La otra ‘vasquitis’

Siempre ha existido en nuestro país una crítica política a lo que se había calificado, en tono burlón, de vasquitis catalana. Desde posiciones políticamente moderadas –a derecha, izquierda y centro­– se menospreciaba cualquier tipo de fascinación con el caso vasco. Es cierto que en los ambientes nacionalistas se prestaba mucha atención a la política vasca y a sus liderazgos. La simpatía hacia Juan José Ibarretxe aún es notable, como antes la había suscitado Carlos Garaikoetxea y después lo ha hecho Arnaldo Otegi. Esa admiración inquietaba porque dejaba a los políticos catalanes en una posición, digamos, nacionalmente cobarde. Recordar ahora el voto positivo de CiU y el PSC a la ley de Partidos del 2002 que permitió la ilegalización de Herri Batasuna, o las posiciones tímidas ante el cierre de Egunkaria en el 2003, el único diario en euskera, todavía es doloroso. Pero sobre todo se denunciaba con energía la existencia de una cierta fascinación de sectores minoritarios y radicalizados por los estilos de lucha en Euskadi. De todo aquello queda huella en la gestualidad, la indumentaria y los peinados del independentismo de extrema izquierda.

Los últimos años, sin embargo, el interés ha cambiado de dirección. Ahora son algunos ambientes del nacionalismo y el independentismo vasco los que miran con atención el proceso independentista catalán. Acabado el ciclo violento, ante un cierto desconcierto estraté­gico y afectados por una relativa crisis electoral, observan de cerca Catalunya. No puedo decir si existe una catalanitis vasca, entre otras cosas, porque la mayoría de mis interlocutores en el País Vasco están convencidos de que el proceso independentista fracasará, incluso los que se muestran fa­vorables. Un convencimiento que tanto puede deberse a su experiencia de la brutalidad de la represión del Estado español como al temor a que una Catalunya independiente les complicara su propio debate político y económico.

Sin embargo, la ultimísima versión en este juego de atracciones ha vuelto a cambiar de dirección. Sorprendentemente –o no tanto–, los que se reían de la vasquitis catalana, después de conocerse el acuerdo del PNV con el PP para aprobar los presupuestos, ahora se han apuntado sin reservas a ella. Creen que la política catalana tendría que hacer como el PNV: sacar provecho de su peso en Madrid. No es que me escanda­lice la capacidad negociadora del PNV y el cinismo de los analistas que lo aplauden. ­Incluso, considero que el PNV ha hecho bien y que se comporta como lo haría cualquier Estado en el marco de la política in­ternacional, por aquello atribuido a Churchill de que “los estados no tienen amigos, sólo tienen intereses”. Sí: ¡estricta política internacional!

Lo que no entiendo, en cambio, es la memoria selectiva de la nueva vasquitis. Primero, porque el modelo de financiación catalán no permite los acuerdos bilaterales que sí facilita el sistema de acuerdo bilateral del cupo vasco. Y si quieren que imitemos a los vascos, que defiendan con la misma inten­sidad su sistema de financiación para Catalunya. En segundo lugar, porque la magnitud de la compensación que debería recibir Catalunya, si se quisieran conseguir condiciones parecidas a las de los vascos, serían insostenibles en el marco actual de financiación autonómica. En tercer lugar, porque hemos podido comprobar que el acuerdo con el Gobierno vasco no ha indignado prácticamente a nadie –ni a Cs, que se quería cargar este sistema de financiación–, mientras que la simple promesa de Rajoy unas semanas atrás de unas inversiones en Catalunya que ni siquiera eran superiores a las de los últimos años hicieron temblar cielos y tierra españoles. En cuarto lugar, a los analistas se les escapa que cuando Catalunya ha participado con ministros catalanes en gobiernos españoles, no se ha constatado ninguna mejora en su financiación. Todo lo contrario, mientras la mayoría de los ministros españoles se sienten legitimados para favorecer a su región de origen, los ministros catalanes siempre se hicieron perdonar la vida ignorando las habituales prácticas cantonalistas. Y por muestra, la del último gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y cuál fue el trato a Pasqual Maragall.

Finalmente, apunto una quinta consideración difícil de demostrar: el precio del apoyo político del PNV al PP tendría en Catalunya gravísimas consecuencias electorales. Quizás me equivoco, pero apoyar los presupuestos de un Gobierno liderado por un partido corrupto hasta extremos inimaginables; con unos gobiernos –aquí hay que añadir los del PSOE– capaces de firmar contratos nefastos con constructoras sin que tengan que asumir ningún riesgo empresarial como ha sido el caso de la plataforma Castor, y con una trayectoria antidemocrática de menosprecio y humillación hacia los catalanes, aquí no saldría gratis. Seguramente, nos falta sentido de Estado para poder prescindir de estas nimiedades como son las exigencias éticas y democráticas. Lo que nos debería hacer sentir más nobles quizás sí que delata una gran debilidad política. Y, sin embargo, esta debilidad es la que ahora, paradójicamente, enerva tanto a los de la nueva vasquitis catalana.

LA VANGUARDIA