Estados grandes, Estados pequeños, o la vigencia interesada de ideas arcaicas

La virtud de hablar con analistas extranjeros que pasan por Madrid es que indirectamente descubres algunos de los argumentos que muchos de ellos tienen sobre Cataluña. Es bien conocido que la causa catalana tiene muchos amigos en todas partes, pero no es menos cierto que el proceso catalán tiene todavía un número muy significativo de analistas internacionales que no lo han entendido.

En general, la gran mayoría les cuesta diferenciar el caso catalán al del resto de las autonomías españolas. No tienen clara ni la larga historia, ni la singularidad que hay detrás de nuestra reivindicación. Suelen ubicar la situación actual más en el contexto de la crisis económica de 2007 que en lo que significa el fracaso del Estatuto de 2006 y la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010. Es una cuestión económica más que política. No acaban de entender cuál puede ser el problema con la lengua. Creen que es un problema de mala financiación mal administrado por unos gobiernos españoles un poco torpes.

Entre los que no simpatizan con la causa catalana hay algunos que hacen una teoría un poco más sofisticada. Abundan, por ejemplo, los que creen que nuestras ganas de irnos del Estado manifiestan, más que un problema de financiación, la actitud típicamente insolidaria de una sociedad rica y egoísta. Normalmente estos están influidos por los comentarios que desde aquí emiten los propios representantes de las instituciones estatales.

La mayor parte de la gente que usa este tipo de argumentario suelen ser gente muy acomodada y conformista, pero también algún progresista radical que, como Pedro Sánchez, todavía confunde el soberanismo catalán con particularismo, más o menos como la mejor tradición orteguiana. El argumento final de este tipo de analistas es curioso: bueno, si no tienen la independencia ya no toca tenerla. La independencia de los países es cosa de otro tiempo, o es imposible, y se quedan tan anchos.

Lo que es peor, de todos modos, es que cuando intentas discutirles los planteamientos percibes que suelen observar tus argumentos bajo el paraguas de la sospecha. Si reclamas la independencia para tu país significa que reivindicas un país egoísta, homogéneo y étnico. Quiere decir que favoreces una cierta balcanización de la sociedad porque apuestas por cerrar fronteras. Quiere decir que por intereses inconfesables prefieres perder mercado y competitividad.

En realidad te das cuenta de que tienen en la cabeza, todavía, muchos de los argumentos que hace un siglo circulaban por Europa sobre las teóricas ventajas naturales del Estados grandes. Te hablan de la importancia de los mercados interiores, de las economías de escala, de la gestión macroeconómica, de la sostenibilidad y de la capacidad protectora contra las potenciales agresiones extranjeras.

De repente ves claro que el interlocutor te observa como representante de un nacionalismo exclusivista, étnico o culturalmente restrictivo, como un nacionalista cerrado y contrario al cosmopolitismo.

Entiendes entonces que cuando tú les hablas del derecho de las naciones a tener un Estado que funcione no te hacen demasiado caso. Verificas que ciertamente no hay cosa más difícil que modificar las ideas petrificadas.

Nos queda pues mucho trabajo por hacer. A la opinión pública europea, entre los más poderosos, les cuesta imaginar las ventajas que pueden suponer para los ciudadanos los Estados pequeños.

Nos queda mucho trabajo por hacer para desterrar de la cabeza de mucha gente, intelectuales incluidos, los arcaicos principios heredados de los siglos XIX y XX. Entonces a los Estados grandes se les atribuía una especie de superioridad moral. Se los pensaba como la mejor garantía de futuro. Se les consideraba parte del proyecto de modernidad.

Paradojas del proceso histórico. Los Estados grandes del siglo XX impusieron la idea de que son una expresión de progreso. Han enmascarado los vínculos entre muchos de los grandes Estados y el imperialismo, y también entre algunos estados grandes y los nacionalismos más destructivos que la sociedad humana haya sido capaz de producir.

Entre los ideólogos del españolismo la supuesta relación entre los Estados grandes y el progreso fue teorizada hace mucho tiempo y se mantiene viva. Recordemos el debate entre Azaña y Ortega. En 1932, el 27 de mayo. Se discutía en las Cortes los porqués de un Estatuto para Cataluña. Manuel Azaña interviene manifestando en tono trascendente que para resolver la cuestión catalana se hace necesario rectificar la línea que hasta entonces ha mantenido el Estado español. Afirma ante los parlamentarios que el Estado español, fuera en versión absolutista monárquica o en versión liberal parlamentaria, había fracasado porque no había sabido resolver el asunto de Cataluña. Ni la había sabido asimilar, ni la había sabido integrar.

Dijo: «Hubo en España una ocasión en la que pudo nacer y fundarse con vigor y con un porvenir espléndido una política de Estado nacional, uniforme, asimilista; esa ocasión fue la Guerra de la Independencia… (pero) aquello se dejo perder (…). Podríamos preferir que en este Estado hubiese triunfado una política de asimilación, de unificación; podrá ser que a alguien le parezca que esto hubiera valido más y que ahora todos los españoles hablasen el mismo idioma, con el mismo acento, y tuviesen la misma creencia, los mismos amores, los mismos signos y el mismo modo de sentir la patria; podrá ser que esto a alguien le parezca mejor; a mí me hubiera parecido un empobrecimiento de la riqueza espiritual de España. Pero el caso es que esto, parezca bueno o malo, no ha ocurrido».

Azaña les trastornó. Gustara más o menos a sus señorías, lo cierto es que la asimilación de los catalanes en una idea de Estado grande y de nación única no se había producido. Varios regímenes políticos lo habían intentado, pero no lo habían conseguido.

En esa misma sesión parlamentaria le respondió Ortega y Gasset en otro discurso no menos brillante y escuchada. Se refirió a la voluntad de aquellas Cortes de reconocer la singularidad de los catalanes con gran habilidad, pero también con notable desdén y paternalismo. Sintetizó el pensamiento españolista sobre los Estados grandes y los nacionalismos grandes de manera implacable, radicalmente esencialista y bien revestida de las formas blandas que tantas veces han embaucado a los catalanes.

«Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito sólo se puede conllevar».

Conllevar, para Ortega, suponía entender la patología que arrastra el pueblo catalán. «El problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista: un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras estos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos».

El problema catalán era, pues, para el insigne pensador, la traducción social del nacionalismo particularista que anima a los catalanes. Un nacionalismo defensivo y hiperestésisco, opuesto a todo contacto y a toda fusión. Es un deseo apartista. O sea, un deseo irrefrenable de vivir aparte. Es un problema de carácter. Es el terrible destino de un pueblo que se arrastra angustiado a lo largo de toda la historia. Y este mal no tiene cura. «Cuando alguien es una pura herida, curarle es matarle».

En cambio -continua- frente del nacionalismo particularista catalán hay un nacionalismo bien diferente: el nacionalismo grande, el español. Un nacionalismo poseído por un formidable afán de ser españoles.

La receta -dice Ortega- para los dos nacionalismos -el grande y el pequeño- es la conllevancia. Pero llegado a este punto su propuesta es tremendamente explícita. Afirma rotundo: «no me presentéis vuestro afán en términos de soberanía, porque entonces no nos entenderemos». Al final todo queda claro: la cuestión de la soberanía tiene que ver con el poder político, y el poder político no puede cambiar de manos. «El poder no es soberano, es el Estado quien lo otorga y es el Estado quien lo retrae y es a él a quien reviene». Dicho de otro modo: conllevancia por parte de Cataluña significa sumisión al poder del Estado.

Oídas hoy estas palabras suenan muy mal. Recuerdan la fusión entre nacionalismo y absolutismo estatista que tanta vigencia tuvo durante los años centrales del siglo XX y que por muy increíble que pueda parecer a menudo parece vigente entre algunas autoridades estatales. Las tesis de Ortega y Gasset han seguido operativas hasta hoy. El viejo principio sigue operando: el nacionalismo grande es superior al pequeño, pero además, los nacionalistas grandes son los propietarios del Estado. Es su Estado -no la nación de los catalanes- el poseedor de la soberanía de los catalanes. Los nacionalistas de ahora, ideológicamente apoyados por una opinión sorprendentemente más viva de lo que parece, opinan que al nacionalismo de las naciones pequeñas hay que oponer la creación de un gran Estado que imponga su carácter superior e indiscutible.

Como Ortega, esta gente de hoy no cree en los derechos de las naciones, de hecho ni grandes ni pequeñas. Creen en el Estado. Y muchos de los españolistas de hoy se mueven en el mismo parámetro. El Estado grande es el titular de su nación española, única e indivisible, inventada, sin embargo con los catalanes dentro por los siglos de los siglos.

Reflexionando sobre estas cosas te das cuenta de los fundamentos del nacionalismo español. Percibes que al final se ha hecho una síntesis que para nosotros sigue siendo excluyente y autoritaria, pero que aún hoy, vestida de forma democrática, todo el aparato diplomático y estatal defiende y difunde por todas partes.

Por eso les molesta tanto que el gobierno catalán haga acción exterior. El nacionalismo español, defendido desde el Estado, impregna el relato que sobre los caso español y catalán hacen algunos intelectuales, analistas o políticos extranjeros.

Por eso hay que hacer acción internacional en todas direcciones. Mucha gente está convencida aún de una supuesta superioridad moral de los Estados consolidados. Demasiada gente da por supuesto que la construcción de Estados nuevos ya se ha terminado. Demasiada gente piensa, tocada por el mal del presentismo, que el tamaño y la forma de los Estados, además de sus formas y funciones futuras, serán siempre como las de hoy.

Por eso me parece especialmente importante que el proceso catalán vaya acompañado de la construcción de una cierta teoría sobre qué significamos el mundo. El proceso catalán tiene muy poco de nacionalismo del siglo XIX Y XX. El proceso catalán aporta al momento histórico que vivimos la constatación sobre cómo los procesos de inadecuación entre naciones y Estados serán un factor proverbial de renovación política del aparatos estatales. Procesos como el catalán muestran caminos inéditos pero enormemente esperanzadores en el debate sobre la nueva fase de la modernidad en la que nos encontramos. El caso catalán enseña a quien quiera mirar la realidad de frente que la dirección en que se mueve la historia no viene determinada por la dimensión de los Estados ni de las naciones, pero sí por la satisfacción de las naciones y la capacidad instrumental de los Estados.

Los catalanes estamos diciendo a las viejas ideas del siglo pasado que la mejor medida de un Estado es aquella que corresponde a la herramienta que mejor representa y gestiona los intereses materiales y simbólicos de la ciudadanía; que el mejor Estado, grande o pequeño, es aquel que ayuda, no que perjudica. Estamos diciendo que queremos un Estado eficiente, bien dimensionado en relación a los intereses de la nación, que sea un buen instrumento de inversión social, eficiente, adaptativo, innovador, democrático, que ayude a la cohesión social y a reforzar los vínculos de pertenencia.

Los catalanes sabemos que queremos un Estado pequeño porque lo queremos al servicio de la cohesión social, del bienestar y de nuestra propia pluralidad. Lo queremos al servicio de nuestra memoria plural, al servicio de nuestro objetivo de ofrecer a la gente la posibilidad de participar activamente en la vida democrática y al servicio de un futuro que consideramos, este sí, grande en posibilidades y esperanzas.

Los catalanes somos una nación relativamente pequeña y aspiramos a poseer un Estado a medida. Estamos mostrando el camino sobre cómo se construye un gran proyecto de soberanía nacional, dotado de una enorme grandeza cívica que desea crear una sociedad inclusiva, abierta y cosmopolita.

Creo que el caso catalán es un ejemplo de cómo una sociedad moderna plantea ahora una revolución en su estatus nacional cuando el Estado donde está inscrita no responde a sus expectativas y necesidades. Los catalanes tenemos un problema de adecuación con el Estado y hemos decidido afrontarlo. Nuestra revuelta tiene poco que ver con las revueltas nacionalistas del XIX y del XX. Es propia de nuestro tiempo. Es la expresión de un ciclo de reformas democráticas que está empezando en el mundo, que debe permitir acomodar mejor a los ciudadanos y las maneras de gobernar y representarse. Y en este proceso el tamaño de los Estado tiene una importancia relativa, porque en la nueva distribución de los poder caben por igual, las naciones pequeñas que las grandes, porque no hace falta decir que las uniones supranacionales y las interdependencias harán que el tamaño de los Estados quede como idea caduca que algunos conservacionistas utilizan para mantener sus ventajas particulares.

En todo caso, cuando mis interlocutores ponen cara de escépticos ante mis argumentos termino proponiéndoles algo sencillo: leer un magnífico libro editado por el Instituto de Estudio Autonómicos que ayuda a comprender el porqué de algunas de estas cosas. Su título es preciso: ‘Pequeñas naciones en un mundo que se hace mayor’, firmado por Michael Keating y Malcolm Harvey. Muy recomendable.

EL MÓN