Los otros moderados

Soy un moderado. Incluso, radicalmente moderado. Y no tan sólo un moderado que aspira a la independencia de Catalunya, sino que considera la independencia como la expresión de una vía moderada hacia la resolución de un largo desencuentro que no ha encontrado encaje satisfactorio en ninguna circunstancia histórica, por lo menos, en los últimos ciento veinticinco años. Y como, tal como decía Einstein, siendo que un problema que no encuentra solución delata que está mal planteado, más que insistir en una solución que se ha demostrado imposible, cabe formular el problema de otra manera. La independencia, pues, es resultado de esta otra manera de buscar una buena solución a una vieja aspiración: la de relacionarnos con España en igualdad de dignidad para, efectivamente, poder construir tantos puentes como haga falta. Muchos más que ahora. Un propósito que he repetido en estas páginas hasta el cansancio de mis benevolentes lectores.

Por eso, cuando el domingo leí el editorial que publicaba La Vanguardia “¿Quién teme a los moderados?”, tuve la convicción de que me podría sentir perfectamente identificado con ella. Sobre todo, porque en una sociedad democrática, la expresión más alta del diálogo y el pacto es la que concluye democráticamente con una decisión que cuente con una mayoría de ciudadanos y que los comprometa con todas las consecuencias que se derivan de ella. Precisamente, la grandeza del gesto democrático –no la negociación opaca ni el reparto del poder de espaldas al ciudadano– es lo que asegura la cohesión de una sociedad madura que ha aprendido a vivir sin miedo en la diversidad de tradiciones y de orígenes, y también de expectativas de futuro. Así pues, desde mi perspectiva, el título también podía entenderse en este sentido: “¿Quien teme una consulta?”.

De la lectura atenta del editorial de La Vanguardia, sin embargo, llegué a la conclusión que el texto no hablaba de mi moderación sino de la de otros moderados que, también cargados de argumentos, intereses y no poca sentimentalidad, se decantan por otra vía. De todos modos, tengo que decir –contando con la confianza de saber que compartimos moderación unos y otros– que estoy de acuerdo en que, sin caer en la debilidad o en la indeterminación, el diálogo y el pacto son el mejor camino para una buena resolución de los conflictos. La divergencia surge a la hora de señalar a los protagonistas del antagonismo que hace deseable el pacto. Y es que si el editorial, muy justamente, carga las tintas en la intransigencia del Gobierno español, sitúa al Govern de la Generalitat en el otro extremo. ¿Son estos, realmente, los dos polos antagónicos?

Ya he dicho que, según mi punto de vista, la petición de una consulta es, precisamente, la oferta más rigurosa de pacto y de diálogo. Y por lo tanto, para mí, esta ya es la verdadera tercera vía que se sitúa entre los “imposible” que nos llegan disciplinadamente y displicentemente de Madrid, y la defensa que se hace, desde Catalunya, de un viejo statu quo que históricamente se ha demostrado incapaz de satisfacer las aspiraciones de dinamismo económico, prosperidad social, afirmación cultural y dignidad política de los catalanes. No nos engañemos: con la experiencia del Estatut del 2006 en nuestra memoria reciente y la evidencia de las mayorías políticas actuales en España, si ahora se abriera el melón de una reforma constitucional, ¿quién puede creer que esta se haría en un sentido favorable a las expectativas catalanas y no, precisamente, en un sentido restrictivo, retrocediendo respecto de lo establecido a la Constitución de 1978? Es, por lo tanto, ante el antagonismo entre el inmovilismo autoritario y la marcha atrás que resultaría de cualquier operación reformista que se levanta la opción moderada y radicalmente democrática de preguntar a la nación catalana cuál cree que es el mejor camino para poder abrirse al mundo en toda su plenitud y extender puentes estables con España.

Al día siguiente, el amigo Antoni Puigverd publicaba su artículo “La hora de los moderados”, en el que desarrollaba algunos extremos del editorial de La Vanguardia. Ni que decir tiene que también comparto sus repetidas apelaciones a los “muchos catalanes” que se sienten incómodos con las visiones antagónicas, a los que no quieren ir a parar al resentimiento o la melancolía, y todavía a la “mayoría potencial” de reformistas. Con la diferencia, sin embargo, que no los situamos en las mismas coordenadas. La gran mayoría de soberanistas que conozco lo son porque efectivamente quieren huir de los viejos antagonismos, porque han abandonado el victimismo que alimentaba el resentimiento y porque se apuntan a un reformismo democrático que, como demostró el fracaso de la reforma estatutaria, es imposible de llevar a cabo dentro de España.

Del artículo de Puigverd, también me gusta la cita de Adorno: “La libertad no radica en el hecho de escoger entre blanco y negro, sino en la reconsideración de la elección prescrita”. Ahora bien: ¿cuál ha sido, hasta ahora, la elección prescrita? ¿Y quién es que se resiste a reconsiderar lo que estaba prescrito? Lo que estamos viviendo es ya un escenario político inaudito en el cual, hartos de tener que escoger entre blanco o negro, y saltándonos el guión previsto, ahora estamos escribiendo uno nuevo. Lo que no vale es que Puigverd presente la defensa del statu quo como si fuera la única actitud atrevida. No discuto su valentía al defenderlo a pecho descubierto, y no como quienes lo hacen con la coacción y desacreditando al adversario. Pero en estos tiempos de incertidumbre, valentías hay de muchos tipos. Por eso ahora también es la hora de los otros moderados valientes: los que queremos una consulta democrática pactada.

La Vanguardia