La memoria de Paine

Paine es una comuna enclavada en el fértil valle del río Maipo, un lugar cercano a Santiago donde se halla la región vitivinícola más antigua de Chile. Zona de históricos latifundios, Paine es también conocida por ser la localidad que registra el más alto porcentaje de detenidos desaparecidos de la República, según informó en 1990 la Comisión Rettig, que consideró que esta fue prácticamente la única población donde participaron activamente civiles en la represión causada por el golpe de Estado de septiembre de 1973.

En la noche del 16 de octubre, una caravana militar peinó las calles de Paine dejando un rastro de estupor y ausencias: en la calle Veinticuatro de abril, formada por 12 casas, habitaban con sus familias quince hombres adultos. Se llevaron a catorce y no regresaron jamás. El lugar es conocido hoy como “el callejón de las viudas”. El inventario de desaparecidos cuenta 70 víctimas en Paine. Un estudio posterior probó que las 70 desapariciones afectaban a una red familiar y social que superaba el millar de personas, abarcando de la primera generación a la tercera. En Paine, la comunidad se desintegró por el miedo derivado de la vinculación entre violencia y muerte, que irrumpió en la vida cotidiana de la sociedad alterando las relaciones sociales hasta lo más hondo. Vecinos que eran víctimas y victimarios.

Los consecuencias del miedo no se modifican automáticamente –ni necesariamente– cuando cambia el contexto político con la instauración del Estado de derecho. Las secuelas son permanentes en las personas y en la sociedad, de ahí la necesidad de mantener la memoria de lo ocurrido para encauzarlas. Sin embargo, la memoria puede convertirse también en un agente reproductor de la traumatización si no es reintegrada y resignificada desde el presente y para el presente. Paine abordó el reto de usar la memoria como un elemento destinado a la reconstrucción de la identidad familiar y comunitaria y evitar el encierro de la víctima en su desastre.

En el contexto de la detención de Pinochet en Londres y del auge que entonces tomaron las iniciativas memoriales, la Asociación de Detenidos-Desaparecidos de Paine, tras promover el conocimiento histórico de los hechos acontecidos y socializarlo por medio de programas y proyectos, formuló la creación de un lugar que permitiera evocar las víctimas al conjunto de las tres generaciones afectadas, y al resto de la población. Con ese mandato fue convocado un concurso de arte público a finales de 2002, con financiación del Gobierno. El proyecto seleccionado correspondió a la propuesta de la artista plástica chilena Alejandra Ruddoff y la firma de arquitectos Iglesis & Prat y se titulaba “Bosque topográfico”. El resultado constituye una de las más interesantes instalaciones memoriales de América.

Se trata de un bosque temático de un millar de mástiles a distinta altura, del que fueron retirados aleatoriamente 70, correspondientes a los 70 pobladores ausentes. En los espacios liberados se incorporaron mosaicos pensados y realizados por los familiares de cada uno de los desaparecidos, y una espaciosa ágora donde realizar distintas actividades sociales y culturales relativas a la memoria de lo acontecido y sus consecuencias. Cada familia debía representar allí, en aquel vacío, su memoria del familiar desaparecido. Fue un proceso participativo, las familias realizaron talleres de capacitación artística en técnicas de mosaico y de expresión, no sólo para obtener resultados formalmente correctos, sino para que el proceso actuara como reparación al establecer la discusión sobre la memoria de los hechos y la víctima. Aquel proyecto devino así mucho más que un elemento conmemorativo, impulsó el desarrollo personal, familiar y comunitario de la memoria en torno a los crímenes acontecidos, pero especialmente de la vida de las víctimas.

 

Las tres generaciones que conviven tuvieron que afrontar el dilema de la memoria que deseaban representar y transmitir. No había una memoria familiar común y cada generación ensayó representar su memoria del desaparecido en un mosaico que fuera de todos, por lo que debían alcanzar consensos, y en esa tarea de mediación colaboraron artistas, psicólogos, arquitectos, asistentes sociales… La discusión familiar se centró en cómo representar, es decir, cómo “re-humanizar” a las víctimas. La primera generación (esposas, madres, padres) preservaba una memoria explicitada en símbolos relativos a la muerte y el dolor; la segunda (hijos, hermanos menores, sobrinos) demandaban símbolos relativos a la épica del héroe y el mártir procedentes de los relatos clandestinos. La tercera generación, (los que habían nacido después o eran muy pequeños), no compartía la idea de establecer una memoria del dolor, horror y miedo, ni del mártir, ni del héroe: manifestaban querer representar la vida de quien no conocieron. Esa última generación sostenía que calificar a alguien como héroe no era otra cosa que una deshumanización positiva que les alejaba de lo que realmente fueron, personas comunes asesinadas por tener ideas distintas a las del latifundista o militar. Así, aparecieron en las familias nuevos relatos, nuevas memorias enlazadas que trascendían el círculo de la víctima. Quien observe los mosaicos verá que la denuncia que expresan no es la habitual de los memoriales, no consiste en “esto es lo que nos hicieron”, sino en “ellos son a quienes nos quitaron”. Ese “ellos” eran padres, hermanos, tenderos y profesores, cantantes y labradores.

El centro estaba en la vida de la víctima, no en su desaparición, sino en la memoria de lo que era y la imaginación de lo que pudo ser.

 

Publicado por Público-k argitaratua