Adiós a las cosas

Tiempo, tecnología, capitalismo

Algunas veces he descrito la “condición antropológica” del ser humano, hoy casi rebasada por completo, como una “mesopotamia de la evolución”, entre la subhumanidad del hambre y la sobrehumanidad del “consumo”, en la que -incluso si no tenemos apenas experiencias históricas de ese rumbo- era posible aún la construcción de un marco político “relativamente” democrático y “relativamente” igualitario (por sumarme a la prudencia de Wallerstein). Esa “mesopotamia” describe una criatura anfibia, con un pie en la naturaleza y un pie en la “humanidad”, marcada por la conciencia de la finitud y por una laboriosísima lucha contra ella, una lucha que, como la finitud misma, sólo puede ser infinita y que debe conservar a toda costa los dos extremos, so pena precisamente de destruir los dos. Una victoria definitiva de la humanidad sobre la naturaleza -también sobre la naturaleza interior– conduciría a ese “entontecimiento del hombre por el hombre” del que hablaba Levi-Strauss y, en consecuencia, a la extinción cultural y material del ser humano.

La “condición humana” se define sobre todo, pues, por su carácter limitado. Del lado de la naturaleza, su residencia en un cuerpo mortal limita la existencia individual a un brevísimo período de tiempo (entre 40 y 80 años, según época y país) y obliga a inventar procedimientos de transmisión de información entre generaciones. Del lado de la cultura, la migración de un cuerpo a otro se ha garantizado a través de tres facultades maravillosas y chapuceras, las propiamente “humanas”: una razón, una imaginación y una memoria finitas. En todo caso, si hay que definir al ser humano de alguna manera habrá que hacerlo como una criatura muy limitada y obsesionada además con los límites: obsesionada con la búsqueda de límites (lo que llamamos ciencia) y obsesionada con el establecimiento de límites (lo que llamamos cultura en su sentido amplio: desde el cultivo de la tierra hasta la creación de instituciones).

Pues bien, lo que caracteriza al capitalismo, y a su tecnología ancilar, es justamente la rebelión contra los límites. Esta íntima acucia libertaria, cuyo héroe central es Prometeo desencadenado, ha desconcertado a menudo a una tradición de izquierdas fascinada por el desarrollo de las fuerzas productivas y justamente tentada por la rebeldía; y ha hecho olvidar además que si hay algo específicamente griego en el mito de Prometeo es el castigo más que la osadía. Para los griegos -como para la mayor parte de las culturas y sociedades pre-capitalistas- la “rebelión contra los límites” definía una conducta individual, siempre tentadora pero casi delictiva, que amenazaba el orden cósmico y humano. Es lo que se conocía con el nombre de hybris para justificar el castigo de los que habían querido ir demasiado lejos, por encima de la mesopotamia humana y sus límites antropológicos. La hybris era característica de la tiranía: Jerjes, Polícrates o Dionisios, para los que la naturaleza misma, y el conjunto de los cuerpos en general, comparecían como puros medios para la acumulación de poder. En términos económicos, lo propio de la hybris tiránica era lo que Aristóteles denominó crematística, la concepción de la riqueza como un medio para aumentar la riqueza (“la saciedad como causa de un hambre mayor”) y como medida y destino, si no sumidero, de todas las criaturas vivientes.

El capitalismo es, en este sentido, una hybris, pero no individual sino estructural. Una tiranía, digamos, que se rebela sin interrupción contra los tres límites que, frente a ella, deberíamos conservar y defender como condición de todo contrato social: la tierra, los cuerpos y la ley. Pensamos con la tierra; imaginamos con el cuerpo; memorizamos con la ley. Estos tres límites pueden reducirse, a su vez, a uno anterior, una especie de hueso o carne viva de la existencia general: el Tiempo.

El capitalismo es sobre todo una lucha contra el Tiempo; una lucha paradójica, pues en realidad, como veremos enseguida, nos disuelve para siempre en su flujo biológico. Si lo definimos, siguiendo a Marx, como un sistema en el que toda la riqueza aparece, y sólo puede aparecer, como mercancía y en el que la fuerza de trabajo opera como la mercancía más valiosa, fuente de valorización de todas las otras mercancías, el capitalismo establece una relación orgánica sin precedentes entre trabajo, cuerpo y tiempo. Como sabemos, la explotación del trabajo y la acumulación ampliada de beneficios exige la fertilización del “plusvalor relativo” o, lo que es lo mismo, una ininterrumpida aceleración del tiempo, lo que sólo puede lograrse mediante una “permanente revolución tecnológica” de la producción. Las máquinas, cristalización de trabajo y del saber social, son la condición y la demanda de nuevas máquinas y, por tanto, de una nueva aceleración temporal. Cabe discutir mucho sin duda sobre la interdependencia ontológica entre el capitalismo y las sucesivas “revoluciones industriales”, pero nadie puede poner en cuestión el papel de estas últimas como motor íntimo de la hybris capitalista. No es posible pensar la mercantilización general ni la explotación ilimitada del trabajo humano -con sus “regresos” legales, éticos y sociales- sin este “progreso” tecnológico desencadenado que ha ido penetrando, como un quiste, todos los aspectos de la vida individual y colectiva.

Las consecuencias de este acelerón temporal en términos ecológicos son bien conocidas. En los últimos 30 años, por ejemplo, se ha emitido a la atmósfera una cantidad de gases de efecto invernadero equivalente a la mitad de la emitida en toda la historia de la humanidad. O pensemos en el hecho más que elocuente de que el 90% de lo que se produce en un día cualquiera va a parar al basurero antes de seis meses. También se han analizado, claro, los efectos de este incremento de la velocidad sobre los derechos laborales o sobre la financiarización de la economía, indisociable de la aceleración de las comunicaciones a través de la red. Pero quizás conocemos peor las transformaciones culturales y antropológicas que acompañan este galope tecnológico, entre otras razones porque conocemos precisamente desde sus entrañas.

¿Qué supone esta aceleración para la antropología? Todas las sociedades pre-capitalistas se resignaron a la necesidad del “consumo” como un tributo destructivo a la reproducción de la vida; pero en su lucha contra el tiempo introdujeron mundo en el mundo a través de toda una serie de objetos declarados incomestibles: objetos para el uso y objetos para la mirada, cuyo conjunto definía el recinto de la cultura (por oposición a la naturaleza). Su victoria sobre el tiempo tenía forma de hacha, de vestido, de poema, de templo. Pues bien, allí donde parece que lo que define a nuestra sociedad “de consumo” es la abundancia o el exceso de cosas, lo que hay es más bien, de manera paradójica, una anulación progresiva de la cosa misma como efecto de la acelerada renovación de las mercancías en el mercado y de un formato tecnológico que contribuye a sustituir las mediaciones por fluidos: el tributo destructivo -el eslabón animal- ciñe ahora la totalidad de la existencia, tanto el ámbito público como el privado. A lo largo de la historia los seres humanos han conocido sociedades sin petróleo, sin hierro o sin escritura; por primera vez estamos a punto de vivir en una sociedad sin cosas. Sin ellas, la victoria capitalista sobre el tiempo coincide con el tiempo mismo y con su duración sin costuras, como en la entraña de un reloj o de una lombriz.

Las cosas están a punto de desaparecer, como los elefantes, junto a los elefantes. Bueno, se dirá, ¿y qué? ¿Las necesitamos? ¿No eran sobre todo una fuente de engaño y alienación? ¿Un anestésico poderosísimo que nos alejaba de la verdadera realidad -Dios y la muerte? No sólo el cristianismo; también el marxismo ha confundido a veces reificación y alienación para acabar arremetiendo místicamente contra las cosas mismas, como contra pantallas o jeroglíficos que ocultaban y hacían olvidar el noúmeno de la explotación y del trabajo vivo constituyente. Si hay algo “patriarcal” en la paciencia de una madre será porque hay algo profundamente “patriarcal” en la condición humana; si hay algo “burgués” en una silla junto al fuego será porque hay algo profundamente “burgués” en la condición humana. Pero la paciencia y el descanso no son emanaciones del patriarcado o de la burguesía sino instrucciones e incluso demandas de las cosas mismas.

Las cosas resisten y están en medio. Ni las constituimos ni las destituimos: las usamos o las miramos. Nos comprometen. Son interesantes; nos interesan. Nos vinculan con los otros. Pero al acelerarlas, dejan de ser “objetos espaciales” para convertirse en “objetos temporales”, disueltos en el flujo sincrónico como si se tratase de “segundos” y “minutos” y no ya de paraguas, mesas, libros, montañas, novios, niños. Entendamos mediante un ejemplo lo que quiero decir: para dibujar un objeto hay que mirarlo larga y disciplinadamente, re-crearlo detalle a detalle, maternizarlo; para fotografiarlo no. Nuestra mirada y nuestra capacidad de atención son también limitados y finitos. No podemos interesarnos por todos los árboles del mundo por mucho que los hayamos metido, uno a uno, imagen tras imagen, en nuestra cámara digital. No se puede amar a todo el mundo ni tener un millón de amigos. Por decirlo a modo de paradoja, lo que no se puede mirar se convierte en imagen. Acelerar el mundo es desentendernos de él.

Las cosas son relatos y manuales de instrucciones. Pues si es verdad que la silla es el olvido del carpintero, es también el relato deformado de su fabricación. Nos cuenta su historia y también la de su usuario, incorporada a la curvatura de su asiento y de su respaldo; y además nos explica cómo hacer una silla. Las cosas son, en efecto, tiempo detenido, memoria materializada ante nuestros ojos, el pasaje grumoso entre el pasado y el futuro que reúne en un coágulo engaño placentero y conocimiento. Pero el acelerón tecnológico, al derretirlas, nos impide apoyar en ellas ningún relato; la memoria se nos va por el desagüe de la obsolescencia programada. El mercado ha naturalizado -es decir, liquidado- las mediaciones humanas: nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, pero nadie puede tampoco sentarse dos veces en la misma silla.

Las cosas, que resisten un poco, acaban por morir. Son frágiles. Son insustituibles. Son -tarde o temprano- irreparables. En este sentido, nuestra condición tantas veces negada de sujetos (de razón o de derechos) no debe hacernos olvidar que los seres humanos somos también cosas, como los vasos y el papel; es decir, objetos de cuidados. Son los cuidados, y no al revés, los que hacen valiosas las vidas humanas y han sido por tanto las mujeres, especialistas en sostener fragilidades, fuente de valorización de los cuerpos, las que nos han hecho amable a nuestro amigo, deseable a nuestro amado y rechazable el crimen, la tortura y la crueldad. Si el Derecho tiene una raíz en la razón y otra en la atención, la primera no tiene sexo; la segunda es históricamente femenina. Pero el acelerón temporal del capitalismo, al renovar cada vez más deprisa las mercancías, al mercantilizar también los cuidados, acomete una desvalorización sin precedentes de todas las cosas, incluidos los cuerpos humanos. Curiosamente la sociedad que más ha fragilizado el mundo es la que más ha generado la ilusión subjetiva de haberse sacudido el yugo de la naturaleza y de estar destinada a la inmortalidad. Ahora bien, ninguna ilusión médica o tecnológica, ninguna fantasía de trabajo inmaterial, podrá jamás liberarnos del trabajo de los cuidados. Sin trabajo no hay humanidad. Peinarse es un trabajo; peinar a un niño es el trabajo que da valor a su pelo y que vuelve irrenunciable su existencia. Todos derivamos nuestro valor objetivo -en cuanto que objetos humanos- del trabajo material de los demás sobre nuestro cuerpo.

¿Puede ya adivinarse qué significa para la condición antropológica de la humanidad la desaparición de las cosas? Es la muerte de las tres facultades “neolíticas” -la razón, la imaginación y la memoria- y el fin de la “mesopotamia” de la evolución, desde donde podía hallarse aún un camino hacia la democracia y la igualdad. El mundo se vuelve impensable, irrepresentable e in-memorizable. Nos importa muy poco, por tanto, su destino e incluso su supervivencia. Ni siquiera nos parece bello. A fuerza de explotar la fuente de todo valor, el capitalismo ha secado de raíz todos los valores. El ámbito del consumo, al que se ha desplazado el eje de la construcción de la subjetividad, está tan proletarizado -dice con razón Stiegler- como el de la producción, pero no pone en relación, al contrario que la fábrica, sino conciencias individuales con flujos temporales impersonales: es lo que él llama “miseria simbólica”.

¿Estamos, pues, perdidos? ¿No podemos recuperar las cosas? La dificultad estriba en que no se trata de una cuestión política soluble en un aumento de la conciencia; la conciencia puede hacer poco contra un dispositivo material destituyente. Tenemos que afrontar, de entrada, esta cuádruple paradoja:

La paradoja es que la lucha capitalista contra el tiempo nos disuelve subjetivamente en el tiempo.

La paradoja es que la destrucción capitalista de la naturaleza nos hace sentir subjetivamente indestructibles.

La paradoja es que el desencantamiento capitalista del mundo convierte el desencanto subjetivo en un nuevo e irresistible lazo mundano.

La paradoja es que la explotación capitalista del cuerpo por medios tecnológicos nos desplaza subjetivamente fuera de el.

Escribí en una ocasión que “sólo los pobres tienen cosas” y cabría pensar quizás que la recesión y la crisis nos las van a devolver y, con ellas, esas tres chapuceras facultades -y todos sus “autoengaños”- que necesitamos para establecer un nuevo contrato social. Pero el problema es que esta cuádruple paradoja no es reductible a una economía o un modo de producción. Es ya un soporte tecnológico del que, salvo cataclismo o derrumbe civilizacional, no podemos volver atrás: “el consumo dominante es el consumo de la clase dominante”, digamos, pero es que además la tecnología dominante es la tecnología que permite sobrevivir también a las clases dominadas. En cualquier otro mundo posible que queramos imaginar, habrá que aceptar en parte la división del trabajo capitalista y su tecnología ancilar para alimentar a 7000 millones de personas. La aceleración es tecnológica, no sólo económica y, si la humanidad puede perfectamente retroceder en sus derechos, no puede renunciar en cambio a lo que ya ha producido y a lo que ya sabe. Resumamos el dilema con otra paradoja extensible al conjunto de nuestra ciencia aplicada: para borrar el conocimiento de cómo se fabrica una bomba atómica -artefacto del que no hay un posible uso ecologista o comunista- habría que arrojar una bomba atómica. Tenemos que cargar, pues, con la tecnología actual y con su aceleración temporal, que ha dislocado o, mejor, discroniado a la humanidad fuera de los cuerpos. No podemos volver a ellos. Pensamos, imaginamos y nos divertimos desde prótesis exosomáticas a las que no podemos renunciar y que, por muchas ilusiones que nos hagamos, no podemos controlar.

¿No hay ninguna esperanza? Sí, una. La tecnología, es verdad, no es sólo economía. Pero ni una ni otra han conseguido superar un límite: la muerte. A los cuerpos seguimos atados por los cuidados y sus trabajos. La recesión y la crisis -junto a la ofensiva talibán del neoliberalismo- no nos devolverán la belleza de los árboles y las montañas ni -por citar un poema de Pasolini- las de los cuchillos, las mandolinas y los calzones con remiendos, pero nos están obligando ya a repolitizar la atención recíproca y la valorización auxiliada de los objetos humanos. Del fondo de esa mesopotamia superada o interrumpida por el acelerón temporal surge la vieja, chapucera y maternal solidaridad, ahora sin sexo, ésta sí antiburguesa, para recordarnos que lo único que puede salvarnos es que seguimos siendo muy pequeños.

Fuente: Revista Ecologista nº 76

 

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