Llamémosle riesgos

Diría que desde que se ha puesto en marcha el despertar soberanista, los catalanes nos «hemos gustado», por decirlo al estilo del innombrable. Nos hemos sorprendido por la audacia, el coraje y la disciplina que nosotros mismos habíamos puesto en duda. Pero la tentación de la autocomplacencia está siempre muy cerca, y es conveniente advertir de algunos de los riesgos -cinco- que, en mi opinión, amenazan los aciertos futuros.

El primer peligro consiste en convertir cada nuevo hito del desafío independentista en una cuestión de todo o nada. Por no ir más atrás, ya lo fue el planteamiento del pasado 11-S, que afortunadamente superamos con nota. Pero después hemos vuelto con el 9-N, y no nos hemos estrellado de milagro. Ahora existe el riesgo de hacerlo con las elecciones anticipadas, llamadas plebiscitarias, al querer convertirlas en un referéndum definitivo, en el ahora o nunca que debe permitir la declaración última de una independencia que caería ipso facto. Mi opinión es que esta lógica agonística, muy útil para asegurar una respuesta masiva en cada nueva etapa, oculta que no hay ninguna que resuelva nada definitivamente. Aún más: se debería advertir que si en una de estas metas pinchamos, habrá que seguir adelante y redefinir estrategias.

En segundo lugar, es suicida la apelación obsesiva a la unidad de todos y en todo momento, sea sociedad civil, sean partidos. Es cierto que la unidad nos proporciona fuerza, pero persiguiendo la unidad también se puede perder el tiempo, seguir estrategias erráticas o forzar sumisiones. Pero, claro, después de decir que de ello depende todo, cuando la unidad se rompe en algún punto, se reacciona con histerismo, en un clima de tensiones desbordadas que nos podríamos ahorrar perfectamente. La unidad es un aliado estratégico, no un fin en sí mismo. Y esto también vale a la hora de pensar en futuras alianzas electorales. ¿Es conveniente una candidatura de -relativa- unidad en unas próximas elecciones? Quizás sí. Pero y si no, ¿qué? Pues nada: se hace de otra manera.

En tercer lugar, deberíamos detener el aún más difícil circense en las dinámicas de movilización social. Hemos hecho vías largas y manifestaciones con filigranas. Hemos demostrado que somos capaces de sumar cordura y locura concentrándolos en el minuto 17:14. Genial. Ahora, por favor, no nos lo pongamos más difícil. Y, en un sentido similar, en cuarto lugar, creo que habría que tener cuidado en no saturar a la ciudadanía. Llevamos varios años sin parar. Unos se han añadido más a última hora, pero muchos no han parado desde finales de la década pasada. Atención, pues, a una saturación que puede ser de movilización, de financiación, de merchandising, de spam propagandístico en la red, iconográfica… Deberíamos relajarnos un poco, que el camino es largo.

Finalmente, y en quinto lugar, considero que últimamente se pisan muy arriesgadamente las líneas que deberían separar claramente la acción propia de la sociedad civil -con una notable legitimidad popular- de la acción que es responsabilidad de las instituciones políticas -con toda la legitimidad democrática-. Si el gobierno convoca un proceso participativo, ¿hay que esperar el visto bueno de la ANC y Òmnium para responder positivamente? ¿Son estas entidades las que deben imponer plazos -‘deadlines’- a la convocatoria de unas elecciones anticipadas? ¿Los partidos deben ceder la iniciativa a la hora de negociar una lista electoral conjunta?

Quizá no hubo errores, pero estamos asumiendo riesgos que hay que evaluar correctamente. Una buena amiga de complexión pequeña con quien habíamos hecho grandes excursiones de montaña -sólo vencida este verano por un cáncer implacable-, frente a los desafíos más elevados, siempre nos recomendaba el «pasito de los Alpes»: corto y constante. Siempre llegamos a la cima.

ARA