London calling

1. LONDRES ES UN laberinto rojo: los taxis, al principio del siglo XIX, eran rojos; las cabinas telefónicas lo eran hasta hace poco; los camiones, famosamente, lo siguen siendo; las tejas de la Londres romana fueron rojas, como lo fue la primera muralla londinense. »Vi el populoso mar -escribe Borges en El Aleph-, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi un laberinto rojo (era Londres)». Londres es un laberinto que arrastra hacia sí, que engulle. Camino de Londres, De Quincey sintió, en 1800, »una succión poderosísima, en un radio vastísimo, y la conciencia de que, al mismo tiempo, en un radio aún más vasto, ya por tierra, ya por mar, una succión aún más poderosa está operando». Escribió también que, a 40 millas de la ciudad, »el lóbrego presentimiento de una vasta capital te alcanza, oscuramente». Una frase típica del siglo XVIII decía: London conquers most who enter it. Londres conquista y, según está escrito en East London, »devora a sus propios hijos». Los apellidos de las grandes familias del siglo XV, como Whittington y Chichele, ya habían desaparecido en el XVIII; las familias del XVII ya no existían en el XIX: la ciudad se las tragó. Londres necesita comer más, más, y siempre está ejerciendo su embrujo, que atrae de fuera más carne para su apetito: en 1690, »el 73 por ciento de aquellos que gozan de la libertad de la Ciudad nacieron fuera de Londres»; en la primera mitad del siglo XVIII, 10 mil personas llegaban a vivir ahí anualmente: la ciudad como piedra imán. Mas la metáfora de la ciudad glotona, devoradora, no es desaforada: el Gran Fuego de 1666, una de las varias conflagraciones que la han destruido, inició en Pudding Lane y terminó en Pie Corner, como si sólo el hambre lo limitara, y en esa esquina está aún la figura dorada del fat boy; antes hubo ahí esta inscripción: »Se alzó esta figura en memoria del incendio de Londres, ocasionado por el pecado de la gula, 1666».

2. LA CIUDAD DEVORA a sus hijos, pero el londinense también devora la ciudad. Alguna vez Londres fue vista como una enorme cocina, »el lugar de la comida mucha y muy buena». (Dicen algunos que cockney, ese bello término que sirve para denominar a lo típicamente londinense, viene del latín coquina: cocina.) Los registros reportan que, en 1725, se consumieron ahí »60 mil terneras, 70 mil ovejas y corderos, 187 mil puercos, 52 mil lechones; 14 millones 750 mil pescados caballas; 16 millones 366 mil libras de queso…» Hay una cocina del siglo II, reconstruida en el Museum of London; y en ella una estufa en la que se cuecen porciones de res y puerco, pato y ganso, pollo y venado: tal era la riqueza de los bosques que la rodeaban. También (lo muestran las excavaciones de la Londres romana) se comía ostiones, cerezas, ciruelas, lentejas, chícharos, nueces, pepinos. En un amphora hallada en Southwark se lee este anuncio: »Lucius Tettius Aficanus provee la más fina salsa de pescado de Antipolis». En la Londres de los sajones, un buey costaba seis chelines y un cerdo un chelín. Un poco más tarde, la comida de ley era la anguila: hay evidencia de que, a lo largo del Támesis, el siglo XI era prolífico en pequeñas tiendas que expendían ese animal. En ninguna otra ciudad, acaso, el pan ha sido más vital. Hubo escasez en 1258: se importaron toneladas de trigo de Alemania y aún así »15 mil de los pobres perecieron». Pero un diario doméstico de la época señala que, en días de pescado, se comía »arenque, anguila, lamprea, salmón» y en días de carne »puerco, cordero, res, aves, pichones y alondras».

También hubo hambre en 1392 y 1393, y se forzó a los pobres, según Stow, a »una dieta de manzanas y nueces». Chaucer, hacia 1400, pudo escribir que el cocinero se emplea »to boil the chicken and the marrow bones… maken mortrewes and well bake a pie»: mortrewe era una sopa (tal vez felizmente olvidada) de pescado, puerco, pollo, huevos, pan, pimienta y cerveza. Siempre cerveza, a eso huele Londres, y a jerez también (sherry o sack). Falstaff recurre a él todo el tiempo: »Give me a cup of sack, you rogue. Is there no virtue extant? (…) Let me pour in some sack to the Thames water!» Al principio del siglo XVII, el roast beef ya era emblemático de la ciudad; también un tal milk pudding. Había una frase cockney: to come in pudding time, que quería decir »llegar o suceder en el mejor momento posible». Otra novedad: la familia londinense se sentaba alrededor de una parrilla a rostizar, delicadamente, rebanadas de pan con mantequilla: »This is call’d toast.». En mayo de 1718 un enorme pudín de carne, 18 pies y 2 pulgadas de largo, 4 pies de diámetro, fue llevado por seis asnos a la taberna del Cisne en Fish Street Hill pero, al parecer, »su olor fue demasiado para la gula de los londinenses»: la escolta fue asaltada, y devorada su preciosa carga. Todo el siglo XVIII fue famoso por sus coffee houses. La Topography of London dice ya en el siglo anterior: »their ware also att this time a Turkish drink to be sould almost in eury street, called Coffee, and another kind of drink called Tee, and also a drink called Chacolate, which was a very harty drink». Al principio del siglo XIX, estuvieron de moda la pasta de anchoas, la lengua en conserva, la mantequilla clarificada y el pâté de foie gras; se desayunaba jamón, lengua fresca y devil, es decir: un riñón; en la cena solía haber »chuleta de borrego, filete de nalga, sirloin, restos de ganso y pavo, bacalao reducido a agallas, aletas y cola».

En el siglo XX otra maldición cayó sobre Londres: la enfermedad de las vacas locas, que cambió de arriba a abajo el mercado de carnes de Smithfield, como un incendio, y volvió a la res inglesa, tan querida, el odio favorito de la ridículamente fresa Europa… Los habitantes de Londres se vengan de la ciudad: la engullen y la excretan mientras ella, a su vez, los mastica y los devuelve, inertes, muertos, a sus calles apestosas.

3. QUIERO LARGARME DE aquí. Quiero cambiar el mapa mental de la ciudad de México por el multitudinous map of London, quiero emborracharme de ale o de lager, salir y comer papas y pescado en cualquier chippie; quiero embarrarme de sangre en el mercado de Smithfield, aunque no se parezca al mercado de hace un siglo; quiero colas de cerdo marinadas y asadas en el horno con pan molido y mostaza fuerte, bazo de cerdo braseado lentamente; quiero comer hígado de ternera con tocino en el Sir Loin, terrina y pescuezos de pato rellenos en el St John, empezar a chupar en el Fox & Anchor a las 6:30 am y no soltar el tarro hasta que la niebla y la lluvia vuelvan a caer con la noche de Whitechapel, y mis dientes amarillos se hayan roto. Quiero tragármela y excretarla, y que mi apellido se pierda en Londres, que no haya nadie de los míos después de mí, que un cronista un día diga: »Aquí hubo un Ruvalcaba alguna vez. La ciudad se lo tragó.»