Barcelona-Colau

Bar-cel-ona (Bar-cielo-ola)

Carles Boix

La Barcelona de hoy en día fue diseñada por los equipos del PSC e Iniciativa que la gobernaron en los años ochenta y noventa (las administraciones de los alcaldes Clos y Hereu fueron los epígonos del cambio imaginado por Serra y Maragall), a caballo de una transición económica fundamental: de ciudad industrial -el paradigma de los últimos ciento cincuenta años de su historia- a ciudad postindustrial.

Esta transformación no fue, en ningún caso, exclusiva de Barcelona. En la segunda mitad del siglo XX, todas o casi todas las ciudades europeas y norteamericanas sufrieron el mismo destino: la reducción de la base manufacturera debido a la competencia industrial asiática, la automatización de muchas tareas y la migración de fábricas y empresas a la periferia urbana. Las respuestas, sin embargo, fueron muy diversas. Algunas grandes metrópolis se convirtieron en macrocentros financieros: Nueva York y Londres. Otros se refugiaron en el modelo de ciudad capital, como París y Roma. San Francisco (con Silicon Valley) y Boston se reinventaron como polos de conocimiento y motores de la tercera revolución industrial. Las redes urbanas alemanas sobrevivieron gracias a una industria de alto valor añadido. Y las ciudades que no tuvieron capacidad de adaptación entraron en un proceso de declive inexorable: las conurbaciones del norte de Inglaterra, las ciudades moribundas de Valonia y, en Estados Unidos, el arco que va de Detroit a Baltimore.

Barcelona se reinventó como una ciudad de servicios, consumo y ocio. Incapaz de exportar tejidos como había hecho durante más de cien años, decidió exportarse a sí misma. Su gobierno municipal y sus «fuerzas vivas» apostaron por explotar los activos que le quedaban -el clima (sensato), el espacio natural (un trozo de mar domesticado y luminoso) y el espacio artificial (una ciudad modernista, construida precisamente por la generación de los bisabuelos de los dos primeros alcaldes del PSC)- y ofreció al mundo un tipo de cruce de París y Miami en el Mediterráneo. Los Juegos Olímpicos fueron el momento álgido de este vuelco. Barcelona se ofreció al mundo como producto de consumo. La generación del 68 aprovechó para romper con la ciudad fabril y racionalista de sus padres y para hacer una a medida de sus gustos: más desenvuelta, más gregaria, más calurosa, más sur que el norte, más bar y playa que corbata, bastón y carne de cocido. Políticamente, la izquierda, por lo menos la ‘Gauche Divine’, se reconcilió con el porciolismo. Samaranch vendió con éxito la idea de que, para una ciudad sin Estado, el deporte (y, con él, la publicidad y el turismo) era el único instrumento para tener poder y hacer dinero.

La apuesta tuvo un éxito fulgurante. Aquella ciudad bonita, un poco adormilada, pura provincia europea (como todos los burgos realmente europeos, que sobre todo miran hacia adentro, más interesados en ser confortables que famosos), se convirtió en una de las tres destinos preferidos por los turistas en Europa. Ahora bien, el modelo iniciado generó sus propias contradicciones. Una economía de hostelería y construcción es mucho más volátil que una economía «productiva»: atrae una avalancha migratoria en épocas buenas y sufre un paro más alto que el promedio durante una crisis económica. El mercado laboral es dual: una gran cantidad de trabajos mileuristas y temporales; un tercio o menos de la población con trabajos permanentes y bien pagados. El mercado de la vivienda presenta tensiones considerables: una ciudad postindustrial vibrante (el caso extremo es Nueva York) expulsa a las rentas bajas de sus barrios centrales. En una palabra, una economía con desigualdades importantes y crecientes.

Todas estas contradicciones explican seguramente el empuje de Barcelona en Común. Esto no deja de ser irónico, sin embargo, porque, al fin y al cabo, Ada Colau y su coalición son los herederos directos de la izquierda que inventó el modelo que dicen que detestan y que ahora quieren descabezar. De hecho, una buena parte de la izquierda intelectual de la Transición que apoyó el proyecto urbano del PSC ha pasado a apadrinar esta nueva izquierda rabiosamente anti-Trias. Haciéndolo han reencontrado su juventud y el rol de profeta utópico que perdieron con la caída del Muro de Berlín.

En todo caso, Barcelona en Común tiene dos problemas graves. Primero, no haber presentado un proyecto creíble de crecimiento para la ciudad. Al menos los alcaldes que ha habido hasta ahora entendían que, para repartir, primero hay que producir y crecer. Segundo, no entender las raíces políticas del modelo postindustrial barcelonés. Superar este modelo (el de hoteles y turistas de arena y ruido) requiere tener una soberanía fiscal y política de la que Cataluña (y por tanto, Barcelona) no disfruta. Construir un polo del conocimiento internacionalmente competitivo, por ejemplo, implica dinero y capacidad reguladora. Y, aquí, Colau tira balones fuera. Esta falta de realismo abocará la ciudad al fracaso si llega a gobernar.

 

Colau, mundial

Salvador Cot

Hoy y aquí es imposible sustraerse del debate nacional. Simplemente, no se puede mirar hacia otro lado cuando esta sociedad se plantea el propio futuro institucional más allá -o más acá- de la subordinación política al poder de Madrid. Tanto es así que, en Cataluña, la derecha nacionalmente ambigua ha quedado reducida a un círculo menguante alrededor de la persona de Josep Antoni Duran Lleida. Nada más.

En cambio, una parte de la izquierda catalana continúa resistiéndose a entrar en el debate principal del país, convencidos de que esta indefinición será, justamente, una de las claves del éxito electoral. ICV, el entorno de Ada Colau y varios grupos de la izquierda antisistema intentan, desesperadamente, confrontar prioridades, con el argumento -visiblemente demagógico- de que la independencia es sólo un mecanismo de autodefensa de Convergencia para tapar los casos de corrupción y mantenerse en el poder. Y como no vale la pena crear un Estado que acabará controlado por la mafia, pues seamos ciudadanos del mundo. Del mundo que nació entre flores, fandanguillos y alegrías, naturalmente.

El problema es que esta es exactamente la línea argumental del nacionalismo español y sus órganos de expresión madrileños, que defienden los mismos intereses desde Felipe V. Y esto no es fácilmente ocultable. Este tipo de tensiones son las que han hecho estallar Guanyem Badalona en Comú. No será el último caso.

 

Colau, Iglesias y la revolución

Francesc de Dalmases

La revolución democrática y transformadora que está viviendo nuestro país es la que quiere conseguir un nuevo estatus político para Cataluña. La torna es que en el campo político no hay posición más conservadora que trabajar por mantener el estatus autonómico. Desde el unionismo hasta los federalistas utópicos pasando por los regeneradores del centro y la periferia estatal, comparten el deseo de que el independentismo no se demuestre mayoritario para evitar que Cataluña se configure como nuevo Estado de Europa.

No digo que haya una estrategia premeditada, ni que sean malos, ni que sean poco demócratas -que mira, algunos quizás sí-; digo que su acción política orientada, también, a hacer que la independencia de Cataluña no se produzca.

No perderemos el tiempo, ya, en discutir las posibilidades de una vía española federal. Porque podemos medio asumir que en Cataluña existió una cierta corriente en esta línea pero en España ni ha existido -ni PP ni PSOE han hecho nunca paso alguno en esta línea- ni las apuestas pretendidamente renovadoras -Podemos- tienen ninguna intención de avanzar en esta vía si tenemos en cuenta que en menos de un año el derecho a la autodeterminación ha desaparecido de sus programas y que su líder ya ha adoptado la propuesta con sabor a café -para todos- cuando nos ilustra diciendo «esto lo hemos de arreglar hablando entre todos los españoles».

Pero podemos ir un poco más allá. La incomodidad y la inconsistencia de Colau cuando habla de la soberanía de la sociedad catalana tiene mucho que ver con ser la punta de lanza de Podemos en Cataluña, y tiene mucho que ver con no estropear los planes estatales de esta formación.

Este comportamiento no sólo no es nuevo ni es transformador sino que recuerda al del PSC más sucursalizado que podemos recordar. Y recuerda, también, sus prácticas más pobres y estigmatizadoras. El discurso de Pablo Iglesias en Nou Barris recupera los peores tics de Alfonso Guerra haciendo campaña en las provincias. Saludo en catalán (y gracias) y en un perfectísimo español recuerda las raíces foráneas de los asistentes y les promete un programa redentor para la Cataluña ladrona y explotadora.

Es profundamente etnicista porque en este análisis subyace que los asistentes de ese barrio son catalanes pero no del todo, que necesitan el apoyo de la metrópolis para mantener no se sabe qué esencias y que los sucesivos ayuntamientos y gobiernos catalanes -que no se deben haber votado sino que deben ser el resultado de una conspiración nacionalista- les han quitado alguna parte de su personalidad individual o colectiva.

Es una forma de hacer política que quiere dibujar divisiones en el seno de una sociedad que, precisamente, no se caracteriza por preguntar de donde proviene la vecina o el vecino. Sólo así se puede entender que la movilización social sea el motor del proceso de emancipación de un país en que el 70% de las personas que viven, ellas o sus padres, no han nacido en el mismo.

Cuesta creer que en España Podemos sea un auténtico revulsivo de regeneración democrática. En todo caso, allá ellos. Sí parece bastante claro, sin embargo, que su discurso en el campo nacional -y Barcelona en Común es el ejemplo más claro- adopta expresiones antiguas y pobres que ya han significado el hundimiento del PSC. Desde esta perspectiva, Iniciativa y Ada Colau representan una opción tan legítima como conocida. Y Pablo Iglesias deja poco espacio para la duda cuando les visita para darles apoyo.

Hoy, en Cataluña, la revolución democrática la protagonizan las formaciones políticas que dicen basta a una Cataluña tutelada y apuestan por una hoja de ruta para la independencia que comienza el domingo y habrá que confirmar el próximo 27 de septiembre.

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