El referéndum

El manifiesto por el referéndum puede ser bueno si presiona al Gobierno y al Parlamento para que clarifique los pasos de la hoja de ruta

Es innegable que la publicación del manifiesto por un referéndum sobre la independencia de Cataluña hace un par de semanas ha sacudido el debate político entre los independentistas del país. Tras plantear que el panorama político catalán ha entrado en «una creciente situación de colapso», sus promotores apuestan por aparcar la vía de las elecciones plebiscitarias (en la hoja de ruta del Gobierno) porque es «poco clara [y] poco útil» y, en cambio, piden al Parlamento que apruebe la ley de transitoriedad jurídica (que definiría el marco transitorio entre el derecho español actual y el de la República Catalana), regular el régimen electoral de un referéndum, convocar este último a continuación, y «en caso de victoria del sí […] declarar formalmente la independencia».

Curiosamente, la hoja de ruta actual es más radical que la propuesta del manifiesto -al menos sobre el papel-. El manifiesto limita la validez de la ley de transitoriedad jurídica, o LTJ, a la realización del referéndum: como la última frase del manifiesto dice que «la transitoriedad jurídica entraría inmediatamente en vigor para poner en marcha el nuevo Estado» (en caso de ganara el sí), hay que entender que esta ley sólo sería declarativa de intenciones (y que, como mucho, afectaría a la regulación del referéndum) pero no tendría efectos jurídicos completos (de soberanía). Por el contrario, en la hoja de ruta actual, la LTJ se presenta con efectos jurídicos vinculantes y, por tanto, equivalentes a una declaración de independencia. Las elecciones que se seguirían serían, según la hoja de ruta actual, constituyentes -y, en principio, unas elecciones constituyentes sólo son posibles en un país soberano.

Es cierto, por otra parte, que, más allá de lo que dice el texto de la hoja de ruta del Gobierno, la interpretación que la mayoría independentista ha hecho de esta vía ha sido a menudo ambigua e incluso contradictoria. Algunos de sus miembros venden la LTJ como una DUI. Otros (a veces los mismos que la habían presentado como una DUI unos días antes) la interpretan como el paso para convertir unas nuevas elecciones (bajo régimen autonómico) en unas segundas plebiscitarias -en este caso, no sobre la preparación de la independencia (que, nos dicen, habría sido el objeto real de las elecciones del 27-J), sino sobre la independencia en sí-. Esto permitiría hacer caer la independencia como un fruto maduro si se alcanza el 50% más uno de los votos (objetivo que comparten con los partidarios del referéndum). Pero también permitiría evitar (a diferencia de la ruta del referéndum) una ruptura completa e imposible de legitimar y defender en caso de no alcanzar esa mayoría.

Lógicamente, esta ambigüedad es la que exaspera a los referendistas, porque donde los partidarios de la hoja de ruta actual ven una estrategia de prudencia (buscar la victoria electoral para desbordar el Estado y no al revés), los promotores del referéndum sospechan puro procesismo (una maniobra hábil para alargar la tragicomedia catalana hasta pudrirse la y cansar a todos).

El hecho es que simpatizo con (y en parte comparto) la desconfianza que hay detrás del manifiesto por el referéndum. Y creo que su publicación, si evitamos que adherirse o no se convierta en una especie de prueba de fuego de la pureza independentista de cada uno, es buena porque obliga al Gobierno y a la mayoría parlamentaria a clarificar su interpretación de la hoja de ruta y, haciéndolo, a converger con los objetivos de los referendistes.

Sin embargo, antes de explicar cómo debería hacerse esta clarificación, quisiera insistir en los puntos débiles del manifiesto por el referéndum. Primero, el manifiesto minimiza el hecho de que, para hacerlo, hace falta una declaración ‘de facto’ de independencia, la suspensión de la soberanía española hasta que sepamos si hemos ganado o no, y tener la adhesión ciudadana para hacerlo. Segundo, hacer un referéndum no sólo implica contar con la participación de los ‘noes’ sino también con su colaboración activa (como interventores, etc.). En todo esto, los promotores mantienen un silencio que les acerca al voluntarismo. (Nótese que el manifiesto ha agitado el independentismo pero ha dejado relativamente indiferentes a los comunes, que son destinatarios importantes de esta maniobra).

Como he dicho antes, el manifiesto por el referéndum puede ser bueno si presiona al Gobierno y al Parlamento para que clarifique los pasos de la hoja de ruta. Si las elecciones «constituyentes» prometidas no son más que unas elecciones para hacer una Constitución que entonces deberá ser ratificada más adelante (y que, supuestamente, hará independiente al país), entonces los referendistes tienen razón pidiendo un cambio de ruta. Ahora bien, si el Gobierno se compromete explícita y públicamente a hacer de la LTJ una declaración de independencia real y si las elecciones que se siguen son de ratificación de la declaración (bajo la regla de que los votos para los partidos que aprobaran la ley equivalen a un ‘sí’ y los votos a los partidos que no la aprobaran equivalen a un ‘no’), entonces el método de las elecciones sigue siendo superior (al menos hasta que los defectos «técnicos» del referéndum planteados antes no se resuelvan).

ARA