¿Insuperable violencia?

La violencia constituye el factor que convulsiona de forma más contundente nuestra sensibilidad, especialmente cuando afecta a la integridad física y a la misma vida del ser humano. Es por esto, por lo que nos negamos a considerarla parte de nosotros mismos. No obstante, la soportamos, si no la aceptamos, como realidad inevitable, de la que tendemos a hacer responsables a nuestros opositores. Marx la calificó de partera de la Historia, no únicamente por su presencia permanente en las relaciones humanas, sino por considerarla el instrumento -imponderable e insoslayable- en el marco de las transformaciones positivas a las que se encuentra vinculada la evolución de la sociedad.

Los movimientos fascistas en general la enaltecieron por su capacidad de destrucción de todo lo que consideraban pertenecía al viejo orden. Alababan la fuerza purificadora de la violencia, a veces de una manera abstracta, que pretendía ser al mismo tiempo reflexión filosófica y pose artística; lo mismo en la guerra que en la acción política. Intentaban ocultar las miserias del campo de batalla y la inaceptable intolerancia del Fascismo hacia la libertad de los individuos y de los colectivos que rechazaban sus planteamientos. Los fascistas entusiasmados por el efecto purificador que atribuían a la violencia llegaron a la paranoia de considerarla un fin en sí mismo, por encima de los objetivos políticos que declaraban perseguir.

Los planteamientos pacifistas, por el contrario, han tenido menos partidarios, especialmente, cuando tales planteamientos extremados hasta las últimas consecuencias llevan a asumir cualquier desmán que el violento esté dispuesto a ejercer sobre el pacifista, incluso la misma pérdida de la vida. Actitudes como las de Gandhi son universalmente admiradas, aunque menos imitadas.

La actitud predominante en el conjunto de las culturas acepta la violencia como elemento insoslayable para el mantenimiento de la convivencia social y la misma supervivencia. Se justifica como último recurso, con la finalidad de defender a individuos y colectivos de agresiones. Se estima como medida no deseada, pero ineludible; réplica idónea contra el agresor, quien recibe en las consecuencias negativas que pueden derivar para él mismo el castigo adecuado, como compensación de su actitud agresora. Con esta argumentación se termina por justificar un valor considerado, en principio, repudiable. La realidad cotidiana y la misma estructura de las sociedades, culminada en la organización de los Estados, tiene como elemento fundamental de los mismos la coacción y el uso de la violencia.

La realidad se nos ofrece como aparente paradoja. La mayor parte de los individuos se consideran no violentos y hacen recaer la prueba de descargo sobre el oponente. Jamás quise la guerra, afirmaba Hitler en su patético -por mendaz- testamento, redactado, cuando la contundencia de la masacre por él promovida se cernía sobre su cabeza. Si un individuo de tal calaña buscaba justificar su obra, con unos argumentos en los que ni él mismo creía, por otra parte, en el momento en que huía mediante su nada heroico suicidio de la responsabilidad que tenía en la muerte de millones de personas ¿qué no se podrá esperar del individuo corriente, convencido de no recurrir a la violencia, sino en última instancia? Reconozcamos en definitiva que la mayoría aceptamos la posibilidad de la violencia. Nuestra sensibilidad se resiste a imaginarnos la situación concreta en la que haríamos uso de la misma. No obstante, quienquiera que considere la legitimidad de la autodefensa, no está seguro de no llegar a utilizarla en alguna ocasión.

La cruda realidad es la presencia habitual de la violencia en el seno de las relaciones humanas y de las organizaciones estatales en un grado que desmiente la conciencia pacifista que se atribuyen la mayoría de los individuos. Es ésta una evidencia, incluso en el mundo avanzado occidental, el que mayor énfasis ha puesto en el rechazo de tal instrumento, como medio de resolver los conflictos. Los conflictos abiertos están a la orden del día, iniciados por los mismos Estados que llevan proclamando durante casi un siglo que las diferencias interestatales deben ser resueltas a través del acuerdo y arbitraje. Lo que en la percepción del individuo y consenso colectivo es una realidad marginal -el uso de la fuerza- constituye el paisaje cotidiano, lo mismo a nivel individual que comunitario. Este desajuste es resultado de la intolerancia mutua en presencia de intereses encontrados, que son vistos como vitales para el individuo o la colectividad.

La virtud ideológica permite, sin embargo, liberar a la conciencia propia de la responsabilidad que hay en la generación de violencia. Siempre actuamos en legítima defensa de nuestros derechos. Cuando se ha llegado a este punto el oponente se presenta en agresor, decidido a imponérsenos por la fuerza. Es un violento a quien no es posible detener, sino mediante una fuerza mayor que la ejercida por él mismo, violencia que, por otra parte, comporta graves riesgos para nosotros. Estas situaciones pueden aparecer de igual manera cuando el conflicto que nos enfrenta afecta a bienes materiales o a la integridad física de las personas. Trasladada tal perspectiva a las relaciones entre las colectividades y de los Estados, convierte en agresor al conjunto de individuos que integran un colectivo determinado o a la totalidad de los súbditos de un Estado concreto. El aspecto que encierra mayor gravedad de hacer recaer la responsabilidad de una agresión sobre un colectivo en su conjunto, estriba en no diferenciar entre quien puede ser responsable objetivo y quien no lo es. Este es un hecho irrelevante para quien se cree en el derecho de la legítima defensa, aunque su actitud implique consecuencias negativas para inocentes.

La violencia sigue siendo el hecho más decisivo en el Mundo actual, justificada como legítima defensa por los contrarios en presencia. Los oponentes alardean del rango universal de los valores que les mueven a la agresión. El enemigo es terrorista, satánico y blasfemo, o tirano y fascista. Nadie puede cuestionar que sea atacado y perseguido cuando todavía no ha hecho uso de su potencial agresividad y perseguido sin descanso

Esta percepción es engañosa y falaz. Es verdadera únicamente para quien se proclama agredido, en tanto su oponente tiene exactamente la perspectiva contraria del conflicto. Aquí se sitúa la raíz del problema. La violencia es resultado de la intransigencia en el momento de hacer frente a intereses encontrados. La cultura occidental pretende haber encontrado el medio para resolver los conflictos de intereses, mediante la negociación y diálogo. La actitud negociadora y dialogante es consecuencia del reconocimiento de que los individuos y colectivos deben ser considerados todos en pie de igualdad y por tanto acreedores a los mismos derechos. De tenerse en cuenta siempre este criterio el conflicto desaparecería, aunque los conflictos de todo orden que sacuden el Mundo muestran lo lejos que nos encontramos de tal ideal.

La razón no es otra que la primacía concedida a los intereses propios frente a los ajenos y por eso el conflicto aparece inevitable. Esta es la evidencia que normalmente se oculta tras el disfraz de la legítima defensa, hecho que pone de relieve la escasa disponibilidad a reconocer el derecho del oponente, si nos atenemos a la extensión de conflictos de índole individual y colectiva. Lo peor del caso es la intensidad de muchos de tales conflictos que se traducen en violencia contundente y permanente; violencia que convulsiona las relaciones entre los pueblos y ocasiona tantos perjuicios de carácter material y moral, difícil de superar posteriormente con paces mal diseñadas.

La violencia como instrumento de resolución de conflictos no tiene por qué dar la razón al que tiene mejor derecho, sino al más fuerte. Es igual, éste se presentará como agredido y se considerará con fuerza moral para imponer al vencido la justicia -la suya- sin que, probablemente, tenga problemas de otros espectadores a quienes afectan situaciones similares. No tiene importancia. La sociedad internacional es un agrupamiento de vencedores, no siempre de quienes tienen mejor derecho.

En esta Europa de libertad y consenso persisten los conflictos históricos que enfrentan a tantos Pueblos y Estados. La imposición sigue vigente para quienes se resisten a formar parte de proyectos políticos y nacionales que no son los suyos. Únicamente el pudor y el convencimiento de que no es posible imponerse permanentemente a colectividades de gran raigambre histórica mueve a ciertos Estados a buscar soluciones negociadas, como puede ser el caso de Inglaterra, Bélgica y otros…; conscientes, además, de que es posible la convivencia y el progreso sin mantener la opresión. Por desgracia no es este el caso de España, de mentalidad numantina. Su prepotencia le lleva a mantener la imposición. Que el subconsciente colectivo permita a los españoles reconocerse opresores, no les lleva a recapacitar y modificar su actitud, sino, por el contrario, a reaccionar con mayor virulencia en contra de quienes oprimen. En esta dirección sus leyes, tribunales y poderes en general, apoyados en una sociedad e intelectualidad de paranoia sicofante, señalan la culpabilidad de los oprimidos, reclaman la intransigencia frente a la pretensión de la Nación Navarra de recuperar la perdida soberanía y hacen recaer castigos contundentes y arbitrarios sobre quien se rebela contra un sistema jurídico que constituye un Estado de excepción permanente.

Clamar contra la violencia en tal situación, representa otro medio más de querer ocultar la mala conciencia que se oculta en los opresores. Como decía Martin Villa en el fragor de los acontecimientos de Julio de1978 en Iruña…«lo nuestro son errores, lo suyo crímenes»…, todo ello en un momento en el que a las fuerzas represoras españolas que masacraban a la población navarra se les decía públicamente…no os importe matar…, al igual que Fraga hacia recaer la responsabilidad de los acontecimientos de Montejurra en Mayo de 1976 sobre quienes fueron las víctimas de sus desmanes…«ya sabían ustedes a qué iban»

A decir verdad, tenemos el derecho a dudar de la autenticidad de muchas condenas de la violencia, cuando éstas provienen de instancias implicadas en conflictos, que se revelan interesadas. No se puede aceptar la legitimidad de quienes las promueven, cuando queda en evidencia que éstos no pasan el filtro básico del reconocimiento del oponente como un sujeto igual en derechos. España no tiene derecho a considerarse agredida, porque es evidente que niega explícitamente el derecho a la libre decisión a la Nación navarra. Constituye este un hecho cotidiano. Por muy reprobable que sea la violencia -con mucha frecuencia indiscriminada- que desarrolle una organización armada como E.T.A., España no puede erigirse en juez de las mismas, ya que los presupuestos jurídicos del actual Estado se basan en la imposición sobre una colectividad que discute su adscripción forzada a la Nación española y el propio Estado español manifiesta su decisión de obligar a tal colectividad a ser española y ejerce permanentemente -y lo declara explícitamente- su decisión de imponerse violentamente.