presidente del Gobierno español de 1982 a 1996, que dentro de unas semanas cumplirá 73 años. La momia.

La última boda de González tuvo también toques cinematográficos, al hilo que dejó la película del mismo título de Jorge Tsabutzoglu. Al estilo de los viejos artistas, casados con parejas a las que llevan varias décadas, Felipe González tuvo entonces su último minuto de gloria antes de desaparecer de las portadas cotidianas. Todo un síntoma.

Luego alguna declaración extemporánea contra los catalanes, a pesar de su apoyo al corrupto Jordi Pujol, palabras de ánimo al borbón saliente que llamaron Juan Carlos I y poco más. Eso es lo que tienen las momias, capaces de reposar en el sarcófago durante siglos, a la espera de una resurrección que aparentemente no llegará jamás.

Y, quizás por la evisceración previa, el retorno ha comparecido en Bogotá hace unas semanas, con el acto de nacionalización del antiguo gobernador español que recibió, de la mano del presidente Manuel Santos, la ciudadanía colombiana. Como lo oyen. Aquel joven abogado sevillano que revolucionó el PSOE apartando a los históricos de sus órganos directivos, que desechó el marxismo como método de análisis, que encumbró a la socialdemocracia española a lo alto del pedestal después de varias décadas de dictadura, se ha nacionalizado colombiano. A la vejez viruela.

En un acto dramático (teatral), Santos calificó a González de «un ser extraordinario», según nos cuentan las agencias de propaganda. No sé si asombroso tal y como lo acostaría Borges aunque más bien sospecho que se trató de un acto de vaselina mutua, en un mundo que nos es ajeno a la mayoría de mortales. Una ruina pasmosa, si me permiten usar como sinónimo, inventado es cierto, el término extraordinario.

Aunque efectivamente, la transformación de González en González, o la de la España franquista en España democrática ha sido extraordinaria. Entiéndanme el significado: fantástica. Y la de aquel joven abogado sevillano, hoy canoso hombre de negocios colombiano, es el paradigma de la misma. No quiero hacer más retórica del adjetivo.

En la cercanía, Felipe González comenzó a hacerse colombiano a través de un hombre de negocios de origen donostiarra, Enrique Sarasola Lertxundi, fallecido en 2002. Sarasola y González hicieron un tándem especial en América y en España. Un Sarasola, al contrario que González, que al margen de su fortuna, pasó meda vida pleiteando por acusaciones de todo tipo. Recordar, de modo pasajero, que cuando Felipe González ganó aquellas elecciones del «cambio» en 1982, Enrique Sarasola y el narcotraficante Pablo Escobar, el capo del cartel de Medellín, fueron invitados a la celebración de la victoria socialista en Madrid.

La llamada cultura del pelotazo de González y Guerra le debe mucho a ese donostiarra cultivado en el negocio rápido. Amistad a raudales y envidia. Mucha envidia, repleta de vanidad. Así pasó González de la pana al Vuitton. Sarasola, Escobar, Álvaro Uribe, Belisario Betancur… nombres ligados a escándalos financieros, tratos de favor, narcotráfico, aquel famoso pelotazo del metro de Medellín. González, nacionalizado colombiano.

Y si Sarasola debe mucho a Colombia y González a Sarasola, el modelo de transición española debe mucho a González. Me atrevería a decir que fue su modelo. Hoy, los toreros patrios que ejercen de historiadores, los forofos del madridismo futbolero que van de académicos nos cuentan milongas, endulzan de mazapán las portadas de los telediarios. Como si en vez de en Bilbao hubiéramos vivido en Hamelín, la ciudad del flautista, y todo fuera un gran cuento.

De Adolfo Suárez qué se puede decir. Hizo lo que le tocaba, despiojar a la pléyade falangista de su apellido, incluyéndose él mismo, para blanquearla en demócrata. Sobre Santiago Carrillo, fuera de la anécdota de su peluca clandestina, no quedará más rastro que el de sus apestosos cigarrillos. Lo que ya es algo. La ruptura lo fue con su historia, no con el régimen franquista. Carrillo retornó a España para desmantelar al comunismo, para integrarlo en el rodillo de la autocomplacencia. Carrillo era también felipista. Colombiano como González.

Quiero creer, y de hecho lo hago, que aquella transición a la que el PNV también se sumó por la quiebra de sus arcas exhaustas tras años de exilio, no pilló a los jeltzales en el revoltijo colombiano. A pesar de Francisco (Patxi) Abrisketa, ubicado tardíamente en Bogotá y sostenedor de un PNV agotado de ideas, dólares y recambios. El «colombiano» Abrisketa, que nunca supo diferenciar entre PNV y CIA, sacó del atolladero a los jeltzales, hasta para dar los primeros pasos de la Ertzaintza y de la ETB.

Felipe González fue de los que concibió la política como un fin en sí mismo. Enriquecerse a cuenta de lo público, con su amigo Alfonso Guerra, el navarro Solchaga, el atlantista Solana o el aristócrata Boyer. Aquel si que fue el fin de la ideología, y no el que describió más tarde Fukuyama. González fue el enterrador de la España de Machado, de Lorca, de Hernández, de Max Aub, de Arturo Barea. E inauguró la era de los nuevos demócratas, fusionó la Internacional con el Cara al Sol y creó los nuevos monstruos «socialistas» como José Barrionuevo, Luis Roldán o Rafael Vera. Recuperó el Azor del tirano para sus vacaciones retrasmitidas.

La Transición española o la transición a la española es la madre de todas las guerras, el inicio o el continuismo, la ruptura o la reforma, la razón de ser de memorias ahora innombrables. La Transición española fue el gran bluf de la historia, la rampa para que desde Zarzuela, Moncloa o la Bodeguilla una nueva elite no sólo adorase el dinero (Also sprasch Zarathustra) sino que lo gestionase. Y se lucrase.

Felipe González y su séquito de prosélitos (la casta, la elite) tuvieron el triste honor de revalorizar todo aquello que de sobra sabíamos no tenía cabida en un mundo justo. Tuvieron el triste honor de enterrar la esperanza del cambio que habían extendido, de quemar en la hoguera de sus vanidades la transformación que faltaba. Una cuadrilla de desalmados, ebrios por el poder. ¡Cuántas similitudes con esos narcotraficantes que de la nada pasaron a ser dioses gracias al autoridad inmensa del dinero!

El retorno de la momia, colombiana o española no viene al caso, está relacionado con esa tendencia que se vislumbra, sin llegar a convertirse en axioma como más de uno insinúa. Una especie de nueva transición ante el deterioro y el desmoronamiento de ese escenario que padecemos gracias a los movimientos de González & González en su tiempo. Felipe, esa momia a punto de cumplir los 73 años, reivindica su época, aporta el valor de los servicios prestados (nacionalidad colombiana) y retorna para frenar esa que dicen segunda transición.

Y uno que para eso es demasiado «santomasista» (ver para creer), todavía está en que el sistema es tan voraz que puede repetir hasta la saciedad la tragedia griega de Saturno devorando a sus hijos. Que para evitar esa segunda transición (para los vascos aún no ha llegado siquiera la primera), ya hemos asistido al parto de otro Felipe, Sexto, en detrimento de su padre, sin más coste que el del papel de las revistas del corazón.

Aquellos tahúres como Carrillo, Solé Turá, Ajuriagerra, Peces Barba, Leizaola, Tierno Galván, Guerra, Martín Villa, Gutiérrez Mellado, Serra, Pujol… descorcharon una botella que llevaba abierta decenas de años. Fue la gran mentira. La historia se los ha tragado como aquella ballena lo hizo con Gepetto y su hijo Pinocho. Quizás me equivoque, pero ese retorno de la momia es como una última bocanada de aire, una prolongación de una agonía compartida.

«Nada se parece menos a la imagen que se tiene de un hombre o una mujer memorables que sus desperdicios mortales arreglados como para una fiesta funeraria». Lo escribió hace años un colombiano al que admiro. Gabriel García Márquez. No se refería ni a González ni a su sombra, pero gracias a la imaginación, la interpretación es libre.