Una selva de espejos

Cuando llueve pienso en espías. Será por los impermeables. O porque hace poco salieron a la luz los papeles clasificados de la Operación Mincemeat, el modo en que el espionaje inglés consiguió hacer creer a los nazis que los aliados no desembarcarían en Normandía. ¿Cómo? Tirando un cadáver al mar cerca de la costa española, que la policía franquista encontrara. El cadáver debía llevar encima información supuestamente secreta. Las autoridades consulares inglesas debían mostrar urgencia por recuperar el cadáver, para que los españoles sospecharan y avisaran a su aliada Alemania. La información debía estar en clave, pero ser descifrable para los nazis. El cadáver debía ser reciente y parecer ahogado en forma accidental. El plan, asombrosamente, funcionó.

Digo asombrosamente porque la idea venía de una novelita policial. La pescó el agente Ian Fleming (futuro creador de James Bond) en un libro llamado The Milliner’s Hat Mystery (escrito en 1937 por el comandante retirado de Scotland Yard Basil Thomson). Fleming redactó un memo estrictamente confidencial y lo sometió a sus jefes. El memo llegó a manos de John Cecil Masterman quien, haciendo honor a su nombre, fue la mente maestra de Operación Mincemeat (Masterman escribía novelitas de misterio en su tiempo libre, protagonizadas por un don de Oxford). Para ajustar detalles puso a cargo a Charles Fraser-Smith (el hombre en que se basaría Ian Fleming para su personaje de Q), quien ya había inventado para el servicio secreto inglés el chocolate de ajo, que daba el aliento correcto a los agentes que desembarcaban clandestinamente en suelo francés. Fraser-Smith trabajó con dos agentes que no escribían novelitas de misterio pero las consumían inveteradamente en Oxford (y por esa razón habían sido reclutados): Ewen Montagu, pionero del tenis de mesa en Inglaterra, y Jock Horsfall, campeón de automovilismo inglés en los años previos a la guerra, que en su legajo era definido como “soltero, nocturno y alérgico a los niños”.

Aunque los muchachitos de Oxford fueran a veces un poco menos que correctos en misión o entre misiones (había cierta propensión a los artículos de cuero negro, a las sustancias prohibidas, a los tacos altos y los guantes largos de noche; de tanto en tanto, personal diplomático tenía que retirarlos discretamente de una comisaría o un hotelucho y ponerlos en el primer vuelo de vuelta a casa), el servicio secreto inglés se jactaba de su eficacia y su patriotismo hasta que lo arruinaron los chicos de Cambridge. Los famosos Cuatro de Cambridge eran igual de nenes bien que sus colegas de Oxford, sólo que comunistas: entraron en el servicio secreto inglés para pasar información a los rusos y lo hicieron desde los años 30 hasta 1951. Fue el primer gran escándalo de la Guerra Fría y el primer papelón de la CIA, porque tres de los chicos de Cambridge estaban trabajando en Washington cuando los descubrieron. Kim Philby, que era el cerebro del grupo, ayudó a huir a la URSS a Guy Burgess y Donald McLean, volvió a Londres a enfrentar la tormenta (foto), soportó una investigación y hasta un careo en la Cámara de los Comunes logró que le creyeran y que incluso lo reincorporaran al servicio. Lo mandaron a Beirut, estuvo hasta 1963 operando y, cuando el cerco volvió a cerrarse sobre él, hizo creer que estaba dispuesto a confesar y se escabulló en un buque petrolero ruso que salía de Beirut esa noche.

Philby era el mejor amigo inglés que tenía James Jesus Angleton, uno de los fundadores de la CIA. Angleton había trabajado en el servicio secreto británico durante la guerra y, cuando le tocó crear el departamento de contrainteligencia de la CIA, se basó en lo que había aprendido de sus amiguitos. Reclutaba sus agentes en Yale tal como el MI5 se nutría de Oxford pero, en lugar de hacerlos leer o escribir novelas de misterio, Angleton prefería (por gusto propio y por sutil influencia de Philby) la expansión de la mente a través de la poesía: “Es posible y correcto para un poeta transmitir dos ideas distintas e incluso opuestas al mismo tiempo”. Allí donde otros veían líneas rectas, Angleton veía sinuosidades y nudos y doblefondos. El ejercicio del espionaje no era un relato que marchaba hacia su conclusión prefijada, como los policiales victorianos. Era, según la frase de T. S. Eliot que Angleton no se cansaba de repetir, “una selva de espejos”. La noticia de la deserción de Philby lo embarcó en una demente búsqueda de dobles agentes, o topos, a lo largo de los diez años siguientes. Cuando lo jubilaron, anticipadamente, en 1975 (hartos de que se lo pasara reflotando viejos legajos y adosándoles la leyenda: “Esto fue obra de Kim”), el daño que había infligido a la agencia en su paranoica depuración era “casi la tarea perfecta que hubiera realizado un topo real en un puesto como el de Singleton”, en palabras off the record de un veterano de la CIA.

Algo similar pasó puertas adentro del MI5 en Londres. La defección de Philby desató una investigación que sacó a la luz al cuarto judas de Cambridge (el historiador de arte Anthony Blunt, que logró, a cambio de una completa confesión y lloriqueante promesa de enmienda, que lo dejaran en su puesto de curador permanente de la pinacoteca de su majestad hasta 1979). Supuestamente había un quinto judas, y el encargado de descubrirlo fue el sabueso Peter Wright, que investigó por las suyas a algunos de sus jefes y descubrió que uno había fraguado sus notas de Cambridge para entrar al servicio y a otro logró ponerle un falso espejo en su oficina (“Tarea ingrata. El sospechoso se hurga largamente la nariz frente al espejo cada mañana”), hasta que fue pasado a retiro y terminó sus días en Tasmania, escribiendo libros de conspiraciones. En su necrológica, los diarios escribieron: “Ningún otro oficial de la inteligencia británica salvo Kim Philby causó más absurdos trastornos a la política inglesa”.

A Philby no le fue mejor en la URSS. Aunque su llegada a Moscú fue celebrada por el diario Izvestia con el título “Bienvenido, camarada Philby”, nunca le dieron el rango de general o al menos de coronel de la KGB que él esperaba. Ni siquiera le dieron oficina propia. Su única actividad era dar charlas formativas a agentes de bajo rango. Nunca aprendió ruso, pero era capaz de beber cantidades industriales de vodka. Se la pasaba en un sillón de su monoambiente moscovita escuchando la BBC por radio y leyendo los libros y diarios en inglés que le permitían recibir de Inglaterra. Sus preferidos eran los de sus ex camaradas Graham Greene y John LeCarré. Cuando estaba por morir, de cirrosis, en 1988, y el servicio secreto inglés se enteró de que los soviéticos pretendían iconizarlo póstumamente, propuso bajo cuerda al Duque de Kent que concediera a Philby la Orden de San Jorge para bloquear más humillaciones diplomáticas. El plan no prosperó. En cuanto a la iconización póstuma de Philby en la URSS, consistió en hacerlo estampilla, una de las más baratas: había que ponerle como veinte Philby a una carta para que llegase de Moscú a Londres. El sobre parecía una selva de espejos, propiamente.

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