El caso Santiago Vidal

El caso del juez Santiago Vidal, que el gobierno español, mediante los órganos judiciales, pretende inhabilitar por haber participado en la redacción de una Constitución catalana, es una muestra fehaciente de hasta qué punto España es una democracia totalitaria. Igual que en las dictaduras, toda actividad privada que no concuerde con la ideología del régimen está tipificada como delito y quienes la practiquen se exponen a sufrir castigos que les afectarán toda la vida. Situados en este punto, es una suerte que estemos en 2015 y no en 1940. En aquella época, por una acusación como la mencionada, quienes mandaban habrían invitado al juez Vidal a hacer turismo por el Campo de la Bota. Ahora, en cambio, las depuraciones son mucho más civilizadas. Y también más profilácticas. Ahora nadie se ensucia las manos. Ahora, como en las mascaradas de lujo, las depuraciones tienen un carácter solemne, con mucha barba blanca y altísimos tribunales, tan altísimos que sólo Dios llega a ellos estirando un poco el cuello.

No es de extrañar que cada vez haya más catalanes que quieran marcar distancias con el Estado español. Nadie quiere vivir en un Estado que conculca las libertades básicas y que criminaliza, persigue y castiga a los ciudadanos desafectos al régimen. El 19 de diciembre pasado, Santiago Vidal tuvo que viajar a Madrid para declarar ante el Consejo General del Poder Judicial español sobre el terrible crimen de haberse dedicado a redactar una Carta Magna catalana en sus horas libres, y ahora, por tanto, ya todo está a punto para que sea lanzado a las llamas del fuego purificador. Hay tres opciones: suspenderlo de empleo y sueldo durante tres años, alejarlo de Cataluña aplicándole la pena de destierro -como si estuviéramos en el siglo XVI- o la expulsión de la carrera judicial. Lo sabremos pronto, ya que en los regímenes dictatoriales el principal delito es pensar, y Vidal ha cometido precisamente este delito: pensar. El pensamiento es el mayor enemigo del Estado. Por eso toda persona que no sólo se lo permite, sino que empuja a los demás a hacerlo, se convierte en una célula subversiva que amenaza la estabilidad del poder y debe ser depurada. Pulverizada.

Este es, pues, el extremo al que hemos llegado. Un gobierno que elabora informes que se demuestran falsos sobre presidentes y expresidentes catalanes y alcaldes de Barcelona, que expulsa del territorio a personas chinas por saber hablar catalán sin saber hablar español, que se niega a condenar el franquismo, que subvenciona una entidad que ensalza su nombre, que da medallas a nazis, que legaliza formaciones de esta ideología, que dispara contra inmigrantes indefensos mientras nadan para salvar la vida, que restringe el derecho de huelga y que criminaliza la libertad de expresión, no es extraño que quiera tener también el control del pensamiento. Ya lo pedía un líder de la ultraderecha de Grecia, transcrito por Vassilis Vasilikos y Jorge Semprún, en la segunda mitad del siglo XX: «Las enfermedades ideológicas deben combatirse de forma preventiva, ya que se deben a la acción de gérmenes mórbidos y parásitos de diversas especies. Por tanto, la pulverización de los hombres es indispensable. Las escuelas, en este caso, son nuestro primer objetivo. Es allí, si se me permite la metáfora, donde los brotes jóvenes no han alcanzado los doce o quince centímetros. La segunda pulverización debe hacerse poco antes o poco después de la floración. Se trata, naturalmente, de la universidad, de la juventud obrera, para salvar el árbol sagrado de la nación de la infección de esta enfermedad ideológica».

Estaría bien que algunas de estas nuevas formaciones y plataformas que se jactan de ser de izquierdas y de defender los derechos humanos se pronunciaran sin ambigüedades sobre el caso Santiago Vidal, un caso flagrante de conculcación del derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Salvo, claro, que consideren que todo ser humano tiene derecho a pensar ya expresar lo que quiera, siempre que no sea en favor de la libertad de Cataluña.

SINGULAR DIGITAL