La momia resucita

El community manager de PDeCAT tuiteó ayer un artículo de Stéphane Michonneau en el diario Libération imprescindible para entender la dinámica que algunos sectores intentan impulsar desde el frenazo del 10 de octubre. Michonneau conoce la historia del país mejor que la mayoría de políticos catalanes, y no hace falta decir que todos los corresponsales extranjeros.

Profesor de la Universidad de Lille, tiene un libro titulado Barcelona: memoria e identidad que describe los orígenes del catalanismo y la esquizofrenia identitaria de las élites del país a través de la política del ayuntamiento de la ciudad, a finales del siglo XIX. El último discurso de Puigdemont en el Parlamento y la carta que le envió ayer a Rajoy pueden aparecer como dos grandes galimatías, si no se interpretan a la luz de las tesis de Michonneau.

Más allá de la retórica, los gestos de la Generalitat y su prensa amiga han seguido hasta ahora, de manera más o menos sutil, el espíritu del doble patriotismo que Michonneau explica en su libro para definir las tácticas de las élites barcelonesas. Según señala el académico, la declaración de Puigdemont perseguía, con su estilo queridamente confuso, el objetivo de fondo del catalanismo secular: «afirmar la soberanía de la nación, dentro de un conjunto español por redefinir».

Hasta ahora, la gesticulación victimista de la mayoría de líderes independentistas ha seguido conectada de manera compulsiva con el espíritu de aquella sentencia de Víctor Balaguer que dice que «la historia de Catalunya es sobre todo la historia de la libertad de España». Como ya pasó con el Renacimiento, el processisme se ha convertido en un intento histriónico de poner los anhelos emancipadores del pueblo catalán al servicio de los intereses de las clases dirigentes de Barcelona.

Como hace 150 años, la globalización ha dejado a las élites catalanas atrapadas entre dos fuegos: la presión centralizadora de Madrid y el sentimiento independentista del país. Llegados a la encrucijada definitiva, ahora se ve que el processisme es una actualización del discurso de siempre; es decir, un relato que mira de gestionar el conflicto permanente que las clases dirigentes de Barcelona mantienen con el gobierno de Madrid y, al mismo tiempo, con su propio país.

Desde este punto de vista, Michonneau afirma que los últimos movimientos de Puigdemont son coherentes con la voluntad del catalanismo de mantener al precio que sea una posición de interlocutor hegemónica entre Catalunya y España. Michonneau compara el discurso de Puigdemont en el Parlamento con la proclama de Macià, que declaró la República catalana como Estado integrando de la Federación Ibérica o con la de Compañeros que situó Catalunya como Estado de la República federal española.

Según el académico, el presidente insinuó la independencia para controlar un movimiento de base que lo podría sobrepasar en cualquier momento y acto seguido la suspendió para establecer un diálogo con Madrid «sobre la arquitectura territorial del Estado». Según el articulista, los últimos gestos de Puigdemont siguen la filosofía de Cambó, que quería hacer al mismo tiempo de Bolívar de Catalunya y de Bismarck de España.

Desde este prisma, cuesta menos de entender la carta de aclaración que Puigdemont envió ayer al gobierno del PP, así como la respuesta seca de Rajoy, que le viene a decir: «controla tu turba y deja de fastidiar». También se entienden mejor las declaraciones llenas de ambigüedades y sobre entendidos que algunos dirigentes independentistas han hecho los últimos meses y la insistencia de diarios y televisiones en la necesidad de evitar la violencia.

El artículo de Ferran Rodés en el Ara, La autoridad de la gente de paz, es un buen ejemplo de la campaña del miedo que las élites de Barcelona han arrancado para tratar de recuperar el control de Catalunya, desde el referéndum. El artículo de Rodés, afirmando que la DUI provocaría «todavía más violencia», es la versión pedagógica de aquel artículo que Jordi Évole publicó en El Periódico vaticinando la guerra civil, si Puigdemont no hacía marcha atrás.

El catalanismo clásico estaba pensado para gestionar la agresividad del Estado en un entorno de guerras y de limpiezas étnicas. El independentismo lo hizo envejecer poniendo en relación la libertad con una urna. También hizo otra cosa: sacó a los catalanes de su jaula de temores y les demostró que ni son cobardes, como decía el tópico, ni es verdad que el país sea más débil que los políticos, como decía Pujol.

Además, el éxito del referéndum puso de manifiesto que la democracia española no puede aguantar mucha más violencia que la que aplicó, inútilmente, el pasado el 1 de octubre —de lo contrario la policía no habría dejado el trabajo a medias. Eso hace que la estrategia de Madrid basada en la idea pujolista que el país preferirá morir poco a poco antes que defenderse con los medios a que haga falta, se base en un peligroso error de cálculo.

Hasta la época de Pujol las estrategias descritas por Michonneau sirvieron para modernizar España a cuenta del empobrecimiento de la cultura catalana y del padecimiento del pueblo comprometido con el país. Ahora que hay un referéndum celebrado la situación es un poco diferente. En un entorno de democracia más o menos estable tarde o temprano alguien aplicará el resultado, por más fantasmas del pasado que los viejos caciques catalanistas hagan circular.

Como ya expliqué el viernes, más allá de sus intenciones, el frenazo en seco de Puigdemont ha roto el cuello a los fariseos del diálogo. Con la detención de Jordi Cuixart y de Jordi Sánchez se confirma que no se puede despreciar nunca la estupidez de los dirigentes españoles, para corregir nuestros errores. Aunque siempre cabe que alguien quiera aprovecharlo para ir a elecciones.

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