El Front National y la Francia de siempre

A veces se habla mejor del lobo cuando no está, así que aprovecharé que no hay ninguna elección prevista en Francia para decir un par de cosas sobre el Front National y sobre el país donde prospera. No es infrecuente que, en el Principado, gente de buena voluntad me pregunte cómo logro soportar el vivir en un territorio en el que la extrema derecha obtiene resultados electorales tan excepcionales. Si bien durante años respondía intentando no enarbolar mucho el dolor que esto representa, hoy el dolor se ha convertido en repugnancia. Pero una repugnancia que se va transformando en ganas de despejarme y tomar aire. Porque se equivocan los que creen los discursos de los partidos franceses tradicionales que afirman que el Front National representa lo contrario de lo que es Francia; en realidad el Front National es una Francia exagerada, pero no hay duda de que es una parte de Francia. Es una Francia arcaica que late todavía y siempre bajo los grandes principios democráticos. El Front National no es un quiste, es un órgano. Y lo es desde el nacimiento de la noción política de extrema derecha, en la segunda mitad del siglo XIX. Conoció desde entonces dos bajadas históricas, después de la Segunda Guerra Mundial y después de la guerra de Argelia, que persuadieron a quienes querían creerlo, que se iba evaporando. Error.

 

Por eso, en los años ochenta, el despertar fue tan brutal pero, sobre todo, impregnado de incredulidad. El Front National, decían los autoproclamados entendidos, es un fenómeno enojoso pero pasajero. Recuerdo cómo, en 1989, la redacción del ‘Punt Cataluña Norte’ me envió a seguir uno de los primeros shows perpinyanencs de Jean-Marie Le Pen. El jabalí gruñía, vociferaba, hacía juegos de palabras dudosos y empleaba tiempos verbales en desuso desde el siglo XIX. Sin leer ningún apunte encendió al público durante una hora y media. Y el público me daba más ganas de vomitar que Le Pen, porque Le Pen, a la mañana siguiente, habría migrado a otra ciudad mientras que cada día, en cada esquina, me podía encontrar con personas del público. Y desde aquel ya bastante lejano 1989 nada ha cambiado en el sistema político y moral francés. Ningún partido, ningún movimiento social, ningún intelectual ha sido capaz de generar anticuerpos lo suficientemente potentes para disminuir de verdad la extrema derecha. Al contrario. Desde hace treinta años, la ideología del Front National se insinúa, por capilaridad, en los discursos y las decisiones de los demás políticos. Fue muy evidente con Nicolas Sarkozy, y lo es cada vez más con François Hollande y Manuel Valls. Ante cada atentado, el gobierno, cualquiera que sea, adopta medidas más inspiradas por el miedo y el rechazo de los otros y cada vez Jean-Marie Le Pen o Marine Le Pen explican, serenos: ‘Muy bien, nosotros ya hace treinta años que decimos que hay que hacer exactamente eso que acaban de votar los diputados’. Los Le Pen son hoy, claramente, los inspiradores de cualquier político francés que quiera de verdad alcanzar el poder. Y nada parece poder cambiar este estado de hecho, ni siquiera aunque algún político osara reconocer que la extrema derecha es la expresión integrista de la intolerancia jacobina, el fruto podrido pero inevitable del plurisecular complejo de superioridad de la ideología nacional francesa.

 

O sea que me confieso agotado. Agotado de tener que aliarme con gente de izquierda y de derecha que rechaza el extremismo del Front National pero acepta y, muy a menudo, aplaude el uniformismo territorial, cultural y lingüístico francés. Gente que me pide ir a manifestarme contra Marine Le Pen pero frunce el ceño cuando escucha alguna palabra en catalán. Que intenta convencerme de que Francia es mayor siendo una e indivisible. Que, incluso, se pregunta en voz alta si querer hablar una lengua regional -ay madre, lengua ‘regional’, cuánta vileza se esconde bajo ciertos adjetivos- no es una variación localista de la xenofobia. Si todos juntos consiguiéramos eliminar el Front National del paisaje político, electoral, social y mental francés, lo que quedaría no sería la Francia fraternal y tolerante que la propaganda francesa vende en el mundo. Sería una Francia tal como ha sido siempre como mínimo desde que ha adoptado el jacobinismo como religión nacional: arrogante, agresiva, obtusa, narcisista. Francia sin la extrema derecha se convertiría en la Francia ideal de aquellos que me piden les ayude a echar al Front National porque piensan que les es un cuerpo extraño mientras que no es más que la imagen deformada y grotesca de ellos mismos.

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