Persuasión contra imposición

En su magnífico artículo sobre democracia y deliberación, «Claro!»: ‘An essay on discursive machismo’, el sociólogo italiano Diego Gambetta identifica dos grandes formas de debate público. El primer tipo es la disputa razonable, donde las partes intercambian opiniones basadas en datos empíricos, utilizan una argumentación analítica y, sobre todo, hablan con un punto, siempre difícil de conseguir, de provisionalidad y de humildad intelectual. En este tipo de conversación puede haber, y de hecho hay, convicciones sólidas y apasionadas y desacuerdos punzantes. Pero, en su forma más pura, los interlocutores siguen ese precepto talmúdico que dice así: «Enseña a tu lengua a decir «No lo sé»». Porque nadie puede saberlo todo y porque nadie puede pretender silenciar al otro.

 

El segundo tipo de debate es el propio de la cultura del «¡Claro!» o, en términos del mismo Gambetta, la cultura del clarismo, donde las partes inician la conversación sabiéndolo todo, donde lo que cuenta es tener y mostrar opiniones muy fuertes y donde lo que se valora es ganar al adversario hasta poder exclamar aquello de: «¡Claro, ya te lo decía yo!» En esta segunda clase de debate, la duda sobra. De hecho, es incomprensible porque huele a debilidad y derrota. Con estos ingredientes y poniendo un número mínimo de machos claristas, la conversación degenera en una batalla de gritos insufrible y, a veces, en el preludio de un linchamiento físico.

 

El machismo discursivo domina en los bares italianos, en las tertulias españolas y, no nos engañemos, también en muchos pubs ingleses. La diferencia, sin embargo, es que las élites británicas lo han rechazado siempre, en favor, como mucho, de una ironía parlamentaria ácida. En el sur de Europa, en cambio, el clarismo empapa la práctica política y periodística de buena parte de líderes y opinadores: ¿qué otra base psicológica puede haber de otro modo detrás de la caverna mediática?

 

La recepción española ante el informe del CATN sobre las vías de integración en Europa es un ejemplo evidente de ello. Para empezar, parece que sus críticos más contundentes no se han tomado la molestia de leerlo. Si lo hubieran hecho, habrían visto que el informe en ningún momento afirma, como han llegado a decir, que la entrada en la Unión Europea de una Cataluña independiente estuviera asegurada.

 

Por supuesto, atribuir al contrario una posición exagerada, inverosímil y ridícula es una estrategia habitual en política para desmontar su credibilidad. Ahora bien, el rechazo al informe explica, sobre todo, por la toma de posición apriorística e inamovible del receptor unionista: las cosas, para el clarista , son como son y no como el otro dice que podrían ser. Es aquello de «¡A mí qué me vas a explicar!» y de «Las cosas son así porque lo digo yo». Y si la otra parte sigue insistiendo en su posición, la única explicación es que es un «cachondo» (en expresión reciente de un periodista con imagen de cuerdo): un ser infantil y sin cerebro a quien no se le puede dejar hablar sobre cosas públicas y graves porque las acabaría rompiendo.

 

En realidad, el informe del CATN está construido sobre la prudencia y la ponderación de probabilidades. Simplificando por razones de espacio, plantea tres escenarios alternativos: la continuidad dentro de la Unión (con negociaciones más o menos largas, según las consideraciones legales y las necesidades políticas de la UE); la salida con un reingreso siguiendo la vía del artículo 48; y la exclusión permanente por el veto de España (en solitario o de la mano de otros estados dispuestos a castigar desviaciones secesionistas). El segundo parece el más extraño: si Cataluña debe volver a entrar en la UE, ¿a qué empresa o institución europea le puede convenir que salga aunque sea temporalmente? El tercero no es imposible pero está tocado por una contradicción lógica: para excluir permanentemente un territorio que ahora pertenece a la UE hace falta, en primer lugar, reconocerlo como Estado independiente; sin embargo, España ya ha afirmado que esto nunca va a hacerlo.

 

Pretender que hay una respuesta jurídica nítida a este problema es un error. Los Tratados no dicen nada sobre una ampliación «interna» de la UE -ni a favor ni en contra-. Por eso mismo los elementos decisivos serán de tipo económico y político. Económicamente, la densidad de intereses (por inversiones físicas, por circulación de mercancías, por ciudadanos europeos no catalanes viviendo en Cataluña, por turismo) hace pensar que la UE querrá apostar por la continuidad.

 

Desde un punto de vista político, los Tratados, en sus artículos iniciales, llaman a construir una Unión basada en los principios de la cooperación, de la integración y de la democracia y, por tanto, refuerzan la idea de la continuidad en la UE. Ahora bien, también es cierto que son todo lo contrario del bucle clarista, de puñetazo en la mesa y de «Aquí mando yo» en el que España vive instalada. En otras palabras, España es un problema. Y, por ello, conseguir que España aceptara la consulta la liberaría de su machismo discursivo y evitaría a Europa todas las incertidumbres que se pueden derivar del proceso en marcha.

ARA