El secretario tenaz

Jan Van Heijenoort tenía un don para la matemática: podía resolver de un golpe de vista ecuaciones con tres incógnitas. Por esa razón recibió beca completa para el Lycée St-Louis de París, pero no fue por eso que se convirtió en secretario, traductor y guardaespaldas de León Trotsky cuando acababa de cumplir veinte años, aunque la situación que enfrentaba Trotsky en su exilio era una suma de incógnitas casi imposible de resolver para una cabeza normal. Como bien se sabe, Stalin expulsó de la URSS a su archienemigo y casi enseguida decidió enmendar el error a su manera habitual: haciéndolo matar. La tarea le demandó casi diez años y buena parte de esa demora se debió a la silenciosa y fiel presencia de Van Heijenoort junto a Trotsky.

“Su apellido es impronunciable, joven. Lo llamaremos Van”, dijo la mujer de Trotsky cuando el robusto muchacho llegó a la isla de Prinkipo, frente a Estambul, en 1932, sin otro equipaje que una máquina de escribir con caracteres cirílicos. Sus únicos pergaminos eran su conocimiento del ruso (aprendido a solas, con un diccionario y un libro de gramática que robó de una biblioteca) y su fidelidad a toda prueba: hijo de un obrero y una criada, Van había abandonado su beca y sus estudios para entregar su vida a la causa. La situación de los Trotsky en Prinkipo era precaria: ningún país quería recibirlos, el gobierno turco les había dado cobijo pero de incógnito. Los Trotsky estaban sin papeles, confinados en esa isla con custodia policial, y librados a sus recursos: debían pagar todos sus gastos. Los derechos de autor de los libros de Trotsky y las notas de prensa que le publicaban los diarios de Occidente pagaban malamente las cuentas. La actividad en la casa era febril: de día y de noche resonaban las máquinas de escribir mientras Trotsky iba de una habitación a otra dando órdenes, dictando cartas, rebuscando datos en su archivo. Las mujeres de la casa, además de las tareas de tipeo, se encargaban de la cocina y la limpieza. Los varones, de hacer las guardias nocturnas, armados de pistolones, y de salir todas las madrugadas a pescar la comida del día, además de su trabajo diurno como escribas. Todos estaban perpetuamente agotados y todas las noticias que les llegaban eran malas.

Con la llegada de Hitler al poder en Alemania a Trotsky se le abrió un nuevo frente y se le cerró la entrada de los únicos derechos de autor más o menos confiables que recibía hasta entonces. Ahora, además de denunciar las maniobras de Stalin, debía precaver al mundo de que Hitler llevaría a Europa a la guerra. También debió irse de Prinkipo, de incógnito: primero a Francia, después a Noruega, después a México. Siempre con la misma rutina: escasez de recursos, trabajo febril, vigilancia insomne, malas noticias constantes. Los voluntarios se iban fundiendo y eran reemplazados. Todos menos Van. Cuando Trotsky se perdió en un bosque en Noruega, Van lo salvó de morir de frío. Cuando a Trotsky se le desbocó el caballo en Cuernavaca, Van lo corrió y lo rescató (aunque era la primera vez que montaba en su vida). Cuando a Trotsky no le daba más la cabeza y era necesario terminar el trabajo igual, sólo confiaba en Van, fuese un artículo de prensa, una carta confidencial o un asunto de polleras (hay quien dice que el romance que tuvo Van con Frida Kahlo fue para sacársela de encima a Trotsky). Cuando la mujer de Van tuvo un cruce de palabras con la señora Trotsky en la cocina, Van la fletó a París (y como ella estaba embarazada, Van recién pudo conocer a su hija años después). Cuando Trotsky y señora recibieron la noticia de la muerte de sus hijos (el suicidio de Zina, primero, cuando estaban en Prinkipo, y el envenenamiento de Liova cuando ya estaban en México), la reacción fue la misma, encerrarse en su dormitorio durante tres días, y Van era el encargado de pasarles té por la puerta entreabierta, el único autorizado a acercarse.

Y entonces, en noviembre de 1939, Trotsky le dijo a Van: “Ha vivido tantos años a nuestra sombra que es necesario que viva un poco por sí mismo”, y lo envió a estudiar la situación interna del Socialist Workers Party, el partido trotskista norteamericano. Vivía en pensiones, hacía arreglos de plomería para pagarse el traslado de ciudad en ciudad mientras preparaba concienzudamente su informe. En las calles de Baltimore se enteró por los diarios del asesinato de Trotsky y se derrumbó. “Sólo el estudio de las matemáticas me permitió conservar el equilibrio interior”, dijo en un libro que escribió cuarenta años después. El libro era sobre Trotsky, aunque Van era para entonces profesor emérito de matemática y lógica en Harvard y en Stanford, con oficina propia en ambas costas.

A los treinta y tres años, luego del fin de la guerra, logró entrar en los cursos gratuitos de la universidad pública de Nueva York. Se graduó y después se doctoró, primero en matemática y a continuación en lógica. Fue el único capaz de poner en orden los papeles póstumos de Gödel, una tarea considerada titánica y decisiva en el mundo de los números. Seguía trabajando veinte horas al día, como en los tiempos de Prinkipo, sólo que ahora dedicaba doce horas a la matemática y apenas ocho a Trotsky. Mientras sus colegas académicos descansaban de las labores diarias, él se dedicaba a rastrear, clasificar, traducir y ordenar todos los papeles de Trotsky diseminados en las accidentadas etapas del exilio. Logró que Harvard comprara esas decenas de miles de documentos y abriera un archivo Trotsky, desde donde encarar la publicación ordenada de la obra. El mismo viajaba a traer de Europa y de México viejos baúles llenos de papeles y se quemaba las pestañas leyéndolos después.

Lo asombroso es que lo hizo habiendo perdido toda fe en el bolchevismo: después de la muerte de Trotsky, Van había entrado en un maelström de cuestionamiento. “Me puse a examinar el pasado, a rumiar una a una mis dudas, a preguntarme si los bolcheviques, al establecer un régimen vertical y anular toda opinión pública, no habían preparado el terreno para el enorme hongo venenoso del stalinismo. Todo estaba en ruinas. Tuve que construir otra vida.” Pero en esa otra vida, siguió dándole ocho horas diarias de desvelo a la causa que ya había abandonado. “Era una de las máquinas intelectuales más asombrosas que conocí”, dijo de él el historiador Pierre Broué. Su único lujo era tener esa dos oficinitas, una en Harvard y otra en Stanford. Viajaba a todas partes con una valijita donde llevaba todos sus bienes. Ninguno de sus cuatro matrimonios duró, pero todos sus hijos lo querían. En 1986 lo llamaron a Stanford avisándole que su cuarta ex mujer estaba perdiendo la razón. Viajó al DF, se instaló en la casa de ella, la serenó. Cuando se tiró a dormir una hora en el sofá del living, ella le disparó tres balazos a la cabeza y luego se suicidó de un tiro en el paladar.

Jan Van Heijenoort está enterrado en una tumba del Panteón Francés en el DF, propiedad de una familia que no era la suya. La tumba de Trotsky está cerca, con sus conejeras y su museo, pero muy pocos de los peregrinos que la visitan en legión se acercan después al Panteón Francés.

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