Fugacidad de la política

La experiencia subjetiva del tiempo enseña que a lo largo de la vida hay periodos de una lentitud pegajosa y otros en los que todo se precipita sin control. En política pasa lo mismo. Hay etapas de una estabilidad asfixiante. Y hay momentos de aceleración rabiosa, que excitan a quien hace tiempo que esperaba los cambios y que aterrorizan a quien ve tambalearse la que había sido su posición de ventaja. Ahora, en Catalunya, vivimos unos tiempos de gran fugacidad política en que no hay previsiones que valgan. Sin haber acabado de averiguar dónde estábamos hoy, sabemos que mañana puede pasar cualquier otra cosa. Los conservadores de derecha y de izquierda están malhumorados. Y los que pensaban que nunca llegaría su momento viven desbordados por la esperanza de un nuevo día.

La acción política siempre había distinguido entre la estrategia y la táctica, entre la acción orientada al largo plazo y las decisiones de jugada corta, de regate. Seguro que tarde o temprano volveremos a medir los movimientos de la política según esta vieja distinción. Pero ahora mismo, la política se juega en el momento y exige una inteligencia hábil para la reacción instantánea. Hablar de incertidumbre es poca cosa. Ahora, la política se mueve en el terreno de aquello que es fortuito, impensado, confuso. Los liderazgos fundamentados en el cálculo y la conspiración quedan fuera de juego. Es un tiempo de pensamiento rápido, de respuesta viva, de líderes capaces de improvisar. También es tiempo para afortunados.

Estas circunstancias son vividas con mucha preocupación no tan sólo por los políticos que ven discutidos sus viejos planes de futuro, sino también por los expertos en ciencia política, cuyos modelos no sirven para explicar las situaciones azarosas. Y, claro está, por los analistas que no sólo no las vemos pasar, sino que ni las vemos venir. Sin embargo, creo que este carácter radicalmente contingente de la política también tiene su cara positiva en el sentido de que puede favorecer su profunda regeneración. Veámoslo.

En primer lugar, es cierto que la imprevisibilidad actual fuerza a una sobreproducción de discurso político, a un estado permanente de declaraciones y contradeclaraciones y a una gran incontinencia especu­lativa. Pero, paradójicamente, es esta misma sobreabundancia la que la hace irrelevante. Aquello que parecía trascendental hoy al día siguiente queda superado por un nuevo desafío, que por la tarde ya se habrá fundido. Y, al revés, destaca la palabra modesta que se revalúa porque se aferra a los hechos. De manera que el exceso retórico de la política tiene dos consecuencias extremadamente positivas. Una, que en medio de tanta contingencia, se hace particularmente visible aquello que es voluble y aquello que es esencial. Y dos, que los hechos son revalorizados en la medida en que emergen de entre la fatuidad de los discursos. La posverdad no es un signo de tales tiempos, es su último estertor.

La segunda cosa positiva que nos aporta la actual fugacidad de la política es que desenmascara la inconsistencia de las proclamas y señala con claridad los compromisos. En los periodos de estabilidad es fácil hacer promesas cuya ejecución llega pasados los años, sobre un recuerdo confuso y en circunstancias lo bastante diferentes como para poder justificar el incumplimiento. Pero ahora, en domingo se dice una cosa, el lunes se tiene que matizar, el martes los propios obligan a desmentirlo, el miércoles se contraataca para salvar la piel, el jueves hay que disculparse y el viernes… se llega a la conclusión de que habría sido mejor no decir nada. Pasada esta vorágine, la política habrá aprendido a ser discreta y más consistente.

En tercer lugar, lamentablemente, estos periodos de tanta precariedad acentúan el conflicto y simplifican los puntos de vista. Se pierden los matices. Pero también la ambigüedad queda al descubierto. No siempre las cosas complicadas tienen que ver con la complejidad sino con la voluntad con hacer enre­vesado lo que es sencillo. La radicalidad democrática, el respeto a la voluntad popular o los llamamientos al diálogo se ponen a prueba en tiempos duros. Es ahora cuando quedan al ­descubierto las operaciones de las alcantarillas del Estado; las corrupciones que de tan adheridas a la piel parecían piel; el autoritarismo disfrazado de patriotismo constitucional; las amenazas de penuria que recurren al miedo porque no pueden apelar a la razón, o los anuncios de suflés que incluso crecen fuera del horno. Y también es ahora cuando se desenmascaran las cobardías que han permitido su ocultación.

Finalmente, a quien realmente complica la vida la instantaneidad de la política actual es a analistas y comentaristas, que vamos de cabeza. Se atribuyen intenciones imaginadas que no llegan de hoy para mañana. Se perpetran juicios precipitados cuyo desmentido llega antes de que sea dictada la sentencia. Y las reinterpretaciones de las especulaciones previas son tan aceleradas que en un mismo análisis podemos encontrar la rectificación de la tesis inicial. No sé si, cuando todo se serene, algunas voces tendrán que enmudecer de vergüenza.

La Vanguardia