Rutinas de verano


Mirar el mar cada día, un rato, de lejos. Así lo escribió Pla: “Estas olas verdes, azules, blancas, que metódicamente vemos pasar hacen sobre el espíritu como un trabajo de lima, nos despersonalizan, nos espurgan el relieve de la propia presencia humana. Uno se queda absorto, fascinado, dominado […]. El mar innumerable, siempre cambiante, agota nuestra fantasía. Y cuando sentimos este agotamiento encontramos al mar idéntico, liso, monótono, igual. A través del primer momento el mar nos domina y nos produce placer. A través del segundo nos angustia y nos produce un malestar impreciso, vago. Para romper este juego tendríamos que encontrar la palabra justa y comprensiva del mar […] sin embargo tan pronto como pensamos tenerla huye como si fuera una ráfaga de viento o la caracolada voluptuosa y fugaz de una ola”.

La palabra justa y comprensiva que cuando pensamos tenerla asida se nos escapa. Cómo nos huye el tiempo en el verano, de otro modo; sin urgencia, sin trascendencia. Buscando la palabra justa, pero sin enemistarnos si se escapa cuando la tenemos en la mano. Por ejemplo, almorzando y conversando en el patio, protegidos del sol de levante por la sombra de la casa; rastreando los aromas que ha dejado la majestuosa dama de noche. Leyendo los diarios. Sin contar el tiempo, observando las noticias sin pasión, dejándolas deslizarse. Perdonando por unos días la inmensa retórica que caracteriza a la política española; hasta septiembre.

Se nos escapa el tiempo observando la pila de libros. Elegirás uno, sin ninguna razón especial, por instinto. Espera lleno de información, de conocimiento, de valores y de creatividad. Te llevará a lugares imprevisibles, a reflexiones insospechadas. Podrás atravesar las tierras convulsas que separan la antigua Macedonia de la inmensa India únicamente siguiendo las aventuras de un rey conquistador. Podrás entrometerte en historias de hace cinco siglos y sobre todo percibir la débil continuidad de la condición humana. Harás tuya la perplejidad de un ambicioso Alejandro cuando tuvo que renunciar a conquistar las tierras de más allá del río Ganges, donde él creía que se encontraba el fin del mundo, cuando sus generales se negaron a continuar ante un futuro incierto y lleno de peligros, hartos de conquistar por conquistar. Fue un filósofo, Anaxarcos, quién relativizó su obsesión. Le habló de la probabilidad de que existiera un infinito número de mundos posibles. Dice la leyenda que el mítico conquistador lloró al pensar que ni siquiera había conseguido conquistar el único mundo que conocía. Anaxarcos era un hombre franco. Evitó una pelea entre Alejandro y sus generales, pero sobre todo mostró que la condición humana sólo tiene futuro si sabe elegir el camino preciso entre la ambición desmesurada y los lamentos inmovilistas.

La ambición comunitaria es cultural. Los humanos no somos simples observadores, somos protagonistas. Anaxarcos era un hombre sabio y Jesús Mosterín también. En su último libro ha escrito: “Los seres vivos somos entidades improbables, sistemas frágiles e inestables que navegamos contra corriente, sobreponiéndonos a la tendencia universal hacia la entropía y el desorden”. Explica que la existencia de un ser vivo es una cosa tan inverosímil que sólo puede explicarse por la aplicación simultánea y coordinada de miles de trucos sofisticados codificados en nuestro genoma y en nuestra cultura. Sólo el uso de la información acumulada en los genes y en el cerebro nos permite seguir avanzando como funámbulos sobre el abismo. Sólo –dice– la cultura nos permite garantizar nuestra supervivencia y nuestro bienestar.

Sólo una sociedad más culta puede dar sentido a las cosas. La cómoda rutina del verano lo hace todavía más visible. Se ve en los libros, en la conversación banal, en los encuentros cívicos, en la urbanidad, en el urbanismo, en la soledad reflexiva, en el trato dado a la naturaleza, en la política, en la cocina, en los sueños, en los atardeceres musicales. El verano –y los programadores– nos han permitido escuchar los versos de Conte, Raimon, Reed y Cohen; es decir, el aspecto brillante y oscuro de la vida. Pla tenía razón: las rutinas del verano te llevan a buscar la palabra justa. Se apuntará y se nos escapará cuando la tengamos en la mano. Pero nos recordará que sólo somos una brillante casualidad de la naturaleza y una muy reciente supervivencia cultural.

Publicado por Avui-k argitaratua