Tomando cañas en el castillo de Marcilla

EUGÉNE Viollet-le-Duc, insigne arquitecto francés del siglo XIX, autor de la Encyclopédie médiévale y restaurador de castillos como Coucy o Pierrefonds, decía que la mejor manera de garantizar la conservación de un edificio era darle un uso, un destino práctico. El castillo de Marcilla, abandonado, olvidado por las instituciones, desmoronado hasta el punto de causar sonrojo a cualquier persona sensibilizada con el patrimonio, no es sino una muestra más del desapego que nuestra clase dirigente ha dispensado a los castillos navarros, de la desidia con la que tratan las fortalezas que un día se erigieron para la defensa de Navarra, de su cacareado, caricaturizado y trivializado Reyno .

Dos castillos son los únicos que, por diferente motivo, han concentrado unas exiguas migajas de atención por parte de las instituciones navarras. El primero de ellos es el de Olite, desfigurado en los años 60 para convertirlo en parador nacional, con una escenografía holiwoodiense que hoy se considera caduca. El segundo castillo es el de Javier, víctima de nefastas intervenciones y convertido a la postre en mortaja para la versión oficial que de Francés de Jaso se nos ha permitido conocer.

Para el resto de los castillos navarros sólo ha habido indiferencia y desidia. Las ruinas de Tiebas, originalísimo castillo del siglo XIII, agonizan entre matorrales y basura, con el telón de fondo de las canteras de Alaiz, retumbando como cañones. Los castillos de la antiquísima línea defensiva de la Bardena se convierten en polvo rápidamente, mientras que Monjardín (siglo IX) vuelve al olvido tras un tímido intento de puesta en valor, que no contó con los más mínimos apoyos. Gollano (siglo XV) fue derribado en enero de 2002 por las excavadoras del Gobierno de Navarra (cfr. Institución Príncipe de Viana), pues su Torre Mayor amenazaba con caerse sobre un camino. Ablitas (siglo XII) retorna al limbo de los justos, tras un intento fallido por convertirlo, cómo no, en restaurante. En otros casos, como los de Leguín, Irulegui, Sangüesa, Aibar, Gorriti, Burgui, Rocaforte, Ongoz, Guerga o Monreal, no se ha planteado ni tan siquiera una intervención arqueológica seria para poner en valor sus restos, enterrados por toneladas de escombros y, sobre todo, por años de desidia y desinterés. Zalatambor de Estella abre y cierra la nómina de castillos sobre los que se está actuando de manera significativa. En Pamplona, donde se descubrió todo un palacio del siglo XII, se ha perpetrado una reedificación que lo ha desfigurado hasta el punto de dejarlo irreconocible. Ante la posibilidad de haber recuperado con fidelidad un edificio románico de primer orden, se prefirió la reedificación a cargo de uno de los grandes divos de la arquitectura contemporánea, que modeló a su gusto el antiguo Palacio Real de Pamplona, con entera libertad y sin sujetarse a ningún rigor histórico.

Decididamente, el cardenal Cisneros hizo muy bien su trabajo, debidamente auxiliado, eso sí, por sus herederos del presente siglo.

Hoy en día, los pueblos civilizados de Europa hacen notables esfuerzos por conservar sus conjuntos castellológicos. Coucy, Château-Gallard o Pierrefonds en Francia, Dover o Rochester en Inglaterra, Castel Nuovo o Castel del Monte en Italia, Coca o La Mota en Castilla, Almodóvar del Río en Andalucía, Mérida o Trujillo en Extremadura, Monterrey en Galicia, Sarroca o Claramunt en Cataluña, son tan solo unos pocos ejemplos de castillos que se han convertido en museos de sí mismos , y hoy nos cuentan su historia y vicisitudes, todo debidamente musealizado. Otros han sido convertidos en museos temáticos, como Pedraza (museo sobre el pintor Zuloaga), Arévalo (sobre la agricultura), Bellver (museo de la ciudad), Peñafiel (museo del vino) o Torija (museo del libro Viaje a la Alcarria de C.J. Cela). En otros casos, como Agoncillo, el castillo ha sido aprovechado para instalar en él servicios imprescindibles para el pueblo, como la sede del consistorio, archivo municipal y casa de cultura, incluyendo sala de conferencias, biblioteca, y hasta una sala de exposiciones. Todo en el marco de una restauración modélica y muy respetuosa con la historia y la categoría del edificio.

Recientemente el Gobierno de Navarra ha destinado una partida presupuestaria para la restauración del castillo de Marcilla. Anuncio que llega tardísimo, tras años de reivindicación por parte de los vecinos y, como no, en precampaña electoral. En el proyecto se incluye la apertura de un establecimiento de hostelería, sin aclarar si se tratará de un bar, cafetería, restaurante, bolera o bingo. O todo a la vez. Personalmente no tengo nada en contra de este tipo de establecimientos, pero estoy seguro de que Marcilla alberga otros muchos solares dignos de tales usos, sin comprometer el carácter de un edificio con fuerte carga simbólica para la Historia de Navarra, y que cuenta con 500 años de antigüedad. Pasó ya la época de los llamados Paradores Nacionales , en la que castillos históricos como nuestro Olite y otros como Oropesa, Jarandilla, Sigüenza o Benavente fueron transformados en enormes establecimientos de hostelería, y hoy los castillos de toda Europa se destinan a fines más acordes con su historia. Hasta el mismísimo E. Cooper, máximo especialista en castellología europea, criticó, de manera explícita, la instalación de un establecimiento hostelero en el castillo de Marcilla.

Por todo lo hasta ahora dicho, una serie de dudas nos asaltan. ¿Se musealizará debidamente el castillo de Marcilla? ¿Se recreará su historia, incluyendo el papel que jugó en la conquista de Navarra? ¿Se explicarán sus dependencias, su tipología y los usos que a cada una le daban? ¿Se explicará la relación que Marcilla tiene con otros castillos análogos? ¿Favorecerá la comprensión del fenómeno medieval de los castillos? ¿Contribuirá al conocimiento del antiguo sistema de castillos del reino de Navarra? ¿Se respetará, en suma, el carácter y la historia del edificio, o más bien será, una vez más, un monumento a la fantasía del arquitecto restaurador y a la magalomanía de los políticos que lo amparen?

Como he dicho antes, Eugène Viollet-le-Duc, el gran arquitecto francés del siglo XIX, profundo conocedor de la castellología gótica, sostenía que la mejor garantía para asegurar la conservación de un castillo era darle un destino. Pero añadía que tal uso debía respetar la naturaleza y la dignidad del edificio. Y no creo que en tales parámetros incluyeran tomarse unas cañas en su barbacana defensiva, comer pinchos en las terrazas almenadas de sus adarves o merendar chocolate con churros en su patio de armas.

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